Los
libros de Jean-Claude Michéa son siempre objeto de una atenta espera. Con
júbilo. O con un fusil, depende. En primer lugar, porque la palabra de este
filósofo, fruto de diversas influencias, como el pensamiento de George Orwell,
Guy Debord y del mejor Karl Marx, raramente aparece en los medios.
A
continuación, porque él pertenece a esa especie políticamente ambidiestra,
desgraciadamente poco representada y mal comprendida, capaz tanto de mostrarse
tremendamente cruel respecto a una izquierda liberal que se autocaricaturiza
valorizando todas las pretendidas transgresiones morales y culturales, como de
mostrar una tremenda lucidez respecto al increíble cinismo de los dirigentes de
la derecha cuando se postulan como defensores de la “gente común” mientras
sirven a la expansión ilimitada de los intereses financieros y bursátiles. Y
uno de los libros más determinantes en este punto es Los misterios de la
izquierda (lamentablemente no traducido al español), en el cual Michéa se niega
a calificarse “de izquierda” y reivindica un frente de liberación popular,
puesto que el significado político-ideológico de la “izquierda” ha sido
prostituido durante mucho tiempo y ahora es un “divisor inútil”. En definitiva,
Michéa es un conservador anticapitalista que advierte sobre los peligros de una
adhesión no reflexiva a los “valores tradicionales” por parte de una derecha
inquietante, situación en la que algunas advertencias de la izquierda conservan
todo su sentido, aunque este orwelliano de Montpellier se mofe de la
autocelebración de la izquierda como el “partido del futuro”.
Usted considera
urgente abandonar el nombre de “izquierda”, cambiar de significante para
designar a las fuerzas políticas que deberían retomar nuevamente los intereses
de la clase trabajadora… Pero, ¿con un cambio de nombre se puede resucitar a la
izquierda más allá de sus divisiones, sus fracasos y sus derivas históricas? El
problema es, además, exactamente igual por lo que respecta a la palabra
“socialismo”, que tras haber calificado la idea de ayuda obrera como en Pierre
Leroux, ha hecho todo lo contrario, hasta llegar a designar las bromas de mal
gusto de un Jack Lang en los años 80. ¿No podría verse este deseo de abolir un
nombre histórico como un eco desagradable de ese espíritu de tabla rasa que
usted denuncia, por otra parte, sin descanso?
Si
yo he llegado, siguiendo a otros como Cornelius Castoriadis y Christopher
Lasch, a cuestionar el fundamento, convertido hoy en mistificador, de la vieja
división izquierda-derecha, es simplemente en la medida en que el compromiso
histórico forjado, tras el affaire Dreyfus, entre el movimiento obrero
socialista y la izquierda liberal-republicana (ese “partido del movimiento” que
formaba parte del partido radical y de la francmasonería voltaireana que
constituían, en su época, el ala más dinámica) me parece que ahora ha agotado
todas sus virtudes positivas. En los orígenes, en efecto, se trataba solamente
de anudar una alianza defensiva contra ese enemigo común que encarnaba entonces
la omnipotente “reacción”. Dicho de otra forma, un conjunto heteróclito de
fuerzas esencialmente precapitalistas que todavía esperaban poder restaurar,
total o parcialmente, el Antiguo Régimen y, especialmente, la dominación de la
Iglesia católica sobre las instituciones y las almas. Pero esta derecha
reaccionaria, clerical y monárquica, fue definitivamente derrotada en 1945, y
sus últimos vestigios en Mayo del 68 (lo que en nuestros días se llama
“derecha” no designa, generalmente, más que a los partidarios del liberalismo
económico de Friedrich Hayek y de Milton Friedman). Privado de su enemigo
constitutivo y de los fundamentos que encarnaba (como la familia patriarcal o
la “alianza del trono y el altar”), el “partido del movimiento” se encontraba,
desde ese momento, condenado, si quería conservar su identidad inicial, a
prolongar indefinidamente su trabajo de “modernización” integral del mundo de
antes (lo que explica que, en nuestros días, “ser de izquierda” no signifique
más que la sola aptitud para anticiparse a todos los movimientos que trabajan
la sociedad capitalista moderna, ya sean o no conformes con el interés del
pueblo, o incluso de simple sentido común). Sin embargo, si los primeros socialistas
compartían con esta izquierda liberal y republicana el rechazo de todas las
instituciones opresivas y desigualitarias del Antiguo régimen, ellos no
esperaban para nada abolir el conjunto de solidaridades populares tradicionales
ni, por tanto, tampoco atacar los fundamentos mismos del “vínculo social”
(porque esto es lo que sucede ineluctablemente cuando se pretende fundar una
“sociedad moderna”, en la ignorancia de todos los datos predeterminados de la
antropología y de la psicología, sobre la única base del acuerdo privado entre
individuos supuestamente “independientes por naturaleza”). La crítica
socialista de los efectos atomizantes y humanamente destructores de la creencia
liberal según la cual el mercado y el derecho abstracto podrían llegar a
constituir, según la expresión de Jean-Baptiste Say, un «cimiento social» suficiente
(Engels escribía, en 1843, que la consecuencia última de esta lógica sería, un
día, la “disolución de la familia”), se volvió, desde ese momento, claramente
incompatible con ese culto del “movimiento” como fin en sí mismo, del que Eduard
Bernstein había formulado el principio a finales del siglo XIX proclamando que
“el objetivo final no es nada” y que “el movimiento lo es todo”. Para liquidar
esta alianza, a partir de ese momento privada de objeto, con los partidarios del
socialismo y recuperar así su independencia original, no se ocultó ya a la
“nueva izquierda” que imponer mediáticamente la idea de que toda crítica de la
economía de mercado o de la ideología de los derechos humanos (ese “pomposo
catálogo” de los derechos humanos al que Marx oponía la idea una modesta “carta
magna” susceptible de proteger realmente las libertades individuales y
colectivas fundamentales) debía necesariamente conducir al “gulag” o al “totalitarismo”.
Misión completada a finales de los años 70 por esta “nueva filosofía”
convertida, en nuestros días, en la teología oficial de la sociedad del
espectáculo. En estas condiciones, yo insisto en pensar que hoy se ha
convertido en políticamente ineficaz, incluso peligroso, continuar
reivindicando un programa de salida progresiva del capitalismo bajo el signo
exclusivo de un movimiento ideológico cuya misión emancipadora llegó a su
final, en lo esencial, el día en que la derecha reaccionaria, clerical y monárquica,
desapareció definitivamente del paisaje político. El socialismo es, por
definición, incompatible con la explotación capitalista. La izquierda,
desgraciadamente, no. Y si tantos trabajadores, autónomos o asalariados, votan
ahora a la derecha, o simplemente no votan, con frecuencia es porque han
percibido intuitivamente esta triste verdad.
Recuerda exactamente,
en su libro Los misterios de la izquierda, los numerosos crímenes cometidos por
la izquierda liberal contra el pueblo, y especialmente las dos represiones
obreras más sangrientas del siglo XIX. Pero hoy, después de que el inventario
crítico de la izquierda cultural mitterrandiana se haya banalizado, ¿no puede
admitirse que los socialistas han cambiado? Un cierto número de importantes
tomas de conciencia se han producido en sus filas. Por ejemplo, sobre el largo
abandono de la clase trabajadora. También sobre las cuestiones de seguridad,
sobre el que no puede decirse que la izquierda encarne a una fuerza permisiva y
angelical. Sin embargo, a veces da la impresión de que, para usted, la
izquierda, por principio, jamás podrá reformarse… ¿Es su sentimiento
definitivo?
Lo
que me impresiona bastante es que las cosas pasan exactamente como yo había
previsto. Desde el momento, en efecto, en que la izquierda y la derecha
acuerdan considerar la economía capitalista como el horizonte insuperable de
nuestros tiempos, era inevitable que la izquierda ―una vez ha llegado al poder
como la “única alternativa”― busca ocultar electoralmente esta complicidad
ideológica bajo la máscara volátil de las “cuestiones societales”. De ahí el
desolador espectáculo actual. Mientras que el sistema capitalista se dirige
tranquilamente hacia el iceberg, nosotros asistimos a una batalla campal
surrealista entre aquellos que tienen como única misión la de defender todas
las implicaciones antropológicas y culturales de este sistema y aquellos que
deben simular que se oponen a ellas (el postulado filosófico común a todos estos
liberales es, por supuesto, el derecho absoluto para cada cual de hacer lo que
quiera con su cuerpo y con su dinero). Pero no tengo ningún mérito en esta
previsión. Fue Guy Debord el que anunció, hace más de treinta años, que los
desarrollos futuros del capitalismo moderno encontrarían necesariamente su
coartada ideológica principal en la lucha contra “el racismo, el antimodernismo
y la homofobia” (de ahí, añadía, este “neomoralismo indignado que simulan los
actuales rebaños de la intelligentsia). En cuanto a las posturas marciales de
cierta izquierda, creo que no constituyen más que un recurso comunicativo. La
auténtica posición de izquierda sobre cuestiones de seguridad continúa siendo,
evidentemente, la de ese antiguo fan incondicional de Bernard Tapie y Edouard
Balladur que fue Christiane Taubira.
Contrariamente a
otros, lo que le mantiene hoy todavía alejado de la “izquierda de la izquierda",
de los altermundialistas y otros movimientos de indignados, no es la invocación
de un pasado totalitario en los que todavía se incluyen algunos comunistas…
Parece ser, más bien, el fondo liberal de estos movimientos: el individuo
aislado manifestando su derecho a continuar siendo un individuo aislado, como
usted lo describe. ¿No hay, sin embargo, ninguna lucha, ningún movimiento, con
el que usted sienta afinidad?
Si
admitimos que el capitalismo es hoy un hecho social total ―inseparable, a este
respecto, de una cultura y un modo de vida específicos―, está claro que las
críticas más lúcidas y más radicales de esta nueva civilización hay que
buscarlas en el lado de los partidarios del “decrecimiento”. Entendiendo por
ello, naturalmente, no un “crecimiento negativo” o una austeridad generalizada
(como nos quieren hacer creer, por ejemplo, Laurence Parisot o Najat
Vallaud-Belkacem), sino el necesario cuestionamiento de un modo de vida
alienante, fundado ―decía Marx― sobre la única necesidad de “producir por
producir y acumular por acumular”. Modo de vida forzosamente privado de todo
sentido humano real, desigualitario (puesto que la lógica de la acumulación del
capital conduce inevitablemente a la concentración de la riqueza en un polo de
la sociedad mundial y a la austeridad, incluso a la miseria, del otro polo) y,
de todas formas, imposible de universalizar sin contradicción en un mundo donde
los recursos naturales son, por definición, limitados (sabemos, por ejemplo,
que harían falta varios planetas para extender a toda la humanidad el nivel de
vida actual de la media de los Estados Unidos). Observo con interés que estas
ideas de sentido común ―aunque siempre presentadas de forma caricaturesca por
la propaganda mediática y sus falsos economistas― comienzan a ser comprendidas
por un público cada vez más amplio. Sólo deseo que no sea demasiado tarde. Nada
garantiza, en efecto, que la caída, a medio plazo inevitable, de este nuevo
imperio mundializado, vaya a dar nacimiento a una sociedad de decencia común
más que a un mundo bárbaro, policial y mafioso.
Usted se reafirma en
la idea de que el pueblo sería depositario de una common decency (expresión de Orwell) con la que habrían roto
definitivamente las élites liberales. Pero, ¿cree sinceramente que esta
decencia común es hoy la adhesión a los valores morales que definen al “pequeño
pueblo de derechas”, tal y como usted ha escrito? La desafección respecto a las
estructuras sociales tradicionales, añadida a la descristianización y al
impacto de los flujos mediáticos, fenómenos respecto a los cuales usted
describe sus efectos culturalmente catastróficos, afecta igualmente a todas las
clases. ¿no es entonces una especie de ilusión ―noble, pero inoperante― este
compromiso presentado como la única vía posible para un rearme moral y
político?
Si
todavía no hay, entre las clases populares que votan por los partidos de la
derecha, una masiva adhesión a la idea orwelliana de que “hay cosas que no
deben hacerse”, es porque los dirigentes de estos partidos están obligados a
simular, incluso a enfatizar grotescamente, su propia adhesión a los valores de
la decencia común. Aunque ellos estén íntimamente convencidos, por retomar las
palabras del ideólogo liberal Philippe Manière, que sólo el “afán de ganancia”
puede sostener “moralmente” la dinámica del capital (bajo esta perspectiva, es
ciertamente más duro ser un político de derechas que de izquierdas). Es,
además, lo que explica que el pequeño pueblo de derechas esté estructuralmente
condenado a la desesperanza política (de ahí su inclinación por el voto de
“extrema-derecha”). Como escribía el crítico radical americano Thomas Franck, este
pequeño pueblo vota por el candidato de la derecha creyendo que sólo él podrá
poner un poco de orden y de decencia en esta sociedad sin alma y, al final,
siempre se encuentra, entre otras cosas, con la privatización de la energía
eléctrica. Dicho esto, usted tiene razón. La lógica del individualismo liberal,
socavando continuamente todas las formas de solidaridad popular todavía
existentes, destruye forzosamente, del mismo golpe, el conjunto de condiciones
morales que hacen posible la revuelta anticapitalista. Esto se explica porque
el tiempo juega cada vez más en contra de la libertad y de la felicidad reales
de los individuos y de los pueblos. El exacto contrario, en suma, de la tesis
defendida por los fanáticos de la religión del progreso. ■ Fuente: Marianne