El liberalismo no ha cumplido su promesa de una feliz
mundialización, puesto que ha incrementado las desigualdades en el seno de las
poblaciones. Es urgente regular una ideología que se ha instalado en la locura
a base de ignorar toda noción de límite.
La mundialización se dirigía a
poner el mundo en relación, en todos los dominios, con la liberalización de los
intercambios. Que los capitales, las mercancías, las personas, las
informaciones, las técnicas, circulasen y así el mundo sería mejor. ¿La
promesa? Una “feliz mundialización”. El mundo se ha convertido en un mundo de
transacciones, pero se ha desencantado: la mundialización ha conducido a la
humanidad a la pérdida de sus referencias. Incluyendo las de un liberalismo
económico que ha traicionado todos los valores originales, los de la “mano
invisible” de Adam Smith, por ejemplo, por la cual el individuo, “persiguiendo
su propio interés” hace “avanzar a la sociedad más eficazmente”. Estamos muy
lejos de todo esto.
La mundialización del crecimiento de las desigualdades
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Que mundialización y liberalismo siempre son vistos como
sinónimos se ha convertido en un hecho discutible. Sin embargo, no cabe duda de
que la voluntad de desarrollar una economía mundial es totalmente un objetivo
liberal. Ello debería, por extensión del crecimiento, haber provocado un
enriquecimiento generalizado y la difusión del modelo de democracia liberal.
Pero ¿cuál ha sido el resultado? Desde el año 2000, el 1% de los individuos más
ricos del mundo ha compartido el 50% del aumento global de la riqueza y la
mitad de los seres humanos no reciben ningún beneficio de este aumento global
de la riqueza. Sólo en 2017, este 1% de las personas más ricas del mundo se
repartía el 82% del crecimiento. Hoy, ocho personas poseen tanto como la mitad
del total de los seres humanos. Al ritmo que va la mundialización, el planeta
contará con su primer “supermillardario” hacia 2050, dicho de otra forma, el primer
humano en ver cómo su patrimonio personal supera el billón de dólares. Salvo
mala fe, ninguna de estas cifras nos recuerda a Adam Smith, Mandeville o Hayek;
no es necesario ser liberal para admitirlo: los pensadores del liberalismo
serían los primeros en sentirse traicionados por una mundialización que produce
un nuevo millardario cada dos días y una oligarquía apátrida.
¿La mundialización o la última utopía progresista frustrada?
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Según Macron, se aproxima un enfrentamiento entre, según su
vocabulario, el “progresismo”, los partidarios de la mundialización ‒ciegos
ante cualquier desregulación‒ y los “nacionalistas”, el Mal, de tal forma que
él piensa que “el nacionalismo es la guerra”. Como si el “progreso” fuera
garantía de paz. Hay, en esta forma binaria de concebir el mundo, mucho de
inquietante… y de sectario y “gnóstico”, en el sentido en que lo entendía el
pensador conservador Éric Voegelin. La voluntad mundialista de conformar un
mundo distinto al mundo real es, en efecto, “gnóstica”, como cualquier forma de
“progresismo” ideologizado y movido por dos ejes identificables: la
insatisfacción ante lo que es, la idea de que esta realidad resultaría en una
organización nefasta, que los hombres tendrían la capacidad de cambiarla, que
nuestra salvación sería posible “aquí y ahora” a través de la transformación
radical de la naturaleza humana (pensamos en términos de bioética) y de las
estructuras de la realidad, que esta transformación reposaría sobre la voluntad
de un pequeño grupo de “elegidos”, hombres que creen en la inevitabilidad de su
rol. Estas son las seis características de la “gnosis” política, según
Voegelin. La certidumbre de que el camino es conocido y de que el camino es el
único posible. Una secta. Un camino hacia la tragedia, en realidad. ¿Quién no
reconoce aquí el mundo contemporáneo?
Por un conservadurismo liberal
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¿Este
dibujo es demasiado sombrío? Se afirma con frecuencia que la mundialización ha
aumentado sensiblemente el nivel de vida de los humanos en los dos últimos
siglos. Exacto. Pero, ¿a qué precio? Junto a la industrialización, la ideología
del crecimiento y la del progreso, la mundialización desemboca, después de un
siglo XX inhumano, en un mundo al borde del precipicio. ¿Qué es, entonces, esta
“aldea global”? Un mundo cuyos mecanismos económicos están al borde de la
ruptura al menor golpe del viento, donde la finanza se ha convertido en un
ídolo, donde el capital y el trabajo ya no tienen sentido, que desprecia las
identidades, y donde nuestro ecosistema, la naturaleza y la vida están
amenazadas sin que la secta de los “elegidos” tome conciencia de ellos, etc.
¿Qué “altermundialismo” necesitamos, salvo un retorno al orden? A un
liberalismo cuya función es la de ordenar el sistema económico mundial, como lo
contemplaba el ordoliberalismo conservador de Wilhelm Röpke, por ejemplo; que
estemos o no de acuerdo con las concepciones liberales no es la cuestión. Un
liberalismo ordenado, portando en sí mismo su ética de la responsabilidad e
imponiendo prudencia a la mundialización, en su sentido griego antiguo. Una tal
mesura no puede venir más que de la reafirmación política de la necesidad de un
conservadurismo ante todo concebido como un estado de espíritu ético. El mundo,
la mundialización, el liberalismo, la naturaleza y nuestras vidas tienen
necesidad de un aliento conservador, no un retorno sin más, que sería
reaccionario, sino un avance en forma de salvaguardia hacia el futuro, teniendo
como líneas la preocupación de la tradición, de la autoridad fundada sobre el
consentimiento, del ordenamiento razonado de las posibilidades, del respeto de
lo existente, de lo que es y, sobre todo, de la toma de conciencia de la
realidad y de sus límites. No, el hombre no tiene derecho a todo; tiene, más
bien, el deber con todo, comenzando por el deber de conservar lo que le ha sido
legado. Ser conservador, hoy, se ha convertido en un deber y la urgencia
política pragmática apela a la puesta en marcha de un conservadurismo liberal
ordenado a escala mundial. La clave es la apuesta por un “bien común”. ◼ Fuente: L´Incorrect