Por una Europa de naciones soberanas, por Jesús Sebastián Lorente


Hace unas décadas la Unión europea constituía, en esencia, la esperanza para muchos europeos de ver cómo una Europa concebida sobre sus antiguas naciones podía convertirse en una potencia política, económica y militar sin parangón en la historia. Hoy, esos mismos europeos comprueban como esa ingenua esperanza se ha convertido en un monstruo tecnoburocrático, vector principal de la globalización neoliberal, que sustrae la soberanía de sus pueblos para devolvérsela, no en forma de beneficios, sino de precariedad, desempleo, conflicto social, desindustrialización, déficit democrático y pérdida de identidad. 

Esos europeos desencantados no han dejado de ser europeístas, por más que los medios los califiquen de “euroescépticos” o incluso de “eurófobos”, simplemente ya no creen en el futuro del monstruo europeo de Bruselas, y desean volver a su identidad como pueblo y a su nación soberana, de ahí el calificativo de “soberanistas” (*). Y razones no les faltan.

El campo de los “soberanistas”, de los “identitarios”, que ahora también se agrupan bajo la denominación de “civilizacionistas” y de “iliberales”, al menos, están de acuerdo en lo esencial: los defectos intrínsecos de la Unión europea sólo podrán ser corregidos mediante un puro y simple retorno a la soberanía nacional. Esta vía, generalmente aderezada con una hostilidad palpable hacia la mundialización liberal y a la hegemonía norteamericana, seduce a una franja nada despreciable de la opinión pública. Y es necesario reconocer que los soberanistas a veces encuentran a sus mejores aliados en el seno de una tecnocracia europea cuya obsesión reglamentaria, insignificancia política y legalismo moralizante se ofrece como una presa fácil.

De esta manera, los soberanistas le reprochan a Europa su ausencia de voluntad política, que se traduce en la inexistencia de una defensa y una diplomacia comunes, así como en una incertidumbre en cuanto a los objetivos fundamentales de la Unión. La UE debería operar con el voto unánime del conjunto de sus miembros, pero esta exigencia podría conducir a la impotencia política de la confederación de Estados-nación. No cabe duda de que debe existir una instancia superior que arbitre los “egoísmos nacionales”. Pero ¿cuál?, ¿a qué entidad dotar de soberanía europea sin detrimento de las soberanías nacionales que persiga el “bien común” europeo?

No, desde luego, el monstruo tecnocrático y burocrático que actualmente encarna la UE, un aparato alejado de los pueblos, que sufre un profundo y crónico déficit democrático, vampirizado por una Comisión que ejerce poderes exorbitantes fuera de todo control político. Nos dijeron que en la UE regía el principio de subsidiariedad. No es cierto. Todo lo que la UE se apropia de los Estados no lo devuelve en ninguna contrapartida, antes al contrario, sólo retornan ciertas competencias que se delegan hacia las regiones (sean socioeconómicas, etnolingüísticas o geopolíticas), despojando a las naciones de su derecho a decidir.

Es cierto, además, que la construcción europea ha debilitado a los grandes Estados-nación como Francia, Italia y España, en detrimento de la prepotencia de Alemania. Era previsible: no existiendo una auténtica confederación de Estados, la Unión debía desembocar inexorablemente en la supremacía germánica. Y las sucesivas ampliaciones hacia la Europa central y oriental no han hecho más que agravar esta tendencia: los antiguos satélites comunistas son, hoy, auténticas colonias industriales y comerciales de Alemania. Por no hablar de la implantación del euro sobre la base de criterios de convergencia inspirados en el “marco alemán” a situaciones económicas muy dispares. Pero al otro lado del Rin, los soberanistas alemanes esgrimen la misma queja, a saber, que la UE disuelve la nación alemana y la debilita económicamente al asumir la mayor contribución financiera a la Unión. Otros, cada día menos, consideran que rechazar la Unión para retornar a los Estados-nación implicaría privar a los europeos del marco indispensable para su soberanía e independencia en un mundo multipolar, incluso para la afirmación de sus identidades regionales, nacionales y europeas, amenazadas con su disolución en un mercado planetario. Mientras tanto, vemos cómo la UE se ha convertido en uno de los principales agentes de la mundialización.

Si bien la Europa “perfecta” no existe, eso no es una razón para evitar perfeccionarla. ¿En qué direcciones?

Europa debe, ante todo, conciliar el poder y la identidad, es decir, dotarse de todos los medios para la lucha económica, comercial, tecnológica y militar, sin producir por ello una sociedad de masas indiferenciadas. Contrariamente al modelo anglosajón, nuestro continente ha sabido, en otros momentos, desarrollar fórmulas económicas que no se inspiran en un liberalismo puro y duro, basado en la desregulación sistemática de los intercambios: el modelo colbertista francés (relanzamiento voluntarista mediante el Estado), el modelo cooperativo alemán (economía social de mercado), el modelo reticular lombardo, flamenco y hanseático (tejido de pequeñas empresas familiares competitivas), etc. En el plano interior, el “modelo social europeo”, actualmente en deconstrucción, se inspiraba en el rechazo a la “ley de la jungla” neoliberal, en el sentido de una progresión simultánea de la competitividad y de la equidad, de la voluntad y de la libertad, de la eficacia y de la solidaridad. En el plano exterior, Europa debe tener la vocación de restablecer la “preferencia comunitaria”, abandonada por el tratado de Maastricht, mientras que todos sus competidores practican el proteccionismo de manera abierta o disimulada. Esta reforma debería acompañarse de un sometimiento impositivo a los movimientos de capitales especulativos en la frontera europea, cuyas facturas podrían nutrir los fondos estructurales de redistribución del presupuesto confederal (principalmente, con el objetivo de amortiguar los “choques asimétricos” provocados por la unificación monetaria). Europa, finalmente, debe hacer notar su peso para imponer, en materia ecológica, medidas de represalia contra los países contaminantes, con los Estados Unidos a la cabeza, que, a falta de árbitros indiscutibles, torpedean cualquier decisión que tenga por objetivo regular un industrialismo descontrolado y un consumismo desenfrenado. Para ello, la Unión será, tarde o temprano, llamada a proponer a sus ciudadanos una «carta magna europea», en lugar de tratados ilegibles, dando prioridad a la legitimidad democrática sobre la confiscación tecnocrática.

Finalmente, Europa ha de conciliar la unidad y la diversidad, es decir, adquirir una conciencia común con vocación universal que no sea la negación de los arraigos particulares. La idea de una “nación europea” homogénea contradice la especificidad misma de nuestro continente. En el mapa mundial, Europa se distingue, en efecto, por su extraordinaria y plural densidad. En ninguna otra parte se halla reunida, en tan poco espacio, semejante variedad de lenguas, costumbres, folclores, paisajes, tipos antropológicos, estilos arquitectónicos, formas religiosas. En ninguna otra parte se han visto superpuestos, con tal riqueza, los estratos de diez mil años de una historia en permanente metamorfosis. Esta floración de formas culturales que sin cesar han sido transmitidas, comparadas, modificadas y meditadas, ha definido los contornos singulares del espíritu europeo.

Queremos, como señalaba Jérôme Clément, reivindicar la Europa cultural, y quererla en un sentido abiertamente ofensivo: «Es oponiéndose a los demás como los europeos se expresan más claramente. Sin embargo, los términos del combate son, en este aspecto, radicales: la amenaza de disolución, incluso de desaparición de nuestras identidades nacionales y de nuestra identidad común europea es algo muy serio». Decía Charles Champetier: «Cuando las élites europeas del mañana estén convencidas de esta anormalidad, entonces Europa podrá finalmente nacer por sí misma sobre las ruinas de Occidente».

(*) El soberanismo, en el resto de Europa, no es concebido para definir las reivindicaciones independentistas de ciertas regiones, al contrario, define la posición de los defensores del Estado-nación frente a la disolvente Unión europea y también frente a las aspiraciones separatistas de algunas regiones.