Gérard
Dussouy, economista y politólogo, profesor emérito de la universidad
Montesquieu de Burdeos y especialista en geopolítica, es autor del libro Contra la Europa de Bruselas, fundar un
Estado europeo, una síntesis sobre la necesidad de una nueva Europa.
La Unión
europea está a la deriva. Comienza a plantearse la cuestión de su posible
final, a través de las dificultades recurrentes de la zona euro y la ineficacia
de sus principales engranajes. ¿El repliegue sobre sus viejas naciones sería la
tabla de salvación de una desafortunada experiencia que se ha agotado por ir
contra el sentido de la historia? Ciertamente no, cuando constatamos que todos
los países europeos presentan, en diversos grados, el mismo síndrome
característico del fin del ciclo civilizacional. Más que nunca, el único
recurso es la construcción de un Estado europeo, por y para los pueblos de
Europa.
La convergencia de las crisis
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Mientras la
historia ha entrado en la era planetaria e inmensas transformaciones están en
trance de producirse, las carencias y los impasses
se acumulan respecto a Europa.
Con la
probable agravación de la recesión, por múltiples razones (peso de la deuda
soberana y de la fiscalidad, envejecimiento, anemia del crecimiento,
exacerbación de la competencia internacional, deflación salarial) y a fortiori,
en caso de tránsito hacia una depresión de larga duración (crecimiento negativo
y disminución del PIB), se prevén bastantes conflictos políticos: lucha por el
empleo y distribución de los ingresos, revuelta en los barrios periféricos
contra la supresión de las ayudas sociales, conflictos intergeneracionales
sobre los pensiones y los impuestos, conflictos entre poblaciones de distintos
orígenes étnicos, e incluso reivindicaciones en términos de creencias, reglas
de vida y de organización social.
Será un
período de tensiones y de enfrentamientos, de esencia a la vez social y
societal, que podría afectar a varias generaciones. Todo esto corre el riesgo
de desembocar, en diversos grados y según modalidades diferentes en función de
cada país europeo, en una “guerra de los treinta años” en la que se mezclarán
claves políticas, sociales y religiosas.
La Europa marginalizada
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Al mismo
tiempo, todas las tendencias actuales confirman nuestra hipótesis: el
desplazamiento del centro de gravedad mundial hacia el “gran océano”, es decir,
el espacio marítimo formado por la reunión del océano Pacífico y el océano
Índico; mientras, los grandes espacios de potencia, en particular el de Eurasia
del este, devienen en los actores principales de la política mundial. Con dos
corolarios: la formación del duopolio Estados Unidos/China-India y la
marginación en curso de Europa. La crisis abierta en 2008 acelera este cambio
radical.
La necesidad vital de un Estado
europeo
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¿Cuáles son
los pesos que gravan, y gravarán en el futuro, a los diferentes Estados
europeos frente al Estado norteamericano, el chino, el indio? ¿Cómo pueden los
europeos abordar los desafíos de la gobernanza mundial sin un centro de
decisión política único? Aferrándose al obsoleto dogma de la “soberanía
nacional”, porque ya está superado por la realidad de los poderes mundiales,
los europeos añaden al “síndrome romano”, que les afecta a todos, el “síndrome
bizantino”, que les hace impotentes. Si entendemos esto, la suma de los
conflictos simbólicos que dividieron Constantinopla, aparece por todas partes.
Desprovista
de un verdadero poder ejecutivo y de toda estrategia comunitaria, salvo lo que
impone la Organización mundial del comercio, y que responde a la lógica de la
mundialización, la Unión europea actúa sobre los acontecimientos, evitando los
más problemáticos, pero sin jamás anticiparse a los mismos. Es un poco como
Blancanieves (es decir, la Comisión europea, que siempre sueña, ingenuamente,
con una feliz mundialización), incapaz de comprender y de reaccionar con
prontitud. Cuando la UE logra tomar alcanzar o detener una decisión es después
de un largo proceso pleno de caprichosas estibaciones y milagrosos
acomodamientos.
La
supranacionalidad es, por lo tanto, la primera cuestión planteada. Porque nunca
existirá “una Europa”, potencia internacional garante de la supervivencia de
las naciones culturales que engloba en tanto no exista un Estado europeo.
Frente a la
situación de crisis y frente al endurecimiento de las relaciones
internacionales, paralelamente a las realidades sociales, demográficas, los
conflictos energéticos, las tensiones político-culturales de todo tipo, los
pueblos europeos deben dotarse de un Estado único, voluntarista y pragmático.
Patriotismo geográfico y
construcción europea
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La
construcción europea ha sido hasta ahora una construcción realizada desde
arriba, es decir, por los Estados y mediante los tratados que firman entre
ellos. Y la explicación convencional es que no podría ser de otra forma a causa
del etnocentrismo de cada pueblo. Sin embargo, podemos creer en la posibilidad
de una construcción desde abajo, bajo la forma de una reanudación de un
fenómeno de demanda de los movimientos ciudadanos convencidos de que su
prosperidad, su seguridad y su identidad, no pueden ser ya garantizados sino
por un potente Estado europeo. Pero, ¿por qué esos movimientos ciudadanos han
de aparecer en Europa? Porque en la era de las amenazas globales, que sumergen
a todos los pueblos europeos en una crisis existencial, éstos cada vez se
aproximan más, pese a la reciente historia que les enfrentó a unos contra
otros, por sus orígenes antropológicos y por su pasado común civilizacional. En
la “guerra sin guerra” tan característica de la nueva escena internacional,
tomados aisladamente, los pueblos europeos son vulnerables. La geografía, la
cultural y la civilización les llaman a reunirse, a solidarizarse. Sólo un
“patriotismo geográfico” de los europeos puede relanzar la construcción
europea, porque sin renunciar a sus respectivas y antiguas identidades, ello
afirmaría la voluntad de vivir en común del conjunto de los pueblos y haría
valer las herencias y tradiciones que todos los miembros del continente
comparten.
Un cambio de paradigma
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La crisis
actual es menos coyuntural que estructural. La cuestión que hoy se plantea,
entonces, es menos saber cómo evitar la depresión económica, sabiendo que los
gobiernos europeos no están decididos a cuestionar el paradigma ultraliberal, y
que van a proseguir con los mismos errores, sino de saber cómo salir hacia
adelante sin producir un deterioro dramático de las sociedades europeas.
La solución
no está, ciertamente, en el repliegue nacional, en un cada cual por su lado que
abriría la guerra de las divisas en Europa para el único provecho de Estados
Unidos y de los especuladores financieros (esta es la razón por la se creó, en
primer lugar, el sistema monetario europeo y, sólo después, el euro), y que
resultaría más penalizador en razón de la interdependencia de las economías
europeas (sólo el comercio intraeuropeo representa el 20% del comercio
mundial). La solución está, al contrario, en la reactivación del proyecto de
unificación y autonomización de Europa.
Será, en
fin, la edificación de un Estado europeo que disponga de una masa crítica y de
una autonomía de decisión suficientes para garantizar los intereses y las
identidades de los pueblos europeos que quieran participar en su construcción.
Será,
concomitantemente, un cambio de paradigma a fin de que la conducta de Europa
sea puesta en contacto con la realidad del mundo. La cual no es la del “dulce
comercio” y la “prosperidad compartida”, ni la de la armonía del mundo en el
cosmopolitismo. A la lógica dogmática y suicida del ultraliberalismo
multilateral, se trata de oponerle el pragmático paradigma del neomercantilismo
regionalizado que mira la organización de los intercambios regulados (merced a
un proteccionismo flexible y adaptable) entre las dispares grandes zonas
económicas del planeta.
¿Quién
puede llevar a cabo tal proyecto? Por supuesto, ni aquellos que se adhieren a
la ideología dominante, mundialista, ya sea porque tienen intereses en la
misma, ya sea porque se inhiben o se resignan. Tampoco, por aquellos que
imaginan poder resistir solos a la tectónica geopolítica del mundo imbuidos por
una soberanía ficticia.
Será
únicamente, por consiguiente, un movimiento o un partido de vanguardia, que
retome la utopía de los Padres Fundadores, si bien aportando respuestas
racionales a los desafíos que asaltan a la vieja Europa. Este movimiento será
susceptible de federar a los movimientos populares que ya han comenzado a
manifestarse a través de todo el continente y que no dejarán de crecer durante
la larga depresión que se avecina.
Crisis sistémica
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Para
convencerse de la necesidad de un Estado europeo, federal por supuesto,
identitario y neomercantilista, hay que tomar medida de la crisis sistémica,
casi existencial, en la que están entrando las naciones europeas, y tomar
conciencia de la nueva configuración geopolítica mundial que “provincializa” o
“marginaliza” a los Estados europeos.
La crisis
multidimensional de las naciones europeas. En diferentes grados, las naciones
europeas están marcadas por el “síndrome romano” porque se encuentran en crisis
a todos los niveles y planos (demográfico, económico, simbólico y cultural)
hasta el punto de que están amenazadas por un declive irremediable.
Crisis
financiera y monetaria: la más inmediata, marcada por las crisis bancarias y la
de la zona euro. Ella revela y deriva de una crisis estructural: la crisis del
endeudamiento, la deuda soberana y las deudas domésticas.
Crisis
económica y social: además de los efectos inducidos por la primera sobre la
economía real (crisis de liquidez, del crédito), es consecuencia, sobre todo,
de la desindustrialización, de la competencia de los países con bajos salarios
que afecta incluso a la agricultura y al artesanado. Ello explica el gravísimo
problema del empleo, en particular entre los jóvenes, la pauperización en
marcha y la agravación de las desigualdades sociales. En el fondo, pero a otra
escala, es el escenario que conoció Gran Bretaña en el curso del siglo XX,
donde el éxito de la City ocultó, durante mucho tiempo, la pobreza y la
degradación de las condiciones de vida de las clases populares urbanas.
Crisis
demográfica: sin duda la más grave, porque amenaza todo el edificio económico y
social, porque plantea el problema de las relaciones intergeneracionales
(equilibrio de empleo, ingresos y pensiones). Mientras tanto, en el plano
internacional, como ya constatamos, Europa va a sufrir la pesada presión de los
desequilibrios demográficos que caracterizan sus confines africanos (ribera
mediterránea) y asiáticos (especialmente Turquía).
Crisis
social: consecutiva a lo que un politólogo denomina púdicamente “la
repoblación” de Europa por poblaciones alógenas, no-europeas, y que se traduce
en la instalación del comunitarismo, la fragmentación del territorio en
espacios segregativos. Y, para terminar, por señalar la analogía con Roma, el
cuestionamiento del “culto del emperador”, es decir, de los símbolos y normas
de la República o de cualquier otra tradición política nacional.
La
marginalización de las potencias europeas. La globalización engendra un cambio
radical de la geopolítica mundial que se explica por tres mutaciones del
poder.
Transformación
del poder. Teniendo cuidado de no tener por obsoletos el poder militar y la
coerción, hay que remarcar otras dos formas de poder que se han convertido en
determinantes. El poder económico, evidentemente, tanto en su dimensión
material como financiera. Y el poder productivo, es decir, la capacidad de una
nación, de una sociedad o de una religión, de generar sus propias normas,
valores, para al final, imponer su visión al resto del mundo. Está ligada
parcialmente con la economía, los “medias” (formación de los espíritus) y con
la demografía. En tiempos de la hegemonía norteamericana, los occidentales
(incluyendo las instituciones europeas) han pensado que, gracias a esta
potencia productiva, podían homogeneizar el mundo según sus reglas, modelarlo a
su imagen y semejanza. Pero chocan hoy con los mundos de Confucio y de Mahoma.
Transición
del poder. Este es el fenómeno de las potencias emergentes que vienen a
competir con las potencias consolidadas e instaladas, pudiendo llegar a
desafiar su liderazgo. Esta transición puede llegar a ser un momento peligroso
en la historia, como fue el caso a finales del siglo XIX, cuando Inglaterra
aceptó de mal grado la emergencia de la potencia alemana.
Translación
del poder. Un nuevo mapa del mundo, centrado sobre el norte del Pacífico, está
en trance de dibujarse. Es la traducción del aumento en potencia del Asia
oriental (China, Indica, Corea del sur, Japón) y de la formación del duopolio,
más o menos restringido, de USA-China. En cualquier caso, esto significa
también la marginalización de las naciones europeas, bloqueadas por sus
etnocentrismos.
La única respuesta posible
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Un nuevo
mundo se está organizando, en el cual cada uno de los Estados europeos se
encuentra estructuralmente superado. Y, por supuesto, cada cual, por sí solo,
no está en condiciones de influir en el curso de la historia, o simplemente de
liberarse de las restricciones de un sistema económico mundial que es la causa
de sus reveses sociales y societales.
La
necesidad de un centro de decisión único en Europa se ha convertido en una
evidencia necesaria. Las tribulaciones de la gobernanza intergubernamental,
siempre detrás de la batalla, incapaz de anticiparse a las crisis y los
acontecimientos, como hemos podido constatar, son las mejores pruebas de ello.
¿Cómo tomar decisiones eficaces, como detener una estrategia inconveniente,
cuando se necesita el acuerdo de 28 gobiernos y la ratificación de 28
parlamentos? ¿Cómo tomar en serio a los Estados Unidos que, dicho sea de paso,
siempre han disfrutado con esta situación, o a China, ese monolito
superpoblado?
La
construcción de una Europa política, bajo la forma de un Estado digno de ese
nombre, descompuesta desde hace décadas, es una medida de primera urgencia. Es
previa a la resolución de las dificultades de todo orden a las que se enfrentan
los europeos, y en un primer tiempo, a la perennización de la zona euro, cuyo
futuro será, como advierten los buenos economistas, o la federalización o la
implosión.
Esta
perspectiva plantea en conjunto dos cuestiones:
1ª. Las
fronteras de Europa que están en función de su geografía y de su civilización.
Es un asunto de los europeos, que tienen sus respectivas identidades y que se
dividen en varias culturas, pero que todas derivan del mismo sustrato histórico
y civilizacional. Desde esta consideración, el Atlántico, el Mediterráneo, el
Mar negro (aunque Constantinopla ocupa un alto lugar en la civilización
europea, parece ya que pertenece a un mundo distinto y que la hemos perdido
para siempre) y el Cáucaso, se nos representan como sus fronteras naturales. En
el Este, Europa podrá algún día extenderse hasta el Pacífico si Rusia decide
unirse. Lo cual es altamente deseable por razones geoestratégicas y de
seguridad energética.
2ª. La
heterogeneidad económica y social que causa problemas dentro de la zona euro
(divergencia comercial entre Alemania y otros cuatro socios, por un lado, y
todos los demás, por el otro) y entre la mitad occidental y la mitad oriental
de la Unión europea (fuertes disparidades regionales en términos de nivel de
vida y costes de producción). De ahí la ausencia de cohesión, pese a la
política comunitaria del mismo nombre, que afecta a la percepción que tienen
unos europeos respecto a los otros y, en consecuencia, respecto a sus mutuas
relaciones.
Para
resolver este último problema, al mismo tiempo que todas las dificultades
económicas actuales y por venir, y que resulta imposible en una Europa expuesta
a la competencia con otros países donde los costes de producción son ridículos,
se impone un cambio de régimen y de política económica. Se trata de reencontrar
los medios para un crecimiento endógeno, de detener la deflación salarial y de
crear empleo, pues de lo contrario los pueblos europeos se empobrecerán y sus
deudas jamás podrán ser reembolsadas. Un relanzamiento de tipo keynesiano debe
ser considerado, pero a escala europea y en el marco de una economía
autocentrada que no beneficie sólo a las exportaciones de países
extraeuropeos.
Un
crecimiento más endógeno pasa por la denuncia del multilateralismo liberal en
vigor, el cual tiende a liquidar todas las barreras aduaneras cualesquiera que
sean las disparidades sociales de los socios. Concebible a escala de un gran
espacio, como el del continente europeo (sobre todo, incluyendo a Rusia), no
implica sin más el recurso a un proteccionismo sistemático (al estilo del de
Jules Méline), sino la sustitución del multilateralismo (al estilo de la
Organización mundial del comercio), mediante el restablecimiento de ciertas
tasas y los acuerdos bilaterales interzonas. Es esta regulación del mercado
internacional por la política, en virtud de los intereses europeos, económicos
y sociales, pero también de otra naturaleza, que podemos calificar como
neomercantilista.
La búsqueda
de la cohesión del Estado europeo, teniendo en cuenta la diversidad cultural y
lingüística de las poblaciones del continente, no puede concebirse sino dentro
de una estructura federativa y descentralizada. La cuestión es la siguiente: a
qué nivel, nacional o regional. La opinión mayoritaria está a favor de una
federación de Estados (los Estados Unidos de Europa). Esta opción tiene el
defecto de conservar las fuertes disparidades políticas existentes entre
unidades de dimensiones desiguales. Y, por consiguiente, de mantener los
reflejos nacionalistas. Un federalismo regional (mediante la transposición del
modelo federal alemán al resto de Europa) sería más pertinente, sobre todo
considerando la posibilidad de confederaciones regionales culturales para
tratar ciertas cuestiones como la de la educación y la enseñanza, o la del
desarrollo.
La
reanudación de la construcción política de Europa, si tiene lugar, requerirá
que innovemos sobre muchos planos, porque la empresa es compleja. Por ejemplo,
en el nivel de la comunicación, tan difícil entre los pueblos europeos y, sin
duda, en el origen de la indiferencia que experimentan los unos hacia los
otros, como lo muestran diversos estudios, sería necesario que un día se
enseñara, simultáneamente a la lengua materna, una lengua común. La cual, por
otra parte, no puede ser el inglés, que sea convertido en la lengua de la
globalización.
En fin, en
cuanto a esta nueva y eventual marcha hacia la unidad de Europa, sus
modalidades y sus etapas dependerán de la historia que queda por escribir.
Un partido de vanguardia
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En
cualquier caso, la reescritura de su historia, respecto a la cual han perdido
el control, por parte de los europeos, dependerá de concienciación o no de su
comunidad de destino por los pueblos europeos. Porque la alternativa es hacerse
cargo, en común, de su futuro, lo que implicará, desde luego, y necesariamente,
afrontar revisiones y modificaciones desgarradoras, que será posible con
ocasión de una crisis de larga duración, o su definitivo debilitamiento y
posterior disolución en un magma planetario dominado por dos o tres Estados
gigantes y un oligopolio financiero.
En lo inmediato,
las turbulencias engendradas por la mundialización son bastante fuertes como
para provocar el surgimiento de movimientos populares y arrastrar el voto
populista por toda Europa. Queda movilizar también una auténtica opinión
pública europea, sobre la base de intereses comunes (defensa del nivel de vida,
del empleo, de las identidades, etc.) y con el objetivo de imponer a los
diferentes gobiernos, incluida la comisión europea, el indispensable cambio de
paradigma. A saber, el rechazo de la ideología liberal mundialista en favor de
una pragmática salvaguardia de los legítimos intereses de las poblaciones de
Europa.
Sin duda,
para lograr esto deberá surgir un partido de vanguardia, suerte de
prefiguración de la nueva Europa. Supranacional, sería susceptible de federar a
todas las fuerzas contestatarias que se van creando para formar una nueva
dinámica europea a partir de un proyecto de reapropiación democrática y
federativa del destino de los pueblos del viejo continente.