Frente a un transhumanismo de contornos
difusos y objetivos materialistas, quizás habría que apostar por un
metahumanismo, un humanismo de ambicioso recorrido pero, al fin y al cabo, un
humanismo no-materialista que no aspire al perfeccionamiento humano
(perfectibilidad) sino a las posibilidades de mejoramiento humano
(factibilidad), dirigido, en consecuencia, tanto a la mejora de las capacidades
físicas e intelectuales mediante el tratamiento eugenésico y la terapia
genética, como a la elevación espiritual y moral del ser humano a través de la
educación comunitaria, la socialización orgánica, la convivencia
armoniosa con la naturaleza, la valoración de lo sagrado y la estetización del
mundo. Pero este metahumanismo no podrá desarrollarse en una sociedad
liberal-capitalista, en la que los productos biotecnológicos serían
comercializados y consumidos exclusivamente por las élites invertidas (las
oligarquías políticas y/o económicas), agravando la división de la humanidad, como
resultado, en la clase de los superhombres (los poseedores) y la de los
infrahombres (los desposeídos). Este metahumanismo deberá ser popular y
comunitario, accesible de forma voluntaria para todos aquellos seres humanos
que aspiren, para sí mismos o para su descendencia, a una excelencia física,
mental y espiritual que haga de la vida una experiencia única e irrepetible. El
metahumanismo sería, pues, un humanismo que realza todas aquellas cualidades
que hacen del hombre un ser especial en el universo.
La reflexión anterior es una aspiración ideal casi utópica. Sin embargo, el debate intelectual respecto al transhumanismo está servido y muchos pensadores alertan sobre sus peligros reales.