Las concepciones occidentales sobre la
naturaleza humana son particularmente vulnerables a los cambios de perspectiva
acerca del mundo viviente. Los problemas provienen de la manera en cómo
abordamos las relaciones entre las ciencias biológicas y la sociedad. Desde las
antiguas teorías de los “humores” y de los “elementos” hasta el darwinismo, el
mendelismo, el eugenismo, la ecología evolucionista y la sociobiología, cada
avance significativo en las ciencias biológicas se ha abalanzado, como si de
una presa se tratara, sobre nuestro concepto de naturaleza humana. Los que se
sienten amenazados proclaman la cruzada por la justa causa y se entabla una batalla
cuyo resultado es de prever. Los argumentos fundamentales sobre la naturaleza
humana han de verse forzosamente afectados por los cambios importantes que se
han dado en las ciencias biológicas desde los días de Darwin; si no es así,
entonces hay algo que no funciona en el planteamiento de las relaciones entre
el conocimiento biológico y la imagen que el hombre tiene de sí mismo. Da la
impresión de que nuestro sistema cultural sacrifica sistemáticamente la
complejidad y las precisiones de la teoría evolucionista para mantener ciertas
posiciones políticas y morales.
Charles Darwin adelantó ya las premisas
de la selección eugenésica cuando se lamentaba de que, entre las razas salvajes
sólo sobrevivieran los elementos más vigorosos, mientras que entre las razas
civilizadas se hacían los mayores esfuerzos para impedir la eliminación natural
de los enfermos, tarados y defectuosos, protegiéndolos con numerosas medidas
para que pudieran continuar viviendo. «De este modo, los miembros débiles de
las sociedades civilizadas pudieron propagar su linaje. Nadie que haya prestado
atención a la cría de animales domésticos dudaría que esto tiene que ser muy
nocivo para la especie humana».
La eugenesia –literalmente, “buen
nacimiento”–, formulada por primera vez por Francis Galton, es una disciplina
que postula la selección artificial de los rasgos hereditarios humanos mediante
diversas formas de intervención. Los primeros eugenistas se inspiraron en la
cría selectiva de animales, en la que se trabaja para lograr razas puras y se
rechaza todo cruce como indeseable, trasladando su experiencia a la especie
humana, puesto que consideraban que en la sociedad moderna ya no operaba el
mecanismo de la selección natural y debía evitarse la proliferación de
individuos con defectos genéticos hereditarios.
Para ello, los métodos podían ser, bien
mediante medidas positivas como el fomento de la reproducción entre los
calificados como más aptos o idóneos, o bien mediante medidas negativas que
impedirían o limitarían la reproducción de los más débiles, enfermos, dementes
y criminales. Galton escribía en este sentido que «el ideal de mejorar la
especie humana es una aspiración tan noble que muy bien pudiera ser elevada a
la categoría de obligación religiosa».
Entre los primeros teóricos eugenistas
destaca Alexis Carrel, cuya tesis central partía de la consideración del hombre
como sujeto sometido a las mismas leyes de la naturaleza que el resto de seres
vivos. Tres serían las obligaciones de todo ser humano según Carrel: primero,
tener hijos de buena calidad, gracias a las prácticas eugenésicas; después,
criar a los hijos de forma que desarrollen sus potencialidades hereditarias;
por último, educar a los hijos en las cualidades morales e intelectuales más
óptimas, pues el futuro de la raza depende del valor de la familia y de la
comunidad.
Carrel consideraba necesario hacer una
selección, aumentando el número de individuos fuertes y abandonando la idea de
hacer populares a los débiles y a los mediocres. «La eugenesia voluntaria
–escribía Carrel– conduciría no solamente a la producción de individuos más
fuertes, sino también a la de familias en las que la resistencia, la
inteligencia y el coraje fueran hereditarios. Estas familias constituirían una
aristocracia de donde saldrían probablemente hombres de élite. Y el
establecimiento, por la eugenesia, de una aristocracia biológica hereditaria,
sería una etapa importante hacia la solución de los problemas actuales».
Carrel hablaba de la “antropotecnia” como
una ciencia del hombre que, apoyada en la tecnología, construiría en su día
individuos superiores. Y estaba convencido de que «es preciso establecer
relaciones nuevas entre los hombres; sustituir las viejas ideologías por
conceptos científicos de la vida; desarrollar armoniosamente en cada individuo
todas sus potencialidades hereditarias; suprimir las clases sociales y
reemplazarlas por clases biológicas, la “biocracia” en lugar de la
“democracia”».
Si todo esto sucedía en el transcurso del
siglo XIX… ¿cómo pensar en pleno siglo XXI con las enormes perspectivas
biotecnológicas que, en buena medida, ya están aquí?
Todo lo cual nos obliga a preguntar:
¿cómo es posible que avances tecnocientíficos tan espectaculares, como los que
están conmoviendo las ciencias biológicas, encuentran acomodo en ciertas formas
de contemplar la naturaleza humana?, ¿cómo no las revolucionan radicalmente? La
razón fundamental es simple. Muchos pensadores de nuestro mundo occidental
confían en que la información sobre el mundo viviente les pueda servir de guía
política y moral. Esta expectativa da pie a un interés muy significativo en
todo lo que atañe a la investigación biogenética, principalmente.
Desgraciadamente, la biología evolucionista no dice nada útil para las
cuestiones políticas y morales; es más, una perspectiva genuinamente
evolucionista no autoriza a que desarraiguemos una serie de principios morales
o políticos de algo tan diversificado y variable como es la historia de la
vida.
Y, sin embargo, estas objeciones, así
como el perverso uso de algunas de las derivas del darwinismo social y del
eugenismo totalitario que todos tenemos en mente (del nazismo al estalinismo,
del neoconservadurismo norteamericano al neoliberalismo), no deben distraernos
de las enormes posibilidades que los grandes avances tecnocientíficos en los
campos de la genética, la biotecnología y la inteligencia artificial, van a
tener, a corto y medio plazo, con su intervención directa en la evolución
humana, en el mejoramiento y el perfeccionamiento de la vida y de la naturaleza
sobre nuestro planeta. Es aquí donde comenzamos a vislumbrar el eclipse del
“humanismo” y el advenimiento del “transhumanismo”.
“Transhumanismo”, término acuñado por
Julien Huxley en 1957, en el sentido de un “humanismo evolucionista”, es una
ideología que gira en torno a las consecuencias de la evolución biológica de la
especie humana, en una época de grandes avances tecnológicos que ofrecen al
hombre la posibilidad de hacerse cargo directamente de su futuro biogenético.
Esta corriente considera que el hombre puede y debe trascenderse a sí mismo a
través de la repotenciación de la naturaleza humana. La transformación del
hombre puede produce a través de la ingeniería genética, la robótica, la
biotecnología y biomedicina, la tecnología informática, la inteligencia artificial
y la nanotecnología. La “extropía”, una forma de transhumanismo, postula que el
progreso de la ciencia permitirá que el ser humano extienda su vida casi de
forma indefinida. Así, pues, el transhumanismo expresa una fe y un optimismo
desbordantes en la capacidad de las nuevas ciencias y tecnologías para mejorar
el futuro de la especie humana.
Gilbert Hottois nos proporciona una breve
definición:
«el transhumanismo propicia el
mejoramiento-aumento (enhancement) de
las capacidades físicas, cognitivas y emocionales del individuo con la ayuda de
las tecnologías materiales, sobre una base voluntaria e indefinidamente».
Enfermedad, envejecimiento y muerte,
características de la condición humana, son enfrentadas por la ideología
transhumanista como realidades susceptibles de ser cambiadas. Las nuevas
tecnologías, con su capacidad para reparar y mejorar el cuerpo humano,
permitirán ir más allá de los límites impuestos por la naturaleza, en una
evolución de automejora y transformación sin límites. Este nuevo relato
posmoderno, que desborda optimismo frente a los logros y posibilidades de las
tecnologías, cree que lo mejor está por venir, en una nueva imagen del Paraíso
en la Tierra. Aunque arreligiosa y secular en su planteamiento, esta ideología
es una suerte de credo fiel al hombre biotecnológico de nuestra época: fe en el
hombre del futuro y en sus posibilidades de trascenderse a sí mismo.
Laurent Alexandre, en La muerte de la muerte, situándose desde
el punto de vista de la teoría sintética de la evolución, considera que el
recurso a las manipulaciones genéticas posibilitadas por las biotecnologías ya
no será una opción, una mera elección entre distintas alternativas, sino una
absoluta necesidad para la supervivencia de la especie humana, en razón del
debilitamiento de la selección natural en nuestros países ultracivilizados y
medicalizados:
«El fin de la selección darwiniana es una
situación inédita en la historia del mundo y no tenemos elementos de
comparación que permitan prever lo que va a ocurrir (…) El hombre, como otras
especies, no está protegido contra la regresión, que ya ha empezado en
características que ya no están sometidas a la presión de la selección (…) Al
debilitarse la selección natural, el deterioro de nuestro genoma afectará
particularmente a nuestro sistema nervioso central y a nuestro cableado
neuronal. Por esta razón, la tecnomedicina que se anuncia ya no es una opción,
sino una auténtica necesidad (…) El riesgo es claro a largo plazo: la
replicación del ADN no está exenta de fallos y el sentido de estos fallos es
imprevisible».
El transhumanismo, como hemos visto en
una primera aproximación, se trata de un amplio proyecto de mejora de la
humanidad en todos sus aspectos, físico, intelectual, emocional y moral,
gracias a los progresos de las ciencias y, en particular, de las
biotecnologías. Una de las características esenciales del movimiento
transhumanista reside en el hecho de que pretende pasar de un paradigma médico
tradicional, el de la terapéutica, que tiene como finalidad principal
“reparar”, curar enfermedades y patologías, a un modelo “superior”, el de
mejoramiento y también el de perfeccionamiento del ser humano.
Casi todo el mundo tiene una tendencia espontánea,
preconfigurada por una larga tradición judeocristiana y humanista occidental, a
considerar como una evidencia el hecho de que la naturaleza es lo que es, un
elemento eterno e intangible, de modo que la tarea de las ciencias sólo puede
ser curar y en ningún caso mejorar. Por esta misma razón, parece evidente que,
dado que la enfermedad, la vejez y la muerte no tienen nada de patológico, no
puedan tratarse desde un enfoque meramente científico.
Pues bien, el transhumanismo piensa
exactamente lo contrario. En gran medida en nombre de una cierta tradición
humanista, este movimiento proyecta invertir los presupuestos teológicos y
naturalistas que subyacen en estas opiniones que considera como prejuicios
irracionales.
Max More, uno de los teóricos de esta
corriente, propone lo siguiente:
«Como los humanistas, los transhumanistas
dan prioridad a la razón, al progreso y a los valores centrados en nuestro
bienestar, más que en una presunta autoridad religiosa externa. Los
transhumanistas entienden el humanismo a través de un cuestionamiento de los
límites humanos por medio de la ciencia y la tecnología combinadas con el
pensamiento crítico y creativo. Cuestionamos el carácter inevitable de la vejez
y de la muerte, intentamos mejorar progresivamente nuestra capacidad física e
intelectual, así como desarrollarnos emocionalmente. Vemos la humanidad como
una fase de transición en el desarrollo evolutivo de la inteligencia.
Defendemos el uso de la ciencia para acelerar nuestro paso de una condición
humana a una condición transhumana o posthumana».
Max More es uno de los autores del
“manifiesto transhumanista” que, en resumen, expresa lo siguiente: la humanidad
se verá profundamente afectada por la ciencia y la tecnología en el futuro. Nos
planteamos la posibilidad de ampliar el potencial humano superando el
envejecimiento, las lagunas cognitivas, el sufrimiento involuntario y nuestro
aislamiento en el planeta. Pensamos que no siempre se realiza el potencial de
la humanidad en lo esencial. Hay esquemas verosímiles que permitirían mejorar
la condición humana de forma maravillosa y extremadamente interesante. El
esfuerzo de investigación debe centrarse en la comprensión de estas
perspectivas. La reducción de los riesgos de extinción humana, el desarrollo de
medios para la preservación de la vida y de la salud, la atenuación de los
graves sufrimientos y la mejora de la previsión y de la sabiduría humanas,
deben considerarse como prioridades urgentes. Promovemos la libertad
morfológica, el derecho a modificar y mejorar el cuerpo, su cognición, sus
emociones. Esta libertad incluye el derecho a utilizar o no utilizar
tecnologías para prolongar la vida, la preservación de sí mismo, las
aplicaciones informáticas y cualquier otro medio, así como a poder elegir
futuras modificaciones y mejoras.
En este momento se impone inmediatamente
una pregunta clave, a saber, la de la relación del transhumanismo con el
humanismo clásico, es decir, el derivado de la Ilustración, incluso la cuestión
de si se trata de una extensión del mismo o del principio de una gran ruptura.
Gilbert Hottois considera que el transhumanismo es heredero, un tanto
paradójico, eso sí, del humanismo clásico, el cual consideraba la
perfectibilidad infinita del ser humano, que no está encerrado, en principio,
en una naturaleza intangible y determinante. Pero, al mismo tiempo, también es
heredero del optimismo cientifista y tecnófilo desarrollado durante la
modernidad y, por último, también observa una filiación con la contracultura
nacida del sesentayocho, feminista, igualitarista, ecologista,
deconstructivista y liberal-libertaria.
Para clarificar las cosas distinguiremos
dos tipos de transhumanismo.
En primer lugar, tenemos un
transhumanismo “biológico” que reivindica la tradición humanista y que asume la
noción rousseauniana de una “perfectibilidad” potencialmente infinita del ser
humano, no contentándose con imaginar cambios políticos y sociales, sino
también progresos en el orden de la naturaleza, incluyendo la naturaleza
humana.
Bien diferente es el inquietante proyecto
“cibernético” de una hibridación sistemática hombre/máquina que recurre a la
robótica y a la inteligencia artificial más que a la biología. Aquí se habla de
“posthumanismo”, pues se trata de crear una especie nueva, radicalmente
diferente de la nuestra, mucho más inteligente y poderosa. Sería el sueño de un
hombre “interconectado” con un ordenador, que se convertiría en “posthumano”.
Mientras que en el primer transhumanismo
sólo se trata, en principio, de hacer que lo humano sea más humano, el segundo
(el posthumanismo) descansa en la idea de que las máquinas dotadas de
inteligencia artificial pronto se impondrán a los seres biológicos y podrán
estar dotadas, no sólo de mayores cualidades físicas y mentales, sino también
de emociones y conciencia de sí mismas, lo que hará de ellas seres
perfectamente autónomos y prácticamente inmortales. Vemos que este segundo
transhumanismo es realmente un posthumanismo porque aboga, no ya por una simple
mejora de la humanidad, sino por la fabricación de una especie diferente, una
especie que, a fin de cuentas, no tendría mucho que ver con la nuestra actual.
Este posthumanismo se concibe menos como
un heredero del humanismo ilustrado que como un avatar del materialismo en
ruptura total con el humanismo clásico, un materialismo para el que el cerebro
es sólo una máquina más sofisticada que las demás, y la conciencia su producto
superficial.
Desde luego, la distinción entre las dos
corrientes no es del todo clara, pues puede cambiar con facilidad, de tal forma
que incluso puede verse al transhumanismo como un trayecto y al posthumanismo
como el objetivo. La mayoría de sus partidarios, en efecto, consideran,
simplemente, que las revoluciones tecnológicas presentes y futuras conducirán a
una mejora de la humanidad tal que, a partir de un cierto momento, esa
“humanidad mejorada y aumentada” será muy diferente de la humanidad actual,
pero que no por eso dejará de ser humana, sino, al contrario, será mucho más
humana que nunca. En principio, esta corriente no es hostil a una reflexión
bioética prudencial sobre los límites morales que no deben sobrepasarse, sobre
las precauciones que debe adoptarse en el uso de esas biotecnologías, siguiendo
en la línea del humanismo clásico. Se trataría, más bien, de un
“hiperhumanismo” que de un “antihumanismo”, que se diferenciaría principalmente
del darwinismo en que ya no se trata de aceptar pasivamente la evolución
natural, sino de controlarla y dirigirla por el propio ser humano.
Gilbert Hottois, partidario de un
transhumanismo “de rostro humano”, escribe al respecto:
«La cuestión de la eugenesia debe
reconsiderarse en la actualidad afirmando la libertad individual y parental, la
dignidad igual de las personas y la preocupación fundamental por corregir las
desigualdades contingentes naturales. Hasta este momento, la justicia
redistributiva se limitó a exigir un nuevo equilibrio compensatorio para las
diferentes desigualdades: por una parte, las desigualdades debidas a la
“lotería social” (sexo, raza, clase, etnia, religión); por otra parte, las
desigualdades causadas por la “lotería natural” (salud, genes, dones, etc.) y
no se planteaba intervenir sobre estas últimas. Hasta ahora, hemos procedido de
forma “externa” mediante compensaciones pecuniarias, atención sanitaria
gratuita, enseñanzas especiales, etc. La genética debería aportar la
posibilidad creciente de corregir las desigualdades naturales en sí mismas,
bien mediante la previsión (eugenesia negativa), bien mediante la terapia
genética (eugenesia positiva). Se tratará, en el futuro, de pasar de la
redistribución de recursos puramente sociales, a la redistribución de recursos
naturales (es decir, los genes). Todo está en una fase muy especulativa, pero
la cuestión se planteará de forma más y más acuciante: ¿podemos, debemos intervenir
en nombre de la justicia y de la igualdad de oportunidades en la lotería
natural?»
Así que, en el primer transhumanismo, no
se abandona la esfera de lo viviente, lo biológico, ni la idea de una humanidad
cuyo perfeccionamiento no intenta destruirla, sino superarla cualitativamente,
mejorarla, hacerla más humana, en definitiva. Mientras que, en el
posthumanismo, guiado por un “ideal” futuro, se apuesta por todo aquello que
nos va descubriendo la biología y la tecnología, que representan un campo de posibilidades
potencialmente infinitas para crear una “nueva humanidad”. La versión más
radical, incluso, trataría de abandonar, completamente y al mismo tiempo, lo
biológico y lo humano, a partir de la noción de “singularidad”, que remite a la
idea de que, a partir de un cierto punto de la evolución de la biotecnología,
la nanotecnología, la ingeniería y la cirugía genética, la robótica y la
inteligencia artificial, los humanos quedarán totalmente superados y serán
sustituidos por máquinas autónomas dotadas de conciencia propia y de una
inteligencia miles de veces superior a las de la humanidad actual.
Luc Ferry, en su famoso libro sobre el
transhumanismo (La revolución transhumanista), ante la variedad de corrientes y
versiones dentro del movimiento transhumanista, intenta hacer una especie de
retrato de un “tipo ideal” de transhumanismo, destacando algunos principios o
características esenciales en su configuración:
1. Una eugenesia de nuevo cuño, con
pretensiones éticas, que quiere pasar “del azar a la elección”.
2. Un antinaturalismo, de tal forma que
no sólo es deseable el progreso indefinido, sino que, en lugar de limitarse a
reformas políticas y sociales, debe abarcar también la transformación de
nuestra naturaleza biológica.
3. Una búsqueda de la inmortalidad
gracias a la ciencia y la tecnología.
4. Un optimismo tecnocientífico a toda
prueba, que en filosofía se designa como “solucionismo”, una fe ciega en las
virtudes del progreso tecnófilo.
5. Un racionalismo materialista,
determinista y ateo.
6. Una ética utilitarista y libertaria
que oscila, de forma más o menos coherente, entre el neoliberalismo y la
socialdemocracia.
7. Una ideología “deconstruccionista”,
igualitarista, antiespecista y proecologista.
Terminemos con una reflexión de Gilbert
Hottois, crítico con ese individualismo revolucionario, típico heredero del
sesentayochismo, y que hoy representan el ultraliberalismo y la
socialdemocracia igualitaria, que prescinde de lo colectivo y se niega a
considerar el hecho, sin embargo evidente, de que las modificaciones radicales
del patrimonio genético de una cierta categoría de la población, no podrían
dejar de tener consecuencias con el resto de la población:
«El mar de fondo del transhumanismo ha
estado y sigue estando profundamente vinculado al individualismo liberal,
neoliberal e, incluso, liberal-libertario. Esta tendencia, que se reivindica
con frecuencia como apolítica, está, de hecho, cerca del tecnocapitalismo
futurista de las grandes multinacionales norteamericanas (…) Al mismo tiempo,
los transhumanistas socialmente sensibles no desean ignorar los grandes
problemas sociales de la pobreza, la injusticia, la desigualdad y el medio
ambiente (…) Hay que luchar en dos frentes: el humanismo tradicional y el
transhumanista. Un sueño transhumanista pasa por conciliar individualismo y
socialismo: la mejora (por supuesto, también afectiva, emocional, moral)
libremente consentida de individuos llevará progresivamente a una mejora global
de la sociedad y la humanidad. Según esta óptica, los transhumanos no son cosa
de temer, sino de desear. Entre el apoliticismo de tendencia tecnocrática, el
liberalismo y el neoliberalismo, el libertarianismo y la socialdemocracia, el
posicionamiento político del transhumanismo sigue siendo irreductiblemente
diverso, contradictorio incluso, a pesar de los esfuerzos por su unificación
(…)».
En definitiva, desde la perspectiva del
humanismo ilustrado, podemos censar dos corrientes que, pese a ser
frecuentemente confundidas como cuasi sinónimas, ocultan dos ideologías diferenciadas.
Por un lado, el transhumanismo prolonga las ideas y valores de la Ilustración y
quiere aplicar tecnologías materiales con el fin de mejorar a los individuos en
ese sentido. Pero como esos valores incluyen la libertad individual, la
tolerancia, el pluralismo y la diversidad, el transhumanismo conlleva una
tentación postmodernista que rompe con el universalismo. Dicho de otra forma,
se divide en un ala liberal-libertaria y un ala socializante. Por otro lado, el
posthumanismo critica la Modernidad y el transhumanismo que la prolonga. El
posthumanismo es postmoderno. Pero concede una atención y un valor sin igual a
las tecnociencias como fuentes operatorias de la diversificación futura de la
humanidad. El posthumano postmoderno es pensado tanto como diversidad
esencialmente simbólica, cultural, social como experimentalismo tecnocientífico
como una experiencia lúdica y estética.
En oposición a esta visión transhumanista
se encuentra un campo bioconservador que se opone a la utilización de la
tecnología para modificar la naturaleza humana. Los autores bioconservadores
más destacados son Leon Kass, Francis Fukuyama, George Annas, Wesley Smith,
Jeremy Rifkin y Bill McKibben. Una de las principales preocupaciones de los
bioconservadores es que las tecnologías podrían ser “deshumanizadoras”. La
inquietud es que esas tecnologías podrían llegar a atentar contra nuestra
dignidad humana y erosionar todo lo que de profundamente precioso tiene el ser
humano pero que es difícil formular o integrar en un mero análisis de
costes-beneficios. En definitiva, la preocupación, en algunos casos, parece
provenir de sentimientos religiosos o criptoprometeicos a fin de prevenir la
caída por una pendiente deslizante hacia un posthumano degradado. En
definitiva, la cuestión es si debemos considerar el futuro de la humanidad
utilizando la tecnología para hacernos más o menos humanos. Porque buena parte
de los temores argumentados por los bioconservadores son infundados, y aunque
los riesgos son reales, existen mejores alternativas que la de prohibir la
tecnología. Los bioconservadores, en fin, temen que el uso de esa tecnología en
los humanos pone en peligro el concepto de dignidad humana, pero todos sabemos
que muchos humanos, en su forma actual, se encuentran muy lejos de esa dignidad,
y que nada impide que los futuros posthumanos puedan alcanzar o incluso superar
ese estado de dignidad. Otra cosa es la posible amenaza que podría suponer la
existencia de posthumanos “dignos” sobre los humanos “ordinarios”. En fin, en
oposición a lo que creen los partidarios del bioconservatismo, el
transhumanismo no busca transformar el hombre en una máquina sobrenatural, lo
que en efecto sería degradante, sino en un ser más humano.
En principio, es totalmente legítimo
aspirar a la superación del sufrimiento provocado por la enfermedad, la
indignidad del envejecimiento y la búsqueda de una “buena muerte”. Pero el
transhumanismo va más allá, porque pretende una auténtica transformación del
ser humano en la búsqueda de una perfección que parece negar los límites de la
condición humana. Podríamos, no obstante, considerar la posibilidad de aceptar
éticamente la mejora y el perfeccionamiento del ser humano si, como señala
Keenan, hacemos las preguntas correctas: qué mejoras, con qué propósito y a qué
coste (económico, político, social, pero también moral y emocional). En
definitiva, se trata de identificar si estas acciones biotecnológicas y
biogenéticas se ajustan a finalidades éticas para alcanzar un modelo apropiado
de la aristotélica “vida buena”. Y, por
supuesto, rechazar cualquier tentativa que responda al deseo de poder y
dominación, y no al de contribuir a la reducción de la inequidad humana.
El criterio de “normal” o “natural” es
usado para establecer una diferencia entre lo terapéutico y lo perfectivo. Dado
que tanto el concepto de “natural” como el de “normal”, en la forma que han
sido empleados hasta ahora, no ayudan a reflexionar en torno a la eticidad de
las biotecnologías, debemos buscar una antropología que ilumine la relación
entre el ser humano y la naturaleza.
Frente a un transhumanismo de contornos
difusos y objetivos materialistas, quizás habría que apostar por un
metahumanismo, un humanismo de ambicioso recorrido pero, al fin y al cabo, un
humanismo no-materialista que no aspire al perfeccionamiento humano
(perfectibilidad) sino a las posibilidades de mejoramiento humano
(factibilidad), dirigido, en consecuencia, tanto a la mejora de las capacidades
físicas e intelectuales mediante el tratamiento eugenésico y la terapia
genética, como a la elevación espiritual y moral del ser humano a través de la
educación comunitaria, la socialización holística orgánica, la convivencia
armoniosa con la naturaleza, la valoración de lo sagrado y la estetización del
mundo. Pero este metahumanismo no podrá desarrollarse en una sociedad
liberal-capitalista, en la que los productos biotecnológicos serían
comercializados y consumidos exclusivamente por las élites invertidas (las
oligarquías políticas y/o económicas), agravando la división de la humanidad, como
resultado, en la clase de los superhombres (los poseedores) y la de los
infrahombres (los desposeídos). Este metahumanismo deberá ser popular y
comunitario, accesible de forma voluntaria para todos aquellos seres humanos
que aspiren, para sí mismos o para su descendencia, a una excelencia física,
mental y espiritual que haga de la vida una experiencia única e irrepetible. El
metahumanismo sería, pues, un humanismo que realza todas aquellas cualidades
que hacen del hombre un ser especial en el universo.