España se quedó exhausta tras la doble invasión francesa de los ejércitos de la Convención y luego del Imperio napoleónico; y fue precisamente entonces cuando los pilares de la Leyenda negra antiespañola tomaron su forma definitiva. A finales del siglo XIX eran cuatro en total: el mito de un al-Ándalus pacífico y pluricultural destruido por los “bárbaros cristianos venidos del Norte”; la expulsión de los judíos; la Inquisición y la explotación de América.
El racismo científico de una buena parte de la historiografía liberal de finales del siglo XIX consideraba a los españoles como una raza irremediablemente inferior o degenerada por su contaminación semítica. Pero la novedad del romanticismo liberal fue la de suponer que era la intolerancia de los españoles hacia los judíos lo que estaba en el origen de todos los males.
De la “Hispania musulmana” diremos solamente que lo fue todo salvo el modelo de tolerancia tan alabado por los románticos del siglo XIX. Los musulmanes implantaron un régimen terrorífico que “no cesó de humillar continuamente” a judíos y cristianos (las personas interesadas pueden leer al respecto las obras de los profesores S. Fanjul, D. Fernández Morera, R. Sánchez Saus y Felipe Maíllo Salgado). Después de la Reconquista, los moriscos fueron expulsados (1568-1571) por tres razones: sus repetidas revueltas desde 1492 (sobre todo en la Alta Andalucía), su complicidad y participación en la piratería y en la penetración de los turcos y los berberiscos en territorio español y, finalmente, su colaboración y connivencia comprobadas con los protestantes de Europa y los reinos enemigos de España.
Pero fue la expulsión de los judíos lo que ha hecho correr más ríos de tinta. Paradójicamente, el antisemitismo ha estado siempre ligado a la hispanofobia. Según los lugares y las épocas, los españoles han sido siempre juzgados como muy semitas o como perseguidores de semitas. En 1492, en vísperas de la expulsión, había en España alrededor de 200 000 judíos. Más de la mitad aceptó convertirse al cristianismo; los demás, entre 80 000 y 100 000, prefirieron el exilio. Un poco menos de un tercio volvió posteriormente a España declarando haberse bautizado. Esta expulsión fue un drama social y un acto cruel, pero corresponde al historiador explicarla sin justificarla. Los judíos habían sido expulsados del Reino de Inglaterra por Eduardo I en 1290; del Reino de Francia por Felipe Augusto y Felipe IV en 1182, 1306, 1321 y 1394; del Archiducado de Austria en 1421, y de los ducados de Parma y Milán en 1488 y 1490. El caso de España no es, por lo tanto, tan singular, tan “revelador de un clima de intransigencia” como se suele decir. Muchos autores han visto en esta expulsión una calamidad socioeconómica e incluso el origen de la decadencia de España. Pero se deben relativizar los daños económicos. Los judíos más ricos decidieron mayoritariamente quedarse en España y la decadencia del Imperio español no comenzó realmente hasta doscientos años más tarde.
El otro gran tema de la propaganda antiespañola es la mitología contra el Santo Oficio. El proceso a la Inquisición ha sido siempre el mismo: una parte menor de verdad sirve para enmascarar una parte mayor de mentira. Las falsificaciones de documentos inquisitoriales no han faltado a lo largo de la historia del Santo Oficio incluso si no han sido nunca tan célebres como los Monita Secreta de los jesuitas, el Testamento de Pedro el Grande o los Protocolos de los Sabios de Sión. Nacida en el Languedoc para combatir la herejía cátara, la Inquisición quería, al principio, instaurar un procedimiento reglamentado y luchar contra la justicia expeditiva, los desórdenes públicos, los linchamientos y las ejecuciones indiscriminadas. Perseguía la herejía, pero también los crímenes o delitos como la bigamia, la prostitución, el proxenetismo, el perjurio, la violación, el abuso de menores, la falsificación de documentos y moneda, el contrabando de armas y la piratería literaria. La propaganda sobre las atrocidades de la Inquisición comenzó a desarrollarse realmente en 1548, en los Países Bajos. Pero los humanistas italianos veían ya en ella, desde sus primeros años de actividad, “la prueba irrefutable de la contaminación semítica de los españoles”.
Estudiando decenas de miles de archivos, los especialistas como Gustav Henningsen y Jaime Contreras han identificado 1346 personas condenadas por el Santo Oficio y efectivamente ejecutadas de 1540 a 1700. Estas condenas a muerte suponen el 3,5% del conjunto de las sentencias y el 1,8% de las personas ejecutadas. Otros autores elevan esta cifra a un total de 3000 (de 1478 a 1834). Entre esas víctimas, el número de los protestantes condenados a muerte entre 1520 y 1820 se eleva a 220, de los cuales doce fueron efectivamente quemados. La tortura estaba reglamentada y utilizada en 1 a 2% de los casos juzgados. La pena de muerte solo era aplicada si el hereje rechazaba arrepentirse.
La imagen del Santo Oficio que dan los medios es casi siempre una caricatura. Es la de una institución cruel, perversa y particularmente mortífera. La desproporción entre el número de muertos imputables a la Inquisición española y el atribuible a las inquisiciones protestantes es, sin embargo, enorme. Muchas menos personas murieron por herejía en España que en el resto de los países de Europa. Alrededor de 50 000 brujas fueron quemadas en Europa, la mitad en los territorios alemanes. Sin embargo, 27 brujas fueron quemadas en España. En este punto, un ejemplo llamativo merece una mención. Los años 1609-1610 fueron los de los dos grandes juicios por brujería que se desarrollaron en el País Vasco a un lado y otro de los Pirineos. Bajo órdenes de Enrique IV, el jurista Pierre de Lancre fue enviado a Bayona para purgar el territorio del Labort de brujas y brujos. Esta caza de brujas permanece todavía grabada en las memorias. Se saldó con la ejecución de sesenta personas. En España, el juicio de las brujas de Zugarramurdi, pequeño pueblo de Navarra cercano a la frontera, es el asunto más grave juzgado por la Inquisición española en materia de brujería. Veinticuatro brujas fueron condenadas a la pena capital, dieciocho fueron perdonadas por haber solicitado la misericordia del tribunal y seis fueron ejecutadas por haberla rechazado. En realidad, los teólogos españoles creían en la brujería (como los protestantes), pero no los canonistas. Estos últimos, especialistas del Derecho, no venían en ella más que el producto de espíritus desordenados o el efecto de la ignorancia.
¿Quién no conoce los grabados de Theodor De Bry ilustrando los más terribles pasajes de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas? Esta acusación del dominico español publicada primero en España (1551) y luego en Anvers (1578) mantiene un lugar central en la Leyenda negra antiespañola. Según esta última, el Descubrimiento de América no fue sino el comienzo de la conquista, expoliación y destrucción de la identidad milenaria del continente americano. La evangelización de los indios habría sido instrumentalizada y politizada por la Corona española con la colaboración activa de la Iglesia. La conquista y la evangelización por las armas no habrían tenido otros efectos que la despoblación o incluso el “genocidio” organizado. A excepción de Fray Bartolomé de las Casas, apóstol del “buen salvaje”, “precursor de los derechos humanos”, y de algunos otros defensores de la causa india, los españoles serían todos colectivamente responsables y culpables. ¿En qué quedó todo esto exactamente?
La conquista y la expansión americana están delimitadas en el tiempo por dos fechas: 1492 y 1550. Tuvo tres espacios de progresión: las Antillas (1492-1520), las grandes culturas amerindias (1520-1550), el sur de Chile (1541) y el Río de la Plata (1519-1536). En dos siglos, el número de emigrantes españoles (mujeres y hombres incluidos) no excedió de 200 000 personas según los Archivos Generales de Indias. El 16 de agosto de 1519, Hernán Cortés entró en Tlaxcalla y México-Tenochtitlán, con cuatrocientos soldados, treinta y dos caballos y seis piezas de artillería. En 1528, Pánfilo de Narváez desembarcó en Florida con trescientos hombres. En 1531, Francisco Pizarro se lanzó a la conquista del Perú a la cabeza de doscientos noventa y siete hombres. En 1540, apenas ciento cincuenta y dos hombres siguen a Pedro de Valdivia en la aventura chilena. Otros españoles descubrieron Georgia, Colorado, Oregón, Arkansas, Utah, Nevada, Kansas, Missouri, Texas, Nuevo México, Louisiana, California… En la segunda mitad del siglo XVI los exploradores españoles se volvieron hacia el Pacífico. Se exploraron las Filipinas y Manila se fundó en 1570.
Con ellos, los españoles aportaron caballos, bueyes, vacas, ovejas, cerdos y gallinas. Importan la rueda, el hierro, la carreta, la escuadra, el compás, el nivel, la balanza, la sierra, la tenaza, el tornillo, el clavo, la mecha, la lima, el cepillo, las tijeras, el pegamento, el vidrio, el cigüeñal, el remo, la vela, el timón, etc. Introdujeron igualmente la cultura del trigo, de la seda, del azúcar y de la viña. En pocos años, aclimataron todas las plantas y animales de la Península.
El “encuentro” con las “otras” culturas fue posterior al Descubrimiento. Se produjo entre veinte a cuarenta años más tarde. La América precolombina estaba todavía en el Neolítico. Un verdadero abismo cultural la separaba del continente europeo. El historiador y sociólogo argentino Enrique de Gandía recuerda que las culturas amerindias practicaban la antropofagia ritual y no ritual en más del 70% del territorio. Antes de la llegada de los españoles, el continente estaba compuesto de una serie de universos totalmente cerrados. América no existía como tal. Fue una creación de los españoles.
Jurídicamente, el Nuevo Mundo no era una colonia de España y sus habitantes indígenas eran sujetos de la Corona como los españoles de la Península. Existían oficialmente varios reinos de ultramar que eran oficialmente comparables a los de la “madre patria” en su dependencia hacia la Corona. No había estatus jurídicos diferentes entre la metrópoli y las regiones de ultramar como en el caso de las colonias europeas de los siglos XIX y XX.
El acontecimiento del Descubrimiento y de la Conquista fue tan desmesurado que se presta a una crítica injusta porque se queda incompleta. No se tiene en cuenta el hecho de que el Imperio duró tres siglos y que difirió no solamente en el tiempo sino también en el espacio. La historia de este descubrimiento y conquista está marcada por casos de crueldades y explotaciones atroces e inhumanas, pero también por formidables ejemplos de sacrificios, acciones generosas y altruistas. “La leyenda antiespañola en su versión americana” escribe el historiador protestante Pierre Chaunu, “juega [...] el rol salvador de absceso de fijación [...]. La supuesta masacre de los indios en el siglo XVI (por los españoles) cubre el objetivo masacre de la colonización en frontera en el siglo XIX [por los americanos del Norte]; la América no ibérica y Europa del Norte se liberan de sus crímenes sobre la otra América y la otra Europa”. En su Histoire de l´Amérique añade: “En los siglos XVI y XVII, España había concebido un sistema colonial que fue un modelo para las demás naciones europeas, el más respetuoso en general con la humanidad colonizada. En este punto todos los historiadores contemporáneos están de acuerdo”.
En realidad, si la monarquía española se hubiera conformado con las ideas que prevalecían en el siglo XVI en Europa del Norte, habría reducido a la esclavitud legal y efectiva a la mayoría de la población india. Al contrario, España estableció en Derecho -y subrayo, en Derecho- la libertad de los indios y no permitió la servidumbre más que con los caníbales e indígenas que se libraban a sacrificios humanos y se oponían por la fuerza a cualquier forma de educación cristiana. La Iglesia, que tomaba parte activa en la colonización y en el gobierno del Nuevo Mundo, afirmaba que el único fundamento sólido del derecho de los españoles a poseer territorios en América era su capacidad en convertir a los indios a la fe cristiana. Laicos y religiosos españoles sabían que los indios eran, como ellos, hijos de Dios, iguales ante Él en dignidad de la persona. Las diferencias no podían fundarse más que sobre circunstancias culturales particulares y siempre contingentes. Estos principios, muchas veces violados, se mantuvieron no obstante siempre en vigor. Resultó de ello una ausencia de prejuicios ante los colores que no se encontrará en la conquista de América del Norte.
La tesis materialista según la cual los españoles fueron a América exclusivamente por codicia de oro y de plata, y en absoluto por afán misionero, es falsa. El De Indianorum jure disputatione (1629) del Padre Juan de Solórzano Pereira aporta el más radical e incontestable desmentido. Lo que los reyes de España enviaron a sus virreyes es una infinidad de actos y de ordenanzas, con directivas referidas a los indios mezcladas con amenazas en caso de desobediencia. En su testamento, redactado en 1504, Isabel la Católica decía a este respecto: “[...] nuestra principal intención fue, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro sexto de buena memoria, que nos fizo la dicha concession, de procurar inducir e traher los pueblos dellas e los convertir a nuestra Santa Fe católica, e enviar a las dichas islas e tierra firme del mar Océano perlados e religiosos e clérigos e otras personas doctas e temerosas de Dios, para instruir los vezinos e moradores dellas en la Fe católica, e les enseñar e doctrinar buenas costumbres e poner en ello la diligencia debida, según como más largamente en las Letras de la dicha concessión se contiene, por ende suplico al Rey, mi Señor, mui afectuosamente, e encargo e mando a la dicha Princesa mi hija e al dicho Príncipe su marido, que ansí lo hagan e cumplan, e que este sea su principal fin, e que en ello pongan mucha diligencia, e non consientan e den lugar que los indios vezinos e moradores en las dichas Indias e tierra firme, ganadas e por ganar, reciban agravio alguno en sus personas e bienes; mas mando que sea bien e justamente tratados. E si algún agravio han rescebido, lo remedien e provean, por manera que no se exceda en cosa alguna de lo que por las Letras Apostólicas de la dicha concessión nos es inyungido e mandado”.
A decir verdad, la colonización de América provocó, desde el comienzo, fuertes críticas y la condena del clero. Los primeros misioneros alertaron a la opinión pública y a la Corona sobre los malos tratos infligidos por los colonos a los indios. Todos esos religiosos pensaban que la ley moral, inscrita en el corazón humano, era una, en todos los tiempos y en todos los lugares, y que las violaciones comprobadas debían ser sancionadas y corregidas. Personalidades eminentes combatían por la justicia en beneficio de los indios como el arzobispo de México, Juan de Zumárraga; el virrey, Juan de Palafox y Mendoza; el jesuita peruano defensor de los guaraníes, Antonio Ruiz de Montoya o el hermano dominico Antonio Montesino. Uno de los más célebres, considerado a menudo como el fundador del Derecho Internacional público, fue el dominico Francisco de Vitoria. Sus ideas inspiraron el monumento que fueron las seis mil Leyes de Indias dictadas por los reyes de España a lo largo de sus reinados. En Francia y en los países protestantes, fue durante mucho tiempo difícil, si no imposible, admitir que la élite intelectual hispánica de los siglos XVI y XVII (en su mayoría teólogos dominicos y jesuitas de la Escuela de Salamanca) habían podido elaborar teorías políticas, jurídicas y económicas en el origen de la Modernidad. Habría que esperar hasta el final del siglo XIX para que el jurista Vitoria fuera redescubierto y, cerca de tres siglos, para que el economista Joseph Schumpeter escribiera sin rodeos que los pensadores de la Escuela de Salamanca merecían el calificativo de fundadores de la economía moderna.
La actitud de la Corona española respecto a Bartolomé de las Casas es particularmente interesante por su sorprendente benevolencia. No solo el dominico no fue objeto de ninguna censura sino que, además, los ministros y consejeros del monarca redujeron a sus adversarios al silencio. Las críticas contra la acción de Las Casas cayeron en gran parte en el olvido pero no están desprovistas de razones. Las quejas contra él eran de orden teológico, sociopolítico y de comportamiento. Se reprochaba a Las Casas el haber enviado a sus colegas evangelizadores sin protección militar para hacerse devorar en Cumaná (al este de Venezuela); haber negado la amplitud del canibalismo y la antropofagia ritual y, además, haberlas justificado desde la religión; haber tratado a los “hombres polares” y a los negros como “monstruos de la naturaleza”, contradiciendo la afirmación real de la igual dignidad de las personas; haber exagerado la despoblación de la isla La Española para convencer al emperador de prohibir el sistema de la encomienda y obtener una licencia de importación de negros (Las Casas tenía a su propio servicio esclavos negros y los mantuvo hasta 1544); haber solicitado la instauración de la Inquisición en América; no haber hecho nunca el esfuerzo de aprender una lengua indígena y no haber actuado nunca concretamente sobre el terreno en favor de los indios (esa era la razón por la que uno de los más grandes evangelizadores y amigo de los indios, el franciscano Fray Toribio de Benavente, apodado Motolinia ‒”el pobre”‒ chocaba frontalmente con Las Casas). Se le acusaba también a Las Casas de haber sembrado la cizaña en su obispado de Chiapas; de haber vivido cómodamente de las ayudas de la Corona (una pensión vitalicia anual de 300 000 maravedíes le había sido acordada cuando renunció a su obispado en 1550, y aumentó a 350 000 maravedíes en 1563); finalmente, se le reprochaba haber sido el principal creador de la Leyenda negra antiespañola (los holandeses reimprimieron veintisiete veces el libro de Las Casas hasta 1648). Juzgadas triviales, personales o infundadas por los lascasianos, que las rechazan habitualmente de un manotazo, estas acusaciones siguen siendo molestas, por no decir graves.
A pesar de todas estas críticas contra Las Casas, Carlos V promovió la publicación de sus escritos. Le llamó “protector de los indios” y le nombró obispo de Chiapas (1543). Durante la “Controversia de Valladolid” (1550-1551), célebre y áspero debate sobre el “descubrimiento, la conquista, la evangelización y la colonización de los indios”, Las Casas defendía la teoría de la inocencia de los indios y llamaba a la retirada pura y simple de España de América, mientras que Juan Ginés de Sepúlveda denunciaba las prácticas de idolatría, los sacrificios humanos, el canibalismo y la inferioridad cultural de los indios y defendía un régimen de tutela o protectorado hasta su emancipación. No hubo un triunfador oficial y los dos se declararon vencedores de sus encontronazos verbales.
Bartolomé de Las Casas reconoció no haber asistido nunca en persona a las atrocidades que relataba. Solamente afirmó haber oído hablar de ellas, sin poder precisar ni dónde, ni cuándo, ni cómo se habían producido. Si se le hiciera caso, habrían sido millones y millones de muertos bajo responsabilidad de los españoles. Pero si se divide ese número de muertos por el de los españoles presentes en América, cada uno de ellos (hombres, mujeres y niños) habría matado a catorce indios al día hasta la Independencia...
La paradoja de la conquista es que, en realidad, fue menos la obra de los conquistadores españoles y más la de los pueblos indígenas dominados y deseosos de sacudirse el yugo de otros pueblos indígenas dominantes. Tiranías, guerras civiles, represiones, sacrificios humanos y antropofagia explican la actitud amistosa de numerosos pueblos indios, que fueron los aliados indefectibles de los españoles. Esos pueblos no consideraban a los españoles como unos invasores sino como unos libertadores. No se sabría explicar de otra forma los éxitos de Cortés en México o de Pizarro en Perú, mientras que disponían de minúsculos contingentes de soldados y de un material militar irrisorio.
La “dominación religiosa española” no fue tampoco lo que algunos pretenden. Los españoles enviaron al Nuevo Mundo, sobre todo, predicadores franciscanos y dominicos, dos órdenes que tenían la reputación de ser las mejor formadas y las más cultas de Europa. En su mayoría venían de las universidades de París y Salamanca. Por otra parte, los indios, considerados jurídicamente como menores, estaban exentos de toda Inquisición por la Corona.
Los miembros de la Administración estaban sujetos a exigentes procedimientos de control. Cuando un funcionario público (cualquiera que fuera su categoría, desde el virrey hasta el simple agente de policía) terminaba su tiempo de servicio, automáticamente era objeto de un “juicio de residencia”. Éste consistía en revisar su gestión, estudiar eventuales quejas contra él y, si era necesario, recibir una sanción por su acción. Hasta el siglo XVIII este juicio se realizaba en el lugar de su función y no podía marcharse hasta que no acabara el procedimiento.
En el plano económico, Alexandre Humboldt comprobó durante sus viajes que el trabajador indio de México vivía mejor que el campesino europeo. Cuando los españoles llegaron en el siglo XVI no “despojaron sistemáticamente” a los indios de sus tierras por la simple razón de que la mayor parte de esas tierras no estaba cultivada. El lascasiano Silvio Zavala, historiador y erudito mexicano, comparó cuidadosamente las encomiendas del siglo XVI con las haciendas del siglo XIX. Demostró que, en su país, las propiedades aborígenes cubrían la casi totalidad de las tierras, mientras que las parcelas concedidas a los encomenderos eran más pequeñas. Esta situación no cambió hasta el siglo XIX, después de la independencia, con la nueva explotación capitalista.
En materia de educación, Humboldt reconoció que España gastaba más dinero que cualquier otro gobierno de la época. La espada española estaba siempre acompañada de la cruz y la pluma. Los españoles abrieron veinte grandes hospitales y una cantidad muy numerosa de pequeños hospitales en el periodo que va de 1500 a 1550. Se crearon las dos primeras cátedras de Medicina en Lima en 1635 y en Bogotá en 1636 (habría que esperar a 1765 para que América del Norte hiciera algo parecido). En 1750, la biblioteca del Colegio San Pablo de Lima era la más importante de América. Contaba con más de 43 000 volúmenes mientras que la de la Universidad de Harvard tenía apenas 4000. Este colegio San Pablo se había convertido en célebre después del descubrimiento de las propiedades medicinales de la hierba o corteza del Perú, rica en quinina, por uno de sus miembros, Agostino Salumbrini. Este “polvo de los jesuitas”, introducido en Europa en 1632, se impuso finalmente incluso en los países protestantes, después de haber sido durante largo tiempo considerado por ellos como un fraude, un “engaño católico” para adueñarse de la salud de los cuerpos y las almas.
Entre 1538 y 1812, los españoles fundaron más de treinta universidades en América. En todas se enseñaban las lenguas indígenas. Los sacerdotes y los monjes predicaban o enseñaban en quechua, azteca, maya y todas las lenguas importantes, y redactaban gramáticas, diccionarios y catecismos en los diversos idiomas indígenas. La lista de los historiadores y especialistas del mundo precolombino es larga. Pero todos fueron eclipsados por el nombre del franciscano Bernardino de Sahagún, autor de obras en nahuatl, latín y español, entre las cuales su célebre Historia general de las cosas de la Nueva España. Si conocemos hoy en parte las culturas amerindias o prehispánicas se debe, esencialmente, a los testimonios de los escritores y cronistas de las Indias.
La monarquía española financió todos los gastos de evangelización, los viajes y la manutención completa de los misioneros, la creación de diócesis, y una gran parte de las construcciones de conventos e iglesias. Estos gastos enormes habrían podido financiar una “Armada Invencible” o un gran ejército europeo cada diez años.
Queda, por supuesto, el deshonor supremo: la población total de varias decenas de millones de habitantes habría sido reducida sin piedad a un tercio en menos de dos siglos. España sería culpable ante la Historia de un verdadero genocidio y debería arrepentirse. Pero la realidad no se ajusta bien a la propaganda. Es evidente que la población indígena disminuyó después de la llegada de los españoles, pero se ignora en qué proporción. Para saberlo con rigor, habría que disponer de datos demográficos creíbles de la población indígena antes de 1492, pero no es el caso. Según las diferentes escuelas, los historiadores hablan de seis a cien millones. Teniendo en cuenta el carácter rudimentario de las técnicas de agricultura y la débil capacidad alimenticia de los pueblos cazadores-recolectores, el historiador Ángel Rosenblat estima que esta población no podía sobrepasar los trece millones y medio de personas en todo el continente. La despoblación entre 1492 y 1570 se elevaría, según él, a dos millones y medio de personas.
Los especialistas están más de acuerdo en las razones de esta despoblación. Muchas veces, ésta se ha atribuido a la conquista, las guerras y la explotación española, pero fue debido sobre todo al factor microbiano o, si se prefiere, a la revolución ecológica que supuso la llegada de los europeos. Los verdaderos culpables fueron las enfermedades infecciosas contagiosas importadas del Viejo Mundo para las que los aborígenes no tenían ni defensas, ni inmunidad (se trató menos de la viruela, que ya existía entre ellos, y más de las principales enfermedades de la infancia: sarampión, varicela, rubeola, etc.). La mortalidad más fuerte no se produjo al comienzo sino a partir del final del siglo XVI, con la llegada de familias y, sobre todo, de niños. El descubrimiento de América no tuvo solo consecuencias sanitarias nefastas sobre la población del Nuevo Mundo sino también para España y Europa. La sífilis (parece ser que con un agente patógeno mutante más virulento que el conocido desde la Antigüedad) fue reexportado por América hacia Europa en el siglo XVII. Las víctimas del Viejo Continente fueron la contrapartida involuntaria e inesperada de la despoblación de los aborígenes en América. Sin embargo, mientras que España conoció tres terribles olas de la epidemia de la peste en el siglo XVII, parece que la América hispánica resistió mucho mejor a esta plaga.
La decadencia del Imperio español en el continente americano fue más tardía que en Europa. Comenzó verdaderamente a comienzos del siglo XIX. El debilitamiento progresivo del poder de la Corona hispánica estuvo acentuado por los desastres considerables provocados por la invasión y la ocupación francesa. Sublevaciones y guerras civiles estallaron en cadena en los países iberoamericanos. Estas largas guerras, de 1810 a 1825, concluyeron con la destrucción del Imperio. Han sido interpretadas como guerras de liberación nacional contra la opresión colonial por las escuelas liberales y socialistas, pero han sido también definidas como resistencias criollas y populares a la secesión, como guerras civiles que ocurrían en beneficio del Imperio británico y del mundo anglosajón. Estas guerras de independencia fueron, sobre todo, guerras entre americanos. España las dirigió con fuerzas criollas, el dinero de los criollos, el clero de los criollos y las provisiones de los criollos. Los indios y los negros eran generalmente tenaces defensores de la Monarquía española. Su actitud no se debía a la ignorancia o a la incultura sino al presentimiento de que serían más explotados como ciudadanos de repúblicas en manos de terratenientes, latifundistas y esclavistas, ayudados por miles de mercenarios extranjeros y bien financiados por Gran Bretaña, que como sujetos de la Corona española protegidos por las Leyes de Indias.
Estas guerras de independencia o secesión no tenían tampoco, al menos al comienzo, el carácter de revolución o de sublevación contra la monarquía ni contra España sino, más bien, la de lucha entre dos clanes que guerreaban por un problema de legalidad. Era la rebelión de la América hispánica contra la “anti-España centralista de los Borbones”; la rebelión de los criollos, de los descendientes de los conquistadores contra los gachupines o chapetones afrancesados (los españoles peninsulares, burócratas, arribistas y colaboradores de la Francia revolucionaria, jacobina y descristianizada). Con el riesgo de exagerar un poco diremos, en resumen, que la Conquista de América fue realizada por aborígenes con ayuda de los españoles y que la independencia fue obtenida por los criollos, hijos de los españoles, sin la ayuda de los indios.
La decadencia y el fin del Imperio español es un tema de debates y controversias interminables. Se ha puesto una serie de factores en primer plano: los impuestos excesivos en Castilla; la epidemia de peste de 1599-1600; el éxodo rural y la penuria de productos agrícolas; los enormes gastos producidos por las guerras de religión; la insuficiencia de los envíos de metales preciosos de América, que solo cubrían un cuarto de los gastos del presupuesto anual; la dependencia creciente de las importaciones llegadas del norte de Europa; etc., sin olvidar por supuesto la estocada final (la invasión, ocupación, pillajes, represalias y rapiñas) del ejército francés de Napoleón. Se ha hablado también de otros factores, mucho más fantasiosos o incluso ideológicos. Así, es divertido ver a ciertos historiadores lamentar que los españoles se hubieran opuesto a la libertad del comercio en América. Son los mismos que justifican la piratería inglesa como una actividad en favor de la libertad del comercio y que olvidan decir que, en el siglo XVIII, solo los navíos ingleses podían atracar en los puertos de América del Norte.
Conviene recordar que, a mediados del siglo XVIII, los ingleses tenían en América del Norte un ejército permanente de 100 000 hombres, mientras que el número de soldados presentes en la América Hispánica se elevaba apenas a la mitad, a 50 000 sobre un territorio veinte veces más grande y mucho más poblado. Entre los numerosos hechos ignorados o silenciados por los historiadores hispanófobos citaremos, finalmente, la expedición real filantrópica de vacunación, primera expedición internacional con ese carácter, que se desarrolló de 1803 a 1814. El médico militar Francisco Balmis había sido encargado por las autoridades españolas para llevar una campaña de vacunación de masas contra la viruela en todo el Imperio español, en América, en Filipinas y hasta en China, en la provincia de Cantón.
Dos siglos después de la independencia de los países de “América Latina”, es frecuente, por no decir habitual, leer que la colonización española es la principal responsable del retraso económico en relación a los países de América del Norte mucho más desarrollados. Se olvida sin embargo que, en el momento de la independencia, los territorios hispánicos eran mucho más prósperos que los del Norte. Las ciudades del Sur eran las más pobladas y tenían las mejores infraestructuras del continente. La decadencia económica no se produjo hasta después de la independencia de 1830. Y es en esa época en la que el imperio de Estados Unidos comenzó su periodo de expansión.
Escuchando a ciertos historiadores modernos, el Imperio español se hundió porque había sido construido, en suma, por azar y sobre malos principios. No se le ocurre a ninguno de esos doctos espíritus que la pregunta correcta no es: ¿Por qué ese Imperio se hundió? Al contrario, como lo dice tan justamente María Elvira Roca Barea, ¿por qué ese Imperio es el único imperio nacido en Europa que haya llegado a mantenerse en la estabilidad y una relativa prosperidad durante tres siglos?
Ahora vayamos a la política española de comienzos del siglo XXI. En su ensayo apasionante, ya mencionado, Nicolas Klein se pregunta si “Nuestra percepción de España [...] ¿ha cambiado verdaderamente a partir del final del régimen franquista y de la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea?”. Porque hay que constatar junto con él que no ha sido así. Con ocasión de la crisis de 2007, la prensa internacional se desató reformulando a voluntad los viejos clichés de la Leyenda negra. A pesar de la sumisión absoluta de una clase política ciega, inconsistente y gangrenada por las directivas de Bruselas, España no pudo evitar quedar marcada con el sello de la infamia. Clasificada en el grupo de los PIGS o de los GIPSY, de nuevo se vio tachada de país atrasado, extraño, surrealista, bárbaro, mitad europeo y mitad africano. Volvió a ser el “cerdo” que representaban los grabados protestantes del siglo XVII.
El argumento sin respuesta, utilizado ad nauseam, por la propaganda del mundo financiero y mediático internacional, hacía ver que los países del Norte, calvinistas y protestantes, eran los serios, trabajadores, laboriosos, exigentes con la ética, mientras que los del Sur, mayoritariamente católicos, eran los corruptos, holgazanes, malos pagadores y socios poco fiables. Los países del Norte, eficaces y con resultados, debían pagar los platos rotos de las políticas desastrosas de los países del Sur.
Diez años fueron suficientes para que, por culpa de una clase política indigna, la imagen positiva de una democracia de cuarenta años y la de un país cuyo desarrollo había sido ininterrumpido durante sesenta años, fuera profundamente alterada. En 1959, el PIB español por habitante se elevaba a 42,5% del conjunto de los doce países europeos más prósperos. En 1975, a la muerte de Franco, ya había pasado a ser el 68,3%. Entre 1961 y 1974 el crecimiento anual del PIB español había oscilado entre 3,5% y 12,8%. Después, España se había acercado de Alemania, Francia, Holanda e Italia. Entre 1975 y 2007, el PIB había aumentado de media un 2,9% por año. Después de la crisis de 2007, se hundió convirtiéndose en nulo para el conjunto del período 2008-2016 (negativo de 2009 a 2013, después, de nuevo positivo de 2014 a 2016).
La clase política española ofrece hoy en día el espectáculo desastroso de unos charlatanes, fantoches y fanáticos intransigentes que se destrozan entre ellos. No se puede ignorar su parte de responsabilidad en la desastrosa situación presente. Pero, dicho esto, conviene subrayar la sorprendente resistencia de los prejuicios, estereotipos y clichés hispanófobos que los medios internacionales revelaron después de la crisis de 2007. España fue colocada en el bando de los culpables, los PIGS. El país fue calificado de riesgo, un mal pagador, cuya deuda pública se disparó en diez años pasando de 36,3% del PIB en 2007 a 101% en 2016. Este juicio es sorprendente e inmerecido por el contraste con las lecciones de la historia europea reciente. La deuda de Alemania ha pasado sin duda de 81% del PIB a 68% en 2016, pero el mismo año los de Francia y Estados Unidos se elevaban respectivamente a 96% y 106%. Paradójicamente, España, miembro del club de los PIGS, no es un mal pagador. Su historia en el siglo XX lo demuestra. En el momento del Tratado de París (1898), los Estados Unidos le impusieron reparaciones muy duras. El país tuvo que reembolsar no solo su propia deuda sino también la de los territorios que le fueron arrancados, es decir, Cuba y Filipinas. El montante total de la deuda de España sobrepasaba entonces el 120% del PIB. Esta deuda pagada escrupulosamente no era más que el 40% del PIB en 1920. Después de la Guerra Civil, en 1939, el montante de la deuda era de nuevo enorme. Pero en 1975, tras la muerte de Franco, se elevaba apenas al 7,5% del PIB.
Los islandeses sobreendeudados en 2008 rechazaron pagar a sus acreedores extranjeros. No se les considera sin embargo malos pagadores. Los alemanes no pagaron las indemnizaciones de guerra de 1914 (después de haber renegociado la deuda varias veces) y obtuvieron préstamos y ayudas a fondo perdido después de las dos guerras mundiales. Tampoco son considerados malos pagadores. Gran Bretaña se vio obligada a pedir un préstamo urgente al FMI en plena crisis de 1976 (diez veces el PIB del país). No es considerada un mal socio o un mal pagador...
Los efectos y las consecuencias de cinco siglos de propaganda hispanofóbica pueden ser negados, ignorados, desconocidos o silenciados, pero siguen influyendo con fuerza en la percepción que, los países de Europa del Norte y de América del Norte, tienen de España. Un enorme trabajo de desmitificación queda todavía por hacer.