El nombre de Bérénice Levet, profesora de
Filosofía y especialista en Hannah Arendt, comienza a contar entre los
pensadores contemporáneos. Su libro Teoría
de Género o el mundo soñado de los ángeles, publicado en 2014, impresionó
en su momento. El ensayo El ocaso de los
ídolos progresistas, escrito bajo la influencia de Nietzsche, sacude
enérgicamente los cimientos del progresismo.
Entre los siguientes calificativos, ¿cuál es el que mejor la define?:
reaccionaria, antimoderna, conservadora...
Asumo con mucho gusto el de conservadora.
Esta descripción es la que designa a quien se ocupa de la necesidad humana de
continuidad, estabilidad, duración. “El conservador”, decía Thomas Mann,
“aprecia y defiende lo que se ha probado que funciona desde tiempo atrás en la
vida del ser humano”. La persona conservadora está unida a las tradiciones, los
usos y costumbres, a esa ley no escrita que está en la base de un pueblo y que
da a una nación su fisonomía particular. En este pensamiento, el ser humano es
un heredero, sabe que el mundo no empezó con él, tiene un sentido agudo de la
responsabilidad. Con el nacimiento, decía Hannah Arendt, los progenitores no
dan solamente la vida, hacen entrar al hijo en un mundo, es decir, en una forma
particular de humanidad, un mundo que ya estaba ahí antes, del que le tocará
encargarse, y que continuará después. Por lo tanto, debe responder de sus actos
ante los vivos, sus contemporáneos, pero también ante los muertos.
Quien es conservador no se deja intimidar
por el imperativo de la adaptación al ritmo del mundo. La adaptación puede que
sea la ley del ser vivo pero no es la del ser humano como tal. Antes de
adaptarse hay que apreciar, evaluar. Hannah Arendt hablaba de una “degradante
obligación de ser de su tiempo”. Ser de su tiempo es escoger el campo de los
vencedores. El conservador es un resistente, un refractario.
Conservadora, pero no reaccionaria, yo no
pienso que “antes vivíamos mejor” y no aspiro a restaurar el mundo de ayer. El
pasado nos sirve como recurso, nunca como programa. El pasado guarda tesoros
del pensamiento, maneras de ser y de sentir que queremos conservar, preservar,
hacer revivir, es decir, asegurar un futuro, pero bajo beneficio de inventario.
El conservador no hace del pasado un fetiche. No se transmite el pasado porque
ya haya sucedido, sino porque está lleno de propuestas con sentido. Debo
confesar cierta desconfianza respecto a la nostalgia, la realidad siempre está
atravesada por contradicciones. Temo que el nostálgico solo suspira por una
realidad mitificada.
Usted habla en su último ensayo sobre las necesidades antropológicas
(identidad, raíces, fronteras, etc.) descalificadas por la ideología
progresista pero reclamadas, en vano, por los pueblos. ¿Cómo va a terminar todo
esto?
Ignoro cómo puede acabar, estamos en una
transición, por ello he enmarcado mi ensayo bajo el signo del ocaso. La
elección de Macron no debe confundirnos, no es más que una continuación de la
ideología progresista y sus ídolos, nada más. El mayor pecado del pensamiento
progresista es haber concedido virtudes emancipadoras a la desafiliación, la
desidentificación religiosa, nacional, y ahora también sexuada y sexual. Pero,
lejos de haber desembocado en una orgía creadora, en una fraternidad universal,
esta filosofía ha producido individuos mutilados, zombis, personas vacías, y
unos países descompuestos y disgregados. La gran mutación antropológica está en
el desarraigo en sentido geográfico, pero también histórico. “¿Qué es la
persona sin su historia?”, preguntaba Hannah Arendt. “Un producto de la
naturaleza, nada más”.
Estamos teniendo dificultades para llegar
a una nueva etapa por las resistencias ideológicas que todavía existen y que
son un obstáculo para cualquier rearme intelectual. La élite política y
mediática sigue teniendo el monopolio de la palabra legítima y dificultades con
conceptos como el arraigo, el pasado, la nación, “puntos de dolor” por
excelencia de la conciencia progresista. La ilusión comunista tardó en
disiparse, ¿cuánto tiempo se necesitará antes de que se disipe la ilusión
progresista?
Pero los pueblos ya no se dejan intimidar
y expresan alto y fuerte su reprobación. Durante mucho tiempo han sido dóciles.
Han querido creer a los “expertos” que les prometían la “mundialización feliz”.
Y ya vamos varias décadas en las que se les ha hecho vivir en un no-mundo.
Nuestros contemporáneos aspiran a ser repatriados a su historia, su nación, a
retomar el mando [...]
En el plano económico, hay perdedores y
ganadores con la mundialización, el desarraigo, la lógica liberal-libertaria,
pero humanamente, existencialmente, solamente hay perdedores. Es ahí donde
podemos tener cierta esperanza.
En las reacciones de solidaridad que siguieron a los atentados
islamistas en Francia, usted oponía el recurso a los valores y el recurso al
patriotismo. ¿En qué basa esta oposición?
La palabra “valor” fue la campanilla
pavloviana que hicieron sonar los políticos, empezando por el Presidente de la
República. Los valores presentan una ventaja considerable: permiten no decir la
palabra “nación”. Son universales, unas abstracciones sin anclaje histórico.
Ese vocablo demuestra la entrada de nuestras élites en la era de lo
posnacional. La buena imagen que tiene este vocablo “valor”, importado de la
esfera económica a la esfera política, es reveladora del espíritu de los
tiempos. Ha sustituido al de “principio”, el cual tiene un acento demasiado
autoritario. Los valores, sin embargo, son siempre negociables, como en la
Bolsa. Estos “valores” nos dejan totalmente desarmados frente a un islam
político decidido a aniquilarnos; de hecho, los musulmanes que quieren
abiertamente su secesión de Francia aprueban gustosamente nuestros famosos
valores, el derecho a vivir como a cada uno le parece. Estamos señalados como
nación, como civilización, y es así como debemos replicar.
Usted dice, en una formulación original, que la identidad nacional es,
sobre todo, una identidad narrativa. ¿Qué quiere expresar con eso?
Tomo prestada la noción de identidad
narrativa del filósofo Paul Ricoeur. Es válida tanto para la identidad personal
como para la identidad colectiva, nacional. A diferencia de la identidad
sustancial que fija al individuo o a la nación en una identidad invariable, permite
articular la continuidad y el cambio [...] Decir de la identidad nacional que
es una identidad narrativa significa que se encarna en unos personajes, en unos
hechos importantes. Se convierte en una identidad hecha carne.
Usted concede gran importancia a las raíces cristianas de Francia y a
la antropología que resulta de ello. ¿Qué lugar le merecen las otras fuentes de
nuestra civilización?
Un lugar igual de importante. Nosotros
bebemos de las fuentes griega, romana y judeo-cristiana, que constituyen la
identidad de la civilización occidental, europea y, sobre ese fondo común, cada
uno de los pueblos europeos ha compuesto su propio modelo. Pero no es
suficiente con enunciarlas, la cuestión está en saber si les somos fieles. De
origen griego, heredera de Sócrates, Platón y Aristóteles, la civilización
europea se define como el “continente de la vida cuestionada”, según la fórmula
del filósofo checo Patocka. ¿Qué queda de todo ello? Nuestra tarea consiste en
volver a dar un sentido a esas herencias para que sean memoria viva. Recordar
de dónde venimos para cultivar nuestra excepción. El redescubrimiento de las
raíces es el instrumento esencial de la resistencia.
Usted rechaza atribuir a los efectos devastadores del capitalismo la
responsabilidad de la crisis en la educación y la transmisión. Dando prioridad
a la dimensión ideológica, ¿no tiene miedo de descuidar la importancia del
factor económico en las mutaciones que han afectado a nuestra sociedad?
No niego de ninguna forma la importancia
de las cuestiones económicas en esta crisis nuestra, pero el liberalismo y el
capitalismo no lo explican todo. Y en el caso de la crisis educativa y de
transmisión, tendería a decir que no explican nada. La economía ha tomado el
lugar que tiene porque nada se ha opuesto a ella.
La pedagogía progresista ha dado a la
lógica liberal el individuo con el que soñaba. Un individuo desligado, que
reclama continuamente productos siempre frescos, siempre nuevos, sin ningún
esfuerzo. Los progresistas han introducido en el ámbito de la cultura y de la
educación la lógica consumista: el niño debe poder relacionarse con las obras
de arte como le parezca, según sus deseos. No es el capitalismo el que impuso
el abandono del aprendizaje de memoria en la escuela. Sin embargo, una cabeza
bien llena de palabras de poetas será menos permeable al lenguaje estereotipado
y desestructurado de los medios, y mejor armada para no utilizarlo. Pero la
escuela, que ya no instruye, sino que se conforma con “sensibilizar”, tiene su
responsabilidad. El peor enemigo de la lógica consumista es aquel que tiene
ataduras con los seres y con las cosas, que tiene el sentido de la duración, de
la fidelidad, de la continuidad.
Esta acusación al capitalismo y al
mercado sirve de escapatoria a cualquier examen de conciencia. En abril de
2016, el semanario Télérama dedicaba
un suplemento a la crisis de la transmisión: “¿Queremos todavía de verdad
transmitir?”. Pregunta muy pertinente. La ocasión era estupenda para aludir a
los principios progresistas que gobiernan la educación desde los años 70. Sin
embargo, solo hablaba el filósofo Bernard Stiegler para expresar que “el
capitalismo de consumo y la data economy
destruyen los circuitos de transmisión de los saberes y nos conducen hacia una
nueva barbarie”. Que la ideología progresista haya descompuesto los cimientos
mismos de la transmisión, el espíritu creativo en la infancia, la herencia
vista como una pesada carga, la confusión transmisión/colaboración con el viejo
mundo... nada de todo esto estaba en la mente de los redactores del suplemento.
Como nos lo enseña Jean-Claude Michéa,
liberales y libertarios están unidos en una misma repugnancia por los límites o
las normas. Si unos programan la obsolescencia de los productos industriales,
los otros hacen lo mismo con nuestras costumbres, nuestras maneras de vivir. El
vocabulario es el mismo en ambos ámbitos, llegó el tiempo de la fluidez de la
identidad sexuada y sexual, proclaman encantados los progresistas. Es lo mismo
que pide el mercado.
Frente a los “deconstructores” adeptos al cuestionamiento permanente,
usted elogia los prejuicios. ¿No cae usted en la provocación antimoderna?
Yo no diría que alabo los prejuicios.
Preguntarse, cuestionar lo que recibimos pasivamente, suspender las evidencias,
todo eso está en la nobleza del ser humano. Pero devuelvo su legitimidad a los
significados heredados, transmitidos por la familia, la sociedad, de los que no
hemos sido autores y gracias a los que nos podemos orientar en el mundo. En
este sentido, los prejuicios son “estructuras de comprensión”, como lo expone
magníficamente Hans-Georg Gadamer.
Los prejuicios tienen un fundamento
antropológico. El mundo no comienza con nosotros, somos precedidos por alguien.
Mediante la transmisión de códigos, de las formas en vigor en la civilización
donde entramos, estamos liberados del peso de empezar todo como si fuese la
primera vez. Decía el filósofo Alain: “Porque hemos sido niños antes de ser
adultos, cosa que Descartes no rechazó decir, entra dentro de un orden que no
comencemos a interrogar por las cuestiones desnudas sino al contrario, que
vayamos a la cuestión ya provistos de signos, casi diríamos armados con
signos”.
Los progresistas, incapaces de expresar
gratitud, abominan en los prejuicios de las dos cosas, primero que todo nos sea
dado y, segundo, que venga del pasado. Así, descalifican y denuncian
absolutamente todo lo que ha sido pensado, concebido y juzgado antes de
nosotros. Cualquier pensamiento sobre la diferenciación de los sexos se
encuentra recalificada como sexista y los alumnos, cuando estudian los cuentos
de Grimm o de Perrault, convertidos en tribunal de delitos flagrantes de
misoginia, dominación masculina y homofobia.
El desprecio que tenemos por los
prejuicios y las costumbres tiene un aire de niños malcriados. Hacen falta
generaciones que no han conocido la guerra y sus suplicios, haber sido salvados
por la Historia trágica del siglo XX, para desconocer el sabor de las
costumbres, los ritos, los prejuicios, las representaciones venidas de la noche
de los tiempos. Es bueno releer el testimonio de aquellos que han pasado por
esas experiencias en sus carnes, el exilio forzado, para saber lo que cuesta
ser privado de todo ello.
Usted quisiera que la lengua sea declarada causa nacional y que la UE
ratifique el derecho de los pueblos a la continuidad histórica. Que sea
necesario legislar sobre ello, ¿no es revelador de la amplitud de la crisis
identitaria?
La costumbre ya no es suficiente, ha
perdido su autoridad. Yo preferiría que la costumbre sirviera para arreglar
conflictos en lugar de tener que hacer intervenir a la ley, el Consejo de
Estado y otras instancias políticas. Todo el tiempo que estuvimos seguros de
nosotros mismos, nuestras costumbres y nuestra historia guardaron un carácter
prescriptivo. Pierre Manent explica que no podemos exigir hoy nada a los
musulmanes, sobre todo en materia de visibilidad o costumbres porque no
exigimos nada en las primeras oleadas de inmigración. Pero no hay que olvidar,
como nos dice Christophe Guilluy, que los franceses figuraban como una
referencia a ojos de los recién llegados. Francia no tenía necesidad de
formular explícitamente sus códigos, a los que aquellos que llegaban debían
plegarse en el espacio público, para llegar a la aculturación. Hay que esperar
al final de los años 70 o comienzos de los 80 para que ese estatus se pierda. Y
hoy la cuestión nos desborda.
Si yo expreso el deseo de un
reconocimiento por parte de la UE de un derecho de los pueblos a perpetuarse en
su singularidad, en su genio propio, es porque esta institución trabaja para
alinear unas naciones con las otras. Pero, más ampliamente, el sentimiento de
“inseguridad cultural”, el miedo de los autóctonos a convertirse en
minoritarios o simplemente relativos (un componente más entre otras culturas) llevan
a sospechar. Pero se les reprocha ser generadores de crispación, de odio de sí
mismo, de pusilanimidad...
Esta aspiración a continuar en su genio
propio, a asegurar un futuro a la propia historia, debería ser una evidencia,
un “instinto” según palabras del gran helenista Werner Jaeger: “Por instinto,
cada pueblo que llega a cierto estadio de desarrollo se ve conducido a
practicar la educación. La educación es el medio por el cual una comunidad
salvaguarda, transmite sus caracteres físicos e intelectuales. Si el individuo
pasa, la tipología se queda”.
En cuanto a la lengua, debería volver a
ser, junto con la Historia, uno de los dos pilares de la escuela. No puede
haber pensamiento libre, crítico, sin el dominio de la lengua. Paul Valéry
invitaba a considerar los tesoros de la literatura como la “comida preferida” y
no ver esa asignatura como “una materia para hacer programas, una dosis amarga
para exámenes”.
Sus trabajos de filosofía contemplan las fuentes literarias y
artísticas. ¿Cuál es para usted la función de la obra de arte y de la
literatura, especialmente hoy? ¿Cuáles son para usted los autores
contemporáneos más importantes?
La literatura y la pintura juegan un rol
importante en mi pensamiento y en mi vida. Tengo la pasión de la lengua, de la
palabra que enuncia el hecho. Las palabras son instrumentos de percepción. Las
grandes obras son las que desvelan o revelan un aspecto desapercibido de la
realidad. Cuando abro una novela, leo un poema, examino un cuadro, dejo en el
aire todo lo que sé y escucho con atención lo que tienen de único que decirme.
Mis compañeros de pensamiento y de vida
son, primero, los clásicos: Racine, Chateaubriand, Balzac, Flaubert,
Baudelaire, Jane Austen o Conrad. Entre los contemporáneos, debo infinitamente
a Milan Kundera, Philip Roth y a Michel Houellebecq; todos prolongan la gran
tradición de la novela, mezclando arte del relato y fuerza meditativa.
Houellebecq es un extraordinario sismógrafo de las mutaciones que han afectado
a Francia y a Occidente desde los años 60, pero se equivocan quienes le reducen
a ser un novelista sociológico. Es un visionario, presiente las fuerzas que
funcionan soterradamente en nuestras sociedades y posee ese poder de revelación
que distingue a las obras importantes. Su novela Sumisión es un ejemplo muy ilustrativo. ■ Fuente: Éléments pour la civilisation européenne