La legitimidad de la Unión europea. La objeción democrática, por Éric Maulin


El argumento del déficit democrático es la objeción más fuerte que se dirige a la Unión europea, puesto que hoy es ampliamente admitido que la legitimidad procede, en última instancia, de la soberanía del pueblo y de la nación. Este argumento, sin embargo, tiene una parte remarcablemente equívoca, en tanto que reenvía a una concepción mítica y no a una realización de la democracia.

Si pensamos, con Rousseau, que la voluntad del pueblo no puede representarse, entonces los Estados que componen la Unión europea no son más democráticos que esta última. Si, por el contrario, aceptamos el principio de la representación, entonces la Unión europea no es menos democrática que los Estados miembros. El análisis institucional no permite, por sí mismo, comprender el déficit democrático. Hay que añadirle un análisis de la relación del pueblo con el conjunto de las élites que se expresan en su nombre, y plantear la cuestión de su solidaridad de destino. Cuando las élites adoptan mayoritariamente los valores de la mundialización, entonces el pueblo tiene el sentimiento de ser la víctima, porque no aparecen más que como oligarquías solamente preocupadas por asegurar su dominio. La ruptura de este vínculo de confianza, más que la sola organización institucional de la democracia, induce el sentimiento de un déficit democrático. Si la democracia formal continúa funcionando cuando se ha roto ese vínculo de confianza entre el pueblo y las élites, entonces entramos en un sistema que bien puede denominarse como “postdemocrático”, ya que las instituciones de la democracia siguen funcionando sin el pueblo.

El mito del déficit democrático
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El argumento del déficit democrático de la Unión europea puede tomar múltiples significaciones, en ocasiones contradictorias, que hay que comenzar por desembrollar. En su sentido más literal, la democracia es el poder que el pueblo ejerce directamente, adoptando por sí mismo sus leyes y confiando a los gobernantes situados directamente bajo su control el cuidado de ponerlas en práctica. Es sólo en este sentido que existe, según Rousseau, una auténtica democracia, es decir, un régimen donde el ejercicio de la soberanía no está mediatizado por los representantes. La teoría más importante de la democracia, "El contrato social" de Rousseau, se inscribe en el núcleo de su sistema el carácter irrepresentable de la soberanía del pueblo. Sin embargo, es interesante señalar que los revolucionarios franceses, igual que los revolucionarios americanos, proclamaban la era de la soberanía popular o nacional pronunciándose explícitamente contra el régimen democrático y a favor del régimen representativo. Así, la adopción del sufragio universal democratizó la elección de los representantes, pero jamás cuestionó el principio de la representación. Todas las grandes democracias actuales están construidas sobre el principio representativo de la voluntad popular, es decir, que en el sentido rousseauniano del término, no serían auténticas democracias. La Unión europea no es, pues, menos democrática que los Estados que la componen.

Aparecida en el siglo XIX, y nacida de la combinación de ideas democráticas e ideas liberales, inicialmente opuestas, la democracia representativa es el sistema en el cual el pueblo elije por sufragio universal a los representantes encargados de votar las leyes, el presupuesto y, llegado el caso, de controlar la acción del gobierno. La democracia representativa toma principalmente dos formas, la del régimen presidencial americano y la del régimen parlamentario europeo. Hoy en día, todos los Estados miembros de la Unión europea son democracias parlamentarias. Pero las comunidades europeas no fueron concebidas, en su origen, sobre el modelo del régimen parlamentario, de tal forma que toda transferencia de competencias desde un Estado hacia las comunidades europeas, provoca una pérdida de capacidad de los parlamentarios nacionales, elegidos por sufragio universal, para legislar asuntos propios, que no es compensado por la acción de ninguna institución europea democrática. Es a este fenómeno de pérdida de poder de un parlamento elegido por sufragio universal al que se califica de déficit democrático.

Reformas incumplidas
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En 1976, los jefes de Estado y de gobierno reunidos en Bruselas tomaron la decisión de elegir a los parlamentarios europeos por sufragio universal. Esta reforma fue puesta en práctica, por primera vez, en 1979. Era insuficiente. El legislador europeo no era el Parlamento europeo sino el consejo de ministros de las comunidades europeas (después de la Unión europea), es decir, la reunión de los ministros de los diferentes Estados, por sectores de competencias, en Bruselas. Señalar, sin embargo, que siendo todos los Estados miembros de la UE democracias parlamentarias, cada ministro con plaza en el Consejo de la UE era responsable sólo ante su parlamento nacional. El órgano legislativo de la UE no es más que una emanación de la voluntad de los gobiernos de los Estados democráticos.

A partir de 1992, con el tratado de Maastricht, y después con los tratados de Ámsterdam (1997), Niza (2000) y Lisboa (2007), los poderes del Parlamento europeo han aumentado constantemente, de suerte que se ha convertido, en numerosas materias, en un verdadero colegislador. Por otra parte, la Comisión europea es responsable ante él y sólo él puede revocarla (lo que nunca ha hecho), exactamente como un gobierno nacional puede ser destituido por un parlamento nacional. A fin de perfeccionar esta evolución, se propuso, en 2004, en el tratado que establecía una Constitución europea, introducir los conceptos y el vocabulario constitucionales en la designación de las competencias de los distintos órganos de la UE y permitir así al Parlamento europeo votar auténticas leyes europeas. La organización de los poderes en la UE se aproximaría así claramente al de los Estados parlamentarios miembros. Sin embargo, paralelamente a este tropismo parlamentario, el Parlamento europeo no es colegislador en todos los dominios competenciales de la Unión. Si el tratado de Lisboa hizo del Parlamento europeo un colegislador por principio, junto al Consejo de ministros de la UE, aquel continúa, sin embargo, sin ninguna competencia en materia diplomática o en asuntos extranjeros. Además, el Parlamento europeo, a diferencia de los parlamentos nacionales, no dispone de iniciativa legislativa. No puede sino solicitar a la Comisión europea la adopción de iniciativas, la cual es libre de seguir o no sus recomendaciones. No dispone, pues, más que de una facultad de súplica, a imagen de la que existía en las antiguas monarquías parlamentarias del siglo XIX.

Democracia parlamentaria
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Si asociamos la democracia a la democracia parlamentaria, existe entonces un claro déficit democrático de la Unión europea en relación con los Estados miembros, en el sentido de que la UE no es (al menos, todavía) una democracia parlamentaria, a diferencia de los Estados que la componen. Esta última figura, aparecida desde finales del siglo XVIII, garantiza la protección de las libertades individuales y los derechos fundamentales. Esta concepción de la democracia, de inspiración fundamentalmente liberal, privilegia la libertad de los individuos por encima de la comunidad. Se ha convertido en un auténtico estándar europeo de la sociedad democrática, un derecho constitucional europeo común. La democracia ya no es comprendida como la expresión de la voluntad popular, sino como la garantía de los derechos fundamentales, especialmente de los derechos ligados al carácter multicultural de la sociedad civil. La garantía de los derechos individuales por el Juez prima sobre la garantía de la voluntad del pueblo expresada en el Parlamento. El juez se convierte en el principal actor de esta nueva concepción de la democracia. La democracia es así pura y simplemente asimilada a los derechos humanos.

Respecto a esta concepción de la democracia, se puede considerar que la construcción europea generaría un déficit de protección de los derechos fundamentales. En efecto, en los Estados, la acción de los parlamentos nacionales está limitada por los derechos constitucionalmente protegidos, pero cuando los Estados transfieren competencias al legislador europeo, estos límites constitucionales no se imponen al mismo. Durante mucho tiempo, no existían límites equivalentes en el orden jurídico europeo a los existentes en los órdenes jurídicos nacionales. A fin de remediar este déficit de protección de los derechos fundamentales, el Tribunal de Justicia de la UE ha desarrollado una audaz jurisprudencia, confiriendo a los derechos individuales el valor de principios generales de la Unión. Pero la solución sólo podía ser temporal. En junio de 1999, el Consejo europeo de Colonia recogió estos derechos fundamentales en vigor, a nivel de la UE, en una Carta de derechos fundamentales solemnemente proclamada en Niza en 2000, e insertada en el tratado de Lisboa en 2007. La UE, por otra parte, está adherida, intuitu personae, a la Convención europea de derechos humanos, garantizando así una doble protección de estos derechos. Hoy, la UE ofrece una garantía de los derechos fundamentales equivalente a la que podemos encontrar en los diferentes Estados miembros, de tal suerte que, sobre este punto, no hay “déficit democrático”.

Este breve examen de las diferentes significaciones de la expresión “déficit democrático” nos muestra que este déficit es formalmente bastante débil. Se puede así extraer la conclusión, con Andrew Moravczik, que el pretendido déficit democrático de la UE es un mito, o bien juzgar que un análisis puramente institucional es incapaz de revelarlo.

El sentimiento de un déficit democrático es, en gran medida, la consecuencia de la desubstancialización de la idea nacional y de la incapacidad de suscitar la idea de un pueblo o de una nación europea. Cuando la comunidad no es más que una multitud en disolución, cada cual persigue su interés y su apetito. Las élites se transforman en oligarquías, cuyos intereses se convierten en el de las poblaciones que las han elegido, las cuales, a su vez, pierden el sentido de solidaridad entre sus intereses. La anomia social, la pérdida de sentido de la comunidad y la pérdida de confianza en las élites, son las principales causas del déficit democrático. Diversos factores contribuyen a ello. La Unión europea ampliada, por ejemplo, sin que sea la causa principal.

El Estado de Derecho sin el pueblo
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Un primer factor de disolución de los vínculos comunitarios es consustancial a la antropología liberal en la medida en que ésta reduce al individuo a ser una “máquina deseante” en busca de satisfacciones individuales. En su gran obra clásica, Comunidad y sociedad, Ferdinand Tönnies analizaba ya en profundidad la principal mutación antropológica que transforma las comunidades orgánicas en sociedades contractuales. Louis Dumont, por su parte, ha mostrado que esta transformación, inédita en la historia de la humanidad, es el resultado del desarrollo del individualismo. Más recientemente, los trabajos de Frédéric Lordon han renovado el estudio de la antropología liberal interpretándola con ayuda de conceptos de la filosofía spinoziana, como el “conatus”, es decir, la tendencia fundamental de los individuos a perseverar en su existencia optimizando sus posibilidades de éxito. Esta revolución comienza bien entrado el siglo XX con los grandes movimientos “emancipadores” de los años 60, freudo-nietzscheanos, que celebran la desterritorialización y la soberanía del individuo. La protección de la libertad individual, el reconocimiento del valor absoluto de la dignidad de la persona, independientemente de todo contexto, otorgó a esta antropología liberal una expresión jurídica incompatible con la idea de un derecho del pueblo sobre los miembros que lo componen.

Los crímenes de Europa
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Un segundo factor de déficit democrático reside en el declive de la idea de nación. La nación es una institución imaginaria. Lo que no quiere decir que no exista, sino que no es una esencia, sino el producto de una cultura, de una historia, a veces también de una lengua, que son institucionalizadas por las élites sociales. La nación presenta una cierta unidad cuando el pueblo se reconoce en una historia concebida como un gran relato nacional, con sus grandes hombres, sus héroes, sus epopeyas, sus valores nacionales. Es la historia encantada que suelda la comunidad en el sentimiento de un destino común, las genealogías, más o menos imaginarias, que proporcionan a los individuos el sentimiento de su proximidad, la identificación de los enemigos que los reúne en las ligas de amistad y camaradería. Genera así una religión civil, es decir, un conjunto de creencias, de ritos, de símbolos, que permiten a los ciudadanos situarse en el tiempo y en el espacio y comprender el sentido de su pertenencia a la comunidad. Los pueblos son grandes “porque están llenos de prejuicios”; cuando dejan de tenerlos “dejan de ser naciones”. Desde el fin de la Segunda guerra mundial y, más todavía, después de la descolonización, asistimos a una gran empresa de deconstrucción de la historia de las naciones sobre un modo a la vez hipercrítico y repetitivo, y fundamentalmente con un carácter de arrepentimiento. Esta disposición es propia de toda Europa. Jean-François Mattei muestra claramente cómo Europa se encuentra hoy en una posición de "acusada", muy frecuente en el sentimiento de los propios europeos. Se imputa a Europa todo tipo de crímenes, incluso por el mero hecho de haber existido. Pierre Le Vigan sostiene que si Europa no existe políticamente, como un pueblo, es porque «para existir es necesario ser portador de una cierta idea de sí mismo. Pero Europa se ve, en primer lugar, como universalista. Su única identidad sería la de ser el receptáculo de las identidades de los otros. Se celebra todo lo que no es nuestro». El déficit democrático en la UE se nos aparece aquí como un déficit de identidad consecutivo a la incapacidad para afirmar otros valores que no sean el de la tolerancia, el de la relatividad y el de la diversidad de los valores, y finalmente también, de la reducción del sistema de valores a este adagio de apariencia kantiana: «no defiendas tus valores más que en la medida en que sean compatibles con la posibilidad para los demás de defender sus propios valores».

La doctrina del patriotismo constitucional
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La construcción europea ratifica, amplifica y promueve la idea de una ciudadanía europea que no está articulada por ningún pueblo europeo. Jürgen Habermas vio en esta construcción jurídica la realización de la idea de “patriotismo constitucional” en una democracia finalmente desembarazada de los oropeles de la nación. La interpretación de Habermas es impugnable porque la ciudadanía europea continúa estando articulada en las respectivas nacionalidades de los Estados miembros. Sin embargo, es reveladora de un esfuerzo por pensar la democracia sin referencia a un demos, a un pueblo político.

Uno de los conceptos centrales de la teoría de Habermas sobre la Europa política es, pues, el concepto de patriotismo constitucional. Contrariamente a lo que podría creerse, esta doctrina no tiene nada de patriótica. Se basa, por el contrario, en la idea de que los únicos vínculos que deben unir a los miembros de una sociedad política son vínculos jurídicos, los cuales se fundan sobre una obligación de lealtad a la constitución, cuyas disposiciones fundamentales recaen sobre la protección de las libertades individuales. El patriotismo constitucional no exige a los individuos más que una sola cosa, que sean respetuosos de la libertad de sus compatriotas como éstos deben respetar la suya. La ciudadanía es, así, desconectada del patriotismo afectivo en beneficio de una organización formal.

La doctrina del patriotismo constitucional no fue inventada por Habermas, sino por Dolf Sternberger en 1949, durante la fundación de la República federal alemana. El problema con el que se encontraron entonces los juristas y los politólogos alemanes era el de repensar el vínculo social en la nueva República alemana sin hacer referencia a los valores del nacionalismo, descalificados por el nazismo. La noción de patriotismo constitucional fue propuesta con el objetivo de tomar el relevo de la conciencia nacional destruida por la derrota alemana y pensar la comunidad de ciudadanos en lugar de la comunidad del pueblo. La idea central de esta concepción es que la identificación de los ciudadanos, entre ellos, debe hacerse de manera privilegiada por medio de la constitución, porque ella es portadora de principios racionales relativos a la protección de los derechos fundamentales. Esto implica que los ciudadanos manifiesten su adhesión al Estado de Derecho más fuertemente que la adhesión a su etnia, a su raza, a su sangre, a su nación, todas ellas descalificadas.

Es en este contexto tan particular de la herencia del nazismo donde nació la doctrina del patriotismo constitucional, a fin de sustituir la doctrina de la comunidad popular. Y no habría alcanzado el valor de teoría general si Habermas no la hubiera transferido a Europa.

El paradigma de una ciudadanía sin nación
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Con ocasión de la disputa de los historiadores en Alemania, Habermas extiende esta noción a aquellos historiadores alemanes que querían normalizar la historia alemana y devolver una cierta dignidad a la idea nacional, sin reducirla sistemáticamente a la experiencia del nazismo. Este retorno a la nación era, para Habermas, impensable, porque Alemania no podía ya comulgar con la memoria de su historia nacional y debía buscar otro fundamento a su existencia. La doctrina del patriotismo constitucional es, por tanto, específicamente alemana. Pero, a continuación, con la reunificación de las dos Alemanias, y después con la conversión de las comunidades europeas en la UE, Habermas amplió el campo de aplicación de este concepto a fin de pensar el surgimiento de una ciudadanía europea que no estuviera adosada a ningún pueblo europeo, a ninguna nación europea. Se convirtió, así, en el paradigma de una ciudadanía sin nación promovida por la Unión europea.

En el contexto europeo, el patriotismo constitucional significa que la pertenencia a la Unión política de Europa no resulta ni del parentesco geográfico, ni de la proximidad cultural, sino del reconocimiento común de los principios del Estado de Derecho y de los derechos fundamentales, sin los cuales no habría espacio institucional estable para el ejercicio de la libertad. La pertenencia a una comunidad de cultura y de historia no constituiría ya, en revancha, el fundamento necesario de la ciudadanía.

La doctrina del patriotismo constitucional tiene bien en cuenta la forma en que la Unión europea se define a sí misma. Durante la cumbre de Copenhague, en 1993, los Estados europeos definieron los criterios que permiten a un Estado plantear su candidatura para entrar en la UE. Ninguno de esos criterios hacía referencia a la historia o a la cultura común. Desde la creación de la Unión europea, la fórmula ritual no ha cambiado: «La Unión europea se funda sobre los principios de la libertad, de la democracia, del respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, así como de los principios que son comunes a los Estados miembros».

El déficit democrático que se le imputa, a veces demasiado rápidamente, a la Unión europea, es un problema mucho más profundo que no afecta principalmente a las instituciones, sino que procede, por una parte, de una evolución antropológica principal que promueve el individualismo y la libertad individual y, por otra, de un desmoronamiento de las comunidades orgánicas, fundadas sobre creencias, una mitología, el sentimiento de una pertenencia común, la adhesión a una comunidad de destino. ■ Fuente: Éléments pour la civilisation européenne