Desde que los ingleses se han ido expulsando ellos mismos de la Unión Europea
es bastante habitual leer artículos sobre el futuro lingüístico de Europa. El
inglés ya no puede pretender legítimamente seguir siendo la lengua de la
integración europea, pues es cierto que el Brexit
debe ser una vía de doble sentido: si los ingleses se han ido, los europeos
debemos también abandonar lo que ellos nos han dejado de más nocivo, en
particular el excesivo énfasis puesto en el comercio y el librecambio en
detrimento de la profundización política, así como el Globish, que es la forma fácil de estructurar estos intercambios en
el marco de una institución sin identidad reivindicada.
Desde que se registró el divorcio, se han escrito artículos preguntándose si Europa debería hablar alemán (¡una perspectiva prometedora a este lado del Rin!) o francés (una perspectiva igualmente prometedora al otro lado del Rin, de los Pirineos o de los Alpes (¡pretendemos creer, horresco referens, que nuestros vecinos aman a Napoleón tanto como nosotros!).
Sin embargo, se trata de una cuestión importante. La cuestión de la lengua
hablada por una entidad política es crucial. El hebreo moderno, producto de la
resurrección de una lengua que durante mucho tiempo permaneció como muerta,
acompañó la construcción de Israel. Tanto la India como Pakistán han
desarrollado dos registros lingüísticos para la lengua hindú, el primero
fuertemente impregnado de sánscrito antiguo, el otro fuertemente enriquecido
con las aportaciones persas tal y como se practicaban en la corte de los mongoles,
para estructurar respectivamente el hindi y el urdu y, más allá, la identidad
de sus países, su ideología y los elementos de un pasado común en los que han
decidido centrarse de forma diferenciada.
El latín ha estructurado las lenguas que hablamos en Europa, en su construcción
gramatical o en su léxico.
Si Europa pretende ser algún día algo más que un mercado, no puede prescindir
de esta reflexión sobre la lengua, que debe ser portadora de los principales
elementos de la identidad que pretende ser, y que contiene un pasado común. Por
ello, es natural que se plantee la cuestión del latín como lengua de sus
instituciones.
Si la conclusión no le parece natural a nuestro lector, que se pregunte qué
constituye el pasado común del corazón de este continente: verá que el Imperio romano,
el cristianismo, el pensamiento de los humanistas y la Ilustración han
contribuido a estructurarlo. Estos tres elementos fundadores (con la excepción
del pensamiento de la Ilustración) tuvieron como vehículo el latín. Esta lengua
es la de Virgilio y la de Catulo, es la de San Agustín y la de Lutero, la de Descartes,
Erasmo y Spinoza, es también la lengua de aquellos monasterios que permitieron
conservar la cultura durante las invasiones bárbaras.
El latín lleva consigo dos milenios de una cultura tan variada como sus
autores: ha sido el eslabón de una Europa de grandes mentes que, a través del
tiempo y el espacio, han debatido y disputado, pero siempre con una identidad
común como telón de fondo. El latín también ha estructurado las lenguas que hoy
hablamos en Europa, en su construcción gramatical o en su léxico: las subsume
más allá de sus particularismos.
Más allá de la cultura, está la política. El latín es la lengua de los grandes
oradores y del derecho. Es el lenguaje político por excelencia, el que ha
servido de referencia a generaciones de parlamentarios en los países (sobre
todo anglosajones) de tradición democrática, el que ha permitido formar a
generaciones enteras de políticos en la retórica, a partir de la imitación y
apropiación de los Antiguos.
Por último, es el símbolo que transmitiría una Europa que volviera a hablar en
latín, el de la fuerza, el rigor, la voluntad de poder (tema en el que Europa
ha intentado invertir recientemente y muy tímidamente), la voluntad de federar
a innumerables pueblos a su alrededor. Sería entonces la lengua de una entidad
cuya ambición no es ser un cártel de los Estados que representan, para los más
grandes, un poco más del 1% de la población mundial.
Por todas estas razones (y sin duda otras), el latín merece volver a ser la
lengua de Europa. El ejemplo israelí demuestra que es posible, siempre que
exista una fuerte voluntad, resucitar una lengua que solo tenía un uso
litúrgico, para convertirla en una lengua que consolide a una nación.
Si Europa aspira a desarrollar algún día una identidad europea más allá de las particularidades nacionales, y a ser algo más que un proveedor de subvenciones y una gran capa de normas (cosas que no criticamos en sí mismas), debe dotarse de una lengua que, a diferencia de la lengua de laboratorio, el esperanto, tenga una rica historia y refleje un legado histórico en el que los pueblos se reconozcan y bajo el que puedan prever su federación. ■ Fuente: voxnr.com
