La introducción del pasaporte sanitario suscita en muchas personas el sentimiento de una profunda ruptura en materia de libertades públicas. Esta tiene dos aspectos: primero, un cierre del espacio público, del que algunos estarán excluidos por razón de un criterio médico. Después, una privatización del control, puesto que todo el mundo controlará a todo el mundo: la empresa a sus empleados; el restaurante a sus clientes; una pareja que se case a sus invitados.
Una vez superada la estupefacción, es fácil ver que esta sociedad de la vigilancia no es tan nueva. Ya se viene incubando y progresando desde hace años. La vigilancia acentuada de la expresión en las redes sociales, de la que es una muestra la supresión de cuentas y de mensajes publicados, obedece a la misma lógica: cierre del espacio público, ya que es la supresión pura y simple de los medios de expresión a los que molestan; privatización de los controles, delegados en plataformas digitales y a los especialistas en “señalamientos” de todo tipo. El mismo mecanismo se ve también en el movimiento indigenista, en el de los “sleeping giants” o en la ideología “woke”. En cada uno de ellos, la forma de actuar se basa en la acción privada de militantes que hacen desaparecer del espacio público a cualquier persona que no les convenga.
Un cambio en la naturaleza del espacio público
Cuando avanza, la sociedad de vigilancia procede en esencia de un cambio de naturaleza del espacio público: la posibilidad de una vida social normal está condicionada a la conformidad con una norma abstracta, más o menos arbitraria, de naturaleza jurídica o moral. Y se convierte en invisibles a aquellos que no se pliegan, quedando relegados al margen, ahí donde no se les vea ya más. El espacio público debe convertirse en un espacio de homogeneidad.
Si esta lógica debería preocupar es porque quebranta uno de los legados plurimilenarios de nuestra civilización, a saber, una concepción específicamente europea de la libertad. Desde la Antigüedad hasta la Modernidad, autores tan diversos como Aristóteles (en su Política) o Montesquieu (en sus Cartas persas) opusieron la libertad de los territorios de Europa a lo que llamaban un “despotismo oriental”. Su sentimiento no era en nada diferente al de muchos europeos actuales, cuando observan con circunspección el sistema de “crédito social” puesto en marcha por China, en el que la ciudadanía es constantemente rastreada y evaluada, en función de su comportamiento en los transportes, de la devolución de sus deudas, etc., y pueden encontrarse en una “lista negra”, excluidos del ámbito público e incluso de toda vida social. Si puede parecer a veces simple, la oposición entre la libertad de los europeos y el “despotismo oriental” tiene, por lo menos, una virtud: nos dice algo sobre la manera en la que los pueblos europeos se representan a sí mismos desde sus orígenes.
¿Cuál es esta concepción europea de la libertad? El punto fundamental es que la libertad –de existir en la vida pública, de expresar una opinión– no está definida en función de criterios jurídicos, sino de criterios políticos. Así, en Europa, tradicionalmente no es la conformidad a una regla de derecho abstracta lo que hace libre, sino siempre la pertenencia a un pueblo, y el arraigo a una tierra. En el mundo de las ciudades griegas antiguas, la libertad no es nunca algo absoluto. Es el correlato de la ciudadanía política: en Atenas, se es libre, en primer lugar, porque se es ateniense. Si un ateniense puede participar en la vida pública de su ciudad, y expresar sus opiniones diferentes, no es porque se le permite todo a todos sino porque la cortapisa es de otra naturaleza: no es una regla dada desde el exterior, sino un arraigo sustancial. En otras palabras, los vínculos propiamente políticos son la condición primera de la libertad. Lo mismo prevalece en el mundo de las comunidades medievales, ya sea en las libertades de las comunas o en las de las cofradías religiosas o de oficios. Las libertades están siempre relacionadas con lazos comunitarios particulares: por el hecho de ser de una ciudad o de una corporación, se tienen algunas prerrogativas en el espacio público (ejercer un oficio, etc.). Libertad y unidad de la comunidad son indisociables.
Una conmoción civilizacional que viene de lejos
En la época moderna, dos fuerzas empujan al abandono de esta concepción política de libertad. Primero, el avance en la “lógica de los derechos”, salida de la Ilustración, retomada por la Revolución francesa, que empuja a inscribir en la ley un número siempre creciente de derechos abstractos. Esta lógica desconecta la atribución de derechos individuales de cualquier pertenencia política (esos derechos valen “para todos”) y, sobre todo, nos acostumbran a pensar las libertades como algo que se concede mediante un texto de ley lejano y abstracto, ahí donde teníamos por costumbre pensarlas como el resultado de una práctica política particular en el seno de una comunidad histórica. En segundo lugar, la gran mezcla de pueblos desde hace décadas ha tendido a fracturar los sentimientos de pertenencia política para reducir la ciudadanía a un estatus jurídico, es decir, también en un espacio encorsetado por el “derecho”.
La sociedad de vigilancia que se está poniendo en marcha en el mundo postCovid acelera esta disociación de la libertad y de la pertenencia comunitaria. Algunas personas han expresado que, a partir de ahora, será más fácil vivir sin papeles que sin pasaporte sanitario. Puede que no sea solo una ocurrencia sino la culminación de una lógica que minusvalora la pertenencia para no pensar la libertad más que como conformidad a una norma lo más abstracta posible. Aquellas personas que sean “libres” mañana no serán las propias del lugar sino aquellas que, vengan de donde vengan, tendrán un código QR cuya autenticidad podrá ser comprobada. En esto consiste el gran cambio civilizacional. Fuente: www.revue-elements.com