El liberalismo es, en primer lugar, un cuestionamiento del
sistema holista que prevaleció durante la época de la cristiandad. Nacido sobre
los escombros de ésta, ha sustituido la búsqueda de la salvación y de la verdad
por el reino del derecho y del mercado.
El liberalismo es una palabra
eminentemente trampa, tanto en razón de la multiplicidad de sus campos de
aplicación (económico, político, cultural) como de la diversidad de sus
declinaciones filosóficas e históricas. Es utilizado para caracterizar tesis y
concepciones en ocasiones muy diferentes, incluso opuestas, todas ellas con un
espíritu de familia expresado en algunos principios comunes. Si añadimos que el
liberalismo se confunde con todo aquello que llamamos modernidad y, que como
tal, es uno de los elementos principales del espíritu de nuestra época, podemos
sentirnos intimidados con la idea de objetivarlo y, a fortiori, evaluarlo. Me
parece que una perspectiva pertinente es la de partir de aquello a lo que
reenvía nominalmente el liberalismo, a saber, la libertad.
Existe, en efecto, una cierta
forma de comprender y usar la libertad humana. Pero como ella precede al
surgimiento del liberalismo, hay que investigar la génesis de esta “libertad
liberal” para intentar comprenderla en relación con el contexto en el que
apareció.
Emanciparse de la verdad
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El liberalismo nace de la descomposición de la cristiandad.
Sólo una comprensión de los problemas teológicos a los que el liberalismo
pretende ser la solución permitirá, entonces, comprenderlo. La libertad
cristiana está fundada sobre la aceptación de la verdad: “La verdad os hará
libres”, dijo Jesucristo. Esta verdad está mesurada por Dios, creador del orden
natural y humano, accesible mediante la recta razón, y revelada por Cristo,
venido a aportar el auténtico bien a los hombres: la salvación. La salvación y
la verdad son comunicadas por la Iglesia, fundada sobre la autoridad misma de
Cristo, que difunde su vida misma a través del orden sacramental. La Iglesia
es, pues, mediadora de la salvación y la libertad es el fruto de la liberación
del pecado aportado por Cristo. La gracia divina permite que la libertad se
desarrolle ordenándose hacia el auténtico bien humano, ordenación fundada sobre
la obediencia a la ley natural y divina, cuya medición ejerce la Iglesia. El
liberalismo nace de la impugnación de esta mediación eclesial y en dos frentes,
religioso y político, ambos profundamente entrelazados.
Ya sea en la controversia entre
el Emperador y el Papa en el siglo XIV, en la que el franciscano Guillermo de
Occam desarrolló una doctrina que atomizaba la “res publica christiana” (nominalismo); ya sea en el siglo XVI en
los escritos de Maquiavelo criticando la injerencia del cristianismo en la vida
de la ciudad; o incluso, por supuesto, en los escritos de Lutero, que arraiga
la salvación en la certeza de la fe, es decir en la subjetividad en la que Dios
está presente sin la mediación objetiva de la jerarquía sacramental… es
precisamente la Iglesia la que es rechazada como mediadora del verdadero bien y
como rectora de la libertad. Esta contestación beneficia a lo que está a punto
de llegar, el Estado soberano. Así, se afirma el vector central de este nuevo
mundo humano liberado de la tutela eclesiástica en cuanto a la verdad y el bien
último. Ya sea en Bodin o en Hobbes, la noción moderna de soberanía es una
palanca que permite al poder político emanciparse de cualquier autoridad
espiritual, antes y superior. La voluntad de los legisladores reales de
establecer una monarquía que se pretende derivada del derecho divino es, así,
el medio más eficaz para negar su dependencia del derecho eclesiástico.
Paradójicamente, será en el devenir de este concepto de soberanía donde la
libertad va a constituirse.
El Estado y el individuo
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Desarraigada de su fundamento teológico y ontológico, la
libertad humana se estructurará en la división entre dos polos rivales, es
decir, opuestos y complementarios: el Estado y el individuo. Así, a la
soberanía del Estado en Hobbes les responderá la soberanía del individuo
propietario de sí mismo en Locke. Toda la retórica liberal se alimenta de su
rechazo al estatismo, pero la noción liberal del individuo no se constituye más
que en la matriz teológico-política del Estado moderno. Como manifiesta Pierre
Manent, el absolutismo moderno ha transformado radicalmente la autorrelación
del agente moral. Hasta entonces, la cuestión práctica se planeaba sobre las
opciones para realizar el verdadero bien en circunstancias singulares. La
virtud de la prudencia era así percibida como la llave maestra de las virtudes
morales (justicia, coraje, temperamento), que influyen en el deseo y la razón
de las personas. El Estado soberano, declarándose absoluto para relativizar
mejor a las demás autoridades, neutralizando las convicciones opuestas sobre el
bien último (la salvación) para garantizar mejor la “paz civil”, se convierte
en el foro en que actúa el agente moral. La mediación crística y eclesiástica
es sustituida por la mediación estatal. En este nuevo enfoque, el agente moral
se revela como sujeto de una acción posible. La referencia a un bien objetivo
es abandonada en beneficio de dos nuevos criterios, formales e indeterminados.
Escuchemos a Pierre Manent: «El derecho como derecho subjetivo y el interés
como interés bien comprendido son las dos grandes reglas de acción del sujeto
del Estado soberano y liberal. Y, sin embargo, no comportan ninguna
determinación práctica concreta. Todo puede devenir en materia de un derecho;
todo puede proporcionar un contenido al interés material y moral». Las
consecuencias de tal redefinición de los parámetros de acción, por tanto de la
libertad humana, van a encarnarse en las dos ciencias estrella del liberalismo:
el derecho (ciencia de la acción permitida) y la economía (ciencia de la acción
útil): el Derecho y el Mercado, condiciones generales de la acción del Estado.
La indeterminación esencial de la “libertad liberal” es el desarrollo de esta
soberanía del individuo que, a cambio, va a dotarse, por la teoría del contrato
social, de un Estado garante de sus derechos e intereses. El resultado es que
toda medida objetiva de la libertad ha sido perdida. Cada uno podrá afirmar que
tal o cual es, para él, la medida objetiva, pero esta objetividad se encierra
en la esfera subjetiva individual o colectiva (en el caso de la mayoría),
situando a la libertad como punto central en torno al cual gira todo el mundo.
La destrucción de los cuerpos intermedios
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Los
liberales pueden así vilipendiar al Estado, a menudo con razón, pero no pueden
prescindir de él, porque el Estado, legitimado por el mito del contrato y de la
soberanía popular, es el que permite que las libertades individuales puedan
liberarse de los vínculos constitutivos de la naturaleza humana. ¿No es el
Estado revolucionario el que destruyó las corporaciones profesionales,
expresión de la inclinación natural a asociarse y a cooperar en búsqueda de un
bien colectivo? Tal es también la lógica de las leyes permisivas que, desde
hace décadas, buscan destruir el orden familiar en nombre de la libre
disposición de sí mismo. Guste o no, los liberales y el Estado-providencia son
objetivamente aliados para promover un mundo en el que la libertad del
individuo está desligada por naturaleza de todo bien. Negando el arraigo de la
libertad humana en un orden natural que la perfecciona, el liberalismo,
cualesquiera que sean sus matices, presupone una visión constructivista del
mundo humano. En efecto, corresponde a la libertad humana determinar sus
finalidades y, desde ese momento, ninguna finalidad puede ser declarada
objetiva y universalmente buena, salvo haciendo posible la coexistencia de
finalidades diversas, incluso opuestas. Esta finalidad puramente formal,
inversión del bien común, es el vector de la descomposición de las sociedades
humanas. ◼ Fuente: L´Incorrect