Hace
unas décadas la Unión europea constituía, en esencia, la esperanza para muchos
europeos de ver cómo una Europa concebida sobre sus antiguas naciones podía
convertirse en una potencia política, económica y militar sin parangón en la
historia. Hoy, esos mismos europeos comprueban como esa ingenua esperanza se ha
convertido en un monstruo tecnoburocrático, vector principal de la
globalización neoliberal, que sustrae la soberanía de sus pueblos para
devolvérsela, no en forma de beneficios, sino de precariedad, desempleo,
conflicto social, desindustrialización, déficit democrático y pérdida de
identidad.
Esos europeos desencantados no han dejado de ser europeístas, por
más que los medios los califiquen de “euroescépticos” o incluso de “eurófobos”,
simplemente ya no creen en el futuro del monstruo europeo de Bruselas, y desean
volver a su identidad como pueblo y a su nación soberana, de ahí el
calificativo de “soberanistas” (*).
Y razones no les faltan.
El
campo de los “soberanistas”, de los “identitarios”, que ahora también se
agrupan bajo la denominación de “civilizacionistas” y de “iliberales”, al
menos, están de acuerdo en lo esencial: los defectos intrínsecos de la Unión
europea sólo podrán ser corregidos mediante un puro y simple retorno a la
soberanía nacional. Esta vía, generalmente aderezada con una hostilidad
palpable hacia la mundialización liberal y a la hegemonía norteamericana,
seduce a una franja nada despreciable de la opinión pública. Y es necesario
reconocer que los soberanistas a veces encuentran a sus mejores aliados en el
seno de una tecnocracia europea cuya obsesión reglamentaria, insignificancia
política y legalismo moralizante se ofrece como una presa fácil.
De
esta manera, los soberanistas le reprochan a Europa su ausencia de voluntad
política, que se traduce en la inexistencia de una defensa y una diplomacia
comunes, así como en una incertidumbre en cuanto a los objetivos fundamentales
de la Unión. La UE debería operar con el voto unánime del conjunto de sus
miembros, pero esta exigencia podría conducir a la impotencia política de la
confederación de Estados-nación. No cabe duda de que debe existir una instancia
superior que arbitre los “egoísmos nacionales”. Pero ¿cuál?, ¿a qué entidad
dotar de soberanía europea sin detrimento de las soberanías nacionales que
persiga el “bien común” europeo?
No,
desde luego, el monstruo tecnocrático y burocrático que actualmente encarna la
UE, un aparato alejado de los pueblos, que sufre un profundo y crónico déficit
democrático, vampirizado por una Comisión que ejerce poderes exorbitantes fuera
de todo control político. Nos dijeron que en la UE regía el principio de
subsidiariedad. No es cierto. Todo lo que la UE se apropia de los Estados no lo
devuelve en ninguna contrapartida, antes al contrario, sólo retornan ciertas
competencias que se delegan hacia las regiones (sean socioeconómicas,
etnolingüísticas o geopolíticas), despojando a las naciones de su derecho a
decidir.
Es
cierto, además, que la construcción europea ha debilitado a los grandes
Estados-nación como Francia, Italia y España, en detrimento de la prepotencia
de Alemania. Era previsible: no existiendo una auténtica confederación de
Estados, la Unión debía desembocar inexorablemente en la supremacía germánica. Y
las sucesivas ampliaciones hacia la Europa central y oriental no han hecho más
que agravar esta tendencia: los antiguos satélites comunistas son, hoy,
auténticas colonias industriales y comerciales de Alemania. Por no hablar de la
implantación del euro sobre la base de criterios de convergencia inspirados en
el “marco alemán” a situaciones económicas muy dispares. Pero al otro lado del
Rin, los soberanistas alemanes esgrimen la misma queja, a saber, que la UE
disuelve la nación alemana y la debilita económicamente al asumir la mayor
contribución financiera a la Unión. Otros, cada día menos, consideran que
rechazar la Unión para retornar a los Estados-nación implicaría privar a los
europeos del marco indispensable para su soberanía e independencia en un mundo
multipolar, incluso para la afirmación de sus identidades regionales,
nacionales y europeas, amenazadas con su disolución en un mercado planetario.
Mientras tanto, vemos cómo la UE se ha convertido en uno de los principales
agentes de la mundialización.
Si
bien la Europa “perfecta” no existe, eso no es una razón para evitar
perfeccionarla. ¿En qué direcciones?
Europa
debe, ante todo, conciliar el poder y la identidad, es decir, dotarse de todos
los medios para la lucha económica, comercial, tecnológica y militar, sin
producir por ello una sociedad de masas indiferenciadas. Contrariamente al
modelo anglosajón, nuestro continente ha sabido, en otros momentos, desarrollar
fórmulas económicas que no se inspiran en un liberalismo puro y duro, basado en
la desregulación sistemática de los intercambios: el modelo colbertista francés
(relanzamiento voluntarista mediante el Estado), el modelo cooperativo alemán
(economía social de mercado), el modelo reticular lombardo, flamenco y
hanseático (tejido de pequeñas empresas familiares competitivas), etc. En el
plano interior, el “modelo social europeo”, actualmente en deconstrucción, se
inspiraba en el rechazo a la “ley de la jungla” neoliberal, en el sentido de
una progresión simultánea de la competitividad y de la equidad, de la voluntad
y de la libertad, de la eficacia y de la solidaridad. En el plano exterior,
Europa debe tener la vocación de restablecer la “preferencia comunitaria”,
abandonada por el tratado de Maastricht, mientras que todos sus competidores
practican el proteccionismo de manera abierta o disimulada. Esta reforma
debería acompañarse de un sometimiento impositivo a los movimientos de
capitales especulativos en la frontera europea, cuyas facturas podrían nutrir los
fondos estructurales de redistribución del presupuesto confederal
(principalmente, con el objetivo de amortiguar los “choques asimétricos”
provocados por la unificación monetaria). Europa, finalmente, debe hacer notar
su peso para imponer, en materia ecológica, medidas de represalia contra los
países contaminantes, con los Estados Unidos a la cabeza, que, a falta de
árbitros indiscutibles, torpedean cualquier decisión que tenga por objetivo
regular un industrialismo descontrolado y un consumismo desenfrenado. Para
ello, la Unión será, tarde o temprano, llamada a proponer a sus ciudadanos una
«carta magna europea», en lugar de tratados ilegibles, dando prioridad a la
legitimidad democrática sobre la confiscación tecnocrática.
Finalmente,
Europa ha de conciliar la unidad y la diversidad, es decir, adquirir una
conciencia común con vocación universal que no sea la negación de los arraigos
particulares. La idea de una “nación europea” homogénea contradice la
especificidad misma de nuestro continente. En el mapa mundial, Europa se
distingue, en efecto, por su extraordinaria y plural densidad. En ninguna otra
parte se halla reunida, en tan poco espacio, semejante variedad de lenguas,
costumbres, folclores, paisajes, tipos antropológicos, estilos arquitectónicos,
formas religiosas. En ninguna otra parte se han visto superpuestos, con tal
riqueza, los estratos de diez mil años de una historia en permanente
metamorfosis. Esta floración de formas culturales que sin cesar han sido
transmitidas, comparadas, modificadas y meditadas, ha definido los contornos
singulares del espíritu europeo.
Queremos,
como señalaba Jérôme Clément, reivindicar la Europa cultural, y quererla en un
sentido abiertamente ofensivo: «Es oponiéndose a los demás como los europeos se
expresan más claramente. Sin embargo, los términos del combate son, en este
aspecto, radicales: la amenaza de disolución, incluso de desaparición de
nuestras identidades nacionales y de nuestra identidad común europea es algo muy
serio». Decía Charles Champetier: «Cuando las élites europeas del mañana estén
convencidas de esta anormalidad, entonces Europa podrá finalmente nacer por sí
misma sobre las ruinas de Occidente».
(*) El soberanismo, en el resto de
Europa, no es concebido para definir las reivindicaciones independentistas de
ciertas regiones, al contrario, define la posición de los defensores del
Estado-nación frente a la disolvente Unión europea y también frente a las
aspiraciones separatistas de algunas regiones.