El
argumento del déficit democrático es la objeción más fuerte que se dirige a la
Unión europea, puesto que hoy es ampliamente admitido que la legitimidad
procede, en última instancia, de la soberanía del pueblo y de la nación. Este
argumento, sin embargo, tiene una parte remarcablemente equívoca, en tanto que
reenvía a una concepción mítica y no a una realización de la democracia.
Si
pensamos, con Rousseau, que la voluntad del pueblo no puede representarse,
entonces los Estados que componen la Unión europea no son más democráticos
que esta última. Si, por el contrario, aceptamos el principio de la
representación, entonces la Unión europea no es menos democrática que los Estados
miembros. El análisis institucional no permite, por sí mismo, comprender el
déficit democrático. Hay que añadirle un análisis de la relación del pueblo con
el conjunto de las élites que se expresan en su nombre, y plantear la cuestión
de su solidaridad de destino. Cuando las élites adoptan mayoritariamente los
valores de la mundialización, entonces el pueblo tiene el sentimiento de ser la
víctima, porque no aparecen más que como oligarquías solamente preocupadas por
asegurar su dominio. La ruptura de este vínculo de confianza, más que la sola
organización institucional de la democracia, induce el sentimiento de un
déficit democrático. Si la democracia formal continúa funcionando cuando se ha
roto ese vínculo de confianza entre el pueblo y las élites, entonces entramos
en un sistema que bien puede denominarse como “postdemocrático”, ya que las
instituciones de la democracia siguen funcionando sin el pueblo.
El mito del déficit democrático
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El
argumento del déficit democrático de la Unión europea puede tomar múltiples
significaciones, en ocasiones contradictorias, que hay que comenzar por
desembrollar. En su sentido más literal, la democracia es el poder que el
pueblo ejerce directamente, adoptando por sí mismo sus leyes y confiando a los
gobernantes situados directamente bajo su control el cuidado de ponerlas en
práctica. Es sólo en este sentido que existe, según Rousseau, una auténtica
democracia, es decir, un régimen donde el ejercicio de la soberanía no está
mediatizado por los representantes. La teoría más importante de la democracia, "El contrato social" de Rousseau, se inscribe en el núcleo de su sistema el carácter
irrepresentable de la soberanía del pueblo. Sin embargo, es interesante señalar
que los revolucionarios franceses, igual que los revolucionarios americanos,
proclamaban la era de la soberanía popular o nacional pronunciándose
explícitamente contra el régimen democrático y a favor del régimen
representativo. Así, la adopción del sufragio universal democratizó la elección
de los representantes, pero jamás cuestionó el principio de la representación.
Todas las grandes democracias actuales están construidas sobre el principio
representativo de la voluntad popular, es decir, que en el sentido
rousseauniano del término, no serían auténticas democracias. La Unión europea
no es, pues, menos democrática que los Estados que la componen.
Aparecida
en el siglo XIX, y nacida de la combinación de ideas democráticas e ideas
liberales, inicialmente opuestas, la democracia representativa es el sistema en
el cual el pueblo elije por sufragio universal a los representantes encargados
de votar las leyes, el presupuesto y, llegado el caso, de controlar la acción
del gobierno. La democracia representativa toma principalmente dos formas, la
del régimen presidencial americano y la del régimen parlamentario europeo. Hoy
en día, todos los Estados miembros de la Unión europea son democracias
parlamentarias. Pero las comunidades europeas no fueron concebidas, en su
origen, sobre el modelo del régimen parlamentario, de tal forma que toda
transferencia de competencias desde un Estado hacia las comunidades europeas,
provoca una pérdida de capacidad de los parlamentarios nacionales, elegidos por
sufragio universal, para legislar asuntos propios, que no es compensado por la
acción de ninguna institución europea democrática. Es a este fenómeno de
pérdida de poder de un parlamento elegido por sufragio universal al que se
califica de déficit democrático.
Reformas incumplidas
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En
1976, los jefes de Estado y de gobierno reunidos en Bruselas tomaron la
decisión de elegir a los parlamentarios europeos por sufragio universal. Esta
reforma fue puesta en práctica, por primera vez, en 1979. Era insuficiente. El
legislador europeo no era el Parlamento europeo sino el consejo de ministros de
las comunidades europeas (después de la Unión europea), es decir, la reunión de
los ministros de los diferentes Estados, por sectores de competencias, en
Bruselas. Señalar, sin embargo, que siendo todos los Estados miembros de la UE
democracias parlamentarias, cada ministro con plaza en el Consejo de la UE era
responsable sólo ante su parlamento nacional. El órgano legislativo de la UE no
es más que una emanación de la voluntad de los gobiernos de los Estados
democráticos.
A
partir de 1992, con el tratado de Maastricht, y después con los tratados de
Ámsterdam (1997), Niza (2000) y Lisboa (2007), los poderes del Parlamento
europeo han aumentado constantemente, de suerte que se ha convertido, en
numerosas materias, en un verdadero colegislador. Por otra parte, la Comisión
europea es responsable ante él y sólo él puede revocarla (lo que nunca ha
hecho), exactamente como un gobierno nacional puede ser destituido por un
parlamento nacional. A fin de perfeccionar esta evolución, se propuso, en 2004,
en el tratado que establecía una Constitución europea, introducir los conceptos
y el vocabulario constitucionales en la designación de las competencias de los
distintos órganos de la UE y permitir así al Parlamento europeo votar
auténticas leyes europeas. La organización de los poderes en la UE se
aproximaría así claramente al de los Estados parlamentarios miembros. Sin
embargo, paralelamente a este tropismo parlamentario, el Parlamento europeo no
es colegislador en todos los dominios competenciales de la Unión. Si el tratado
de Lisboa hizo del Parlamento europeo un colegislador por principio, junto al
Consejo de ministros de la UE, aquel continúa, sin embargo, sin ninguna
competencia en materia diplomática o en asuntos extranjeros. Además, el
Parlamento europeo, a diferencia de los parlamentos nacionales, no dispone de
iniciativa legislativa. No puede sino solicitar a la Comisión europea la
adopción de iniciativas, la cual es libre de seguir o no sus recomendaciones.
No dispone, pues, más que de una facultad de súplica, a imagen de la que
existía en las antiguas monarquías parlamentarias del siglo XIX.
Democracia parlamentaria
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Si
asociamos la democracia a la democracia parlamentaria, existe entonces un claro
déficit democrático de la Unión europea en relación con los Estados miembros,
en el sentido de que la UE no es (al menos, todavía) una democracia
parlamentaria, a diferencia de los Estados que la componen. Esta última figura,
aparecida desde finales del siglo XVIII, garantiza la protección de las
libertades individuales y los derechos fundamentales. Esta concepción de la
democracia, de inspiración fundamentalmente liberal, privilegia la libertad de
los individuos por encima de la comunidad. Se ha convertido en un auténtico
estándar europeo de la sociedad democrática, un derecho constitucional europeo
común. La democracia ya no es comprendida como la expresión de la voluntad
popular, sino como la garantía de los derechos fundamentales, especialmente de
los derechos ligados al carácter multicultural de la sociedad civil. La garantía
de los derechos individuales por el Juez prima sobre la garantía de la voluntad
del pueblo expresada en el Parlamento. El juez se convierte en el principal
actor de esta nueva concepción de la democracia. La democracia es así pura y
simplemente asimilada a los derechos humanos.
Respecto
a esta concepción de la democracia, se puede considerar que la construcción
europea generaría un déficit de protección de los derechos fundamentales. En
efecto, en los Estados, la acción de los parlamentos nacionales está limitada
por los derechos constitucionalmente protegidos, pero cuando los Estados
transfieren competencias al legislador europeo, estos límites constitucionales
no se imponen al mismo. Durante mucho tiempo, no existían límites equivalentes
en el orden jurídico europeo a los existentes en los órdenes jurídicos
nacionales. A fin de remediar este déficit de protección de los derechos
fundamentales, el Tribunal de Justicia de la UE ha desarrollado una audaz
jurisprudencia, confiriendo a los derechos individuales el valor de principios
generales de la Unión. Pero la solución sólo podía ser temporal. En junio de
1999, el Consejo europeo de Colonia recogió estos derechos fundamentales en
vigor, a nivel de la UE, en una Carta de derechos fundamentales solemnemente
proclamada en Niza en 2000, e insertada en el tratado de Lisboa en 2007. La UE,
por otra parte, está adherida, intuitu
personae, a la Convención europea de derechos humanos, garantizando así una
doble protección de estos derechos. Hoy, la UE ofrece una garantía de los
derechos fundamentales equivalente a la que podemos encontrar en los diferentes
Estados miembros, de tal suerte que, sobre este punto, no hay “déficit
democrático”.
Este
breve examen de las diferentes significaciones de la expresión “déficit
democrático” nos muestra que este déficit es formalmente bastante débil. Se
puede así extraer la conclusión, con Andrew Moravczik, que el pretendido
déficit democrático de la UE es un mito, o bien juzgar que un análisis
puramente institucional es incapaz de revelarlo.
El
sentimiento de un déficit democrático es, en gran medida, la consecuencia de la
desubstancialización de la idea nacional y de la incapacidad de suscitar la
idea de un pueblo o de una nación europea. Cuando la comunidad no es más que una
multitud en disolución, cada cual persigue su interés y su apetito. Las élites
se transforman en oligarquías, cuyos intereses se convierten en el de las
poblaciones que las han elegido, las cuales, a su vez, pierden el sentido de
solidaridad entre sus intereses. La anomia social, la pérdida de sentido de la
comunidad y la pérdida de confianza en las élites, son las principales causas
del déficit democrático. Diversos factores contribuyen a ello. La Unión europea
ampliada, por ejemplo, sin que sea la causa principal.
El Estado de Derecho sin el pueblo
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Un
primer factor de disolución de los vínculos comunitarios es consustancial a la
antropología liberal en la medida en que ésta reduce al individuo a ser una
“máquina deseante” en busca de satisfacciones individuales. En su gran obra
clásica, Comunidad y sociedad, Ferdinand Tönnies analizaba ya en profundidad la
principal mutación antropológica que transforma las comunidades orgánicas en
sociedades contractuales. Louis Dumont, por su parte, ha mostrado que esta
transformación, inédita en la historia de la humanidad, es el resultado del
desarrollo del individualismo. Más recientemente, los trabajos de Frédéric
Lordon han renovado el estudio de la antropología liberal interpretándola con
ayuda de conceptos de la filosofía spinoziana, como el “conatus”, es decir, la tendencia fundamental de los individuos a
perseverar en su existencia optimizando sus posibilidades de éxito. Esta
revolución comienza bien entrado el siglo XX con los grandes movimientos
“emancipadores” de los años 60, freudo-nietzscheanos, que celebran la
desterritorialización y la soberanía del individuo. La protección de la
libertad individual, el reconocimiento del valor absoluto de la dignidad de la
persona, independientemente de todo contexto, otorgó a esta antropología
liberal una expresión jurídica incompatible con la idea de un derecho del
pueblo sobre los miembros que lo componen.
Los crímenes de Europa
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Un
segundo factor de déficit democrático reside en el declive de la idea de
nación. La nación es una institución imaginaria. Lo que no quiere decir que no
exista, sino que no es una esencia, sino el producto de una cultura, de una
historia, a veces también de una lengua, que son institucionalizadas por las
élites sociales. La nación presenta una cierta unidad cuando el pueblo se
reconoce en una historia concebida como un gran relato nacional, con sus
grandes hombres, sus héroes, sus epopeyas, sus valores nacionales. Es la
historia encantada que suelda la comunidad en el sentimiento de un destino
común, las genealogías, más o menos imaginarias, que proporcionan a los
individuos el sentimiento de su proximidad, la identificación de los enemigos
que los reúne en las ligas de amistad y camaradería. Genera así una religión
civil, es decir, un conjunto de creencias, de ritos, de símbolos, que permiten
a los ciudadanos situarse en el tiempo y en el espacio y comprender el sentido
de su pertenencia a la comunidad. Los pueblos son grandes “porque están llenos
de prejuicios”; cuando dejan de tenerlos “dejan de ser naciones”. Desde el fin
de la Segunda guerra mundial y, más todavía, después de la descolonización,
asistimos a una gran empresa de deconstrucción de la historia de las naciones
sobre un modo a la vez hipercrítico y repetitivo, y fundamentalmente con un
carácter de arrepentimiento. Esta disposición es propia de toda Europa.
Jean-François Mattei muestra claramente cómo Europa se encuentra hoy en una
posición de "acusada", muy frecuente en el sentimiento de los propios europeos.
Se imputa a Europa todo tipo de crímenes, incluso por el mero hecho de haber
existido. Pierre Le Vigan sostiene que si Europa no existe políticamente, como
un pueblo, es porque «para existir es necesario ser portador de una cierta idea
de sí mismo. Pero Europa se ve, en primer lugar, como universalista. Su única
identidad sería la de ser el receptáculo de las identidades de los otros. Se
celebra todo lo que no es nuestro». El déficit democrático en la UE se nos
aparece aquí como un déficit de identidad consecutivo a la incapacidad para
afirmar otros valores que no sean el de la tolerancia, el de la relatividad y
el de la diversidad de los valores, y finalmente también, de la reducción del
sistema de valores a este adagio de apariencia kantiana: «no defiendas tus
valores más que en la medida en que sean compatibles con la posibilidad para
los demás de defender sus propios valores».
La doctrina del patriotismo constitucional
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La
construcción europea ratifica, amplifica y promueve la idea de una ciudadanía
europea que no está articulada por ningún pueblo europeo. Jürgen Habermas vio
en esta construcción jurídica la realización de la idea de “patriotismo
constitucional” en una democracia finalmente desembarazada de los oropeles de
la nación. La interpretación de Habermas es impugnable porque la ciudadanía
europea continúa estando articulada en las respectivas nacionalidades de los
Estados miembros. Sin embargo, es reveladora de un esfuerzo por pensar la
democracia sin referencia a un demos,
a un pueblo político.
Uno
de los conceptos centrales de la teoría de Habermas sobre la Europa política
es, pues, el concepto de patriotismo constitucional. Contrariamente a lo que
podría creerse, esta doctrina no tiene nada de patriótica. Se basa, por el
contrario, en la idea de que los únicos vínculos que deben unir a los miembros
de una sociedad política son vínculos jurídicos, los cuales se fundan sobre una
obligación de lealtad a la constitución, cuyas disposiciones fundamentales
recaen sobre la protección de las libertades individuales. El patriotismo
constitucional no exige a los individuos más que una sola cosa, que sean
respetuosos de la libertad de sus compatriotas como éstos deben respetar la
suya. La ciudadanía es, así, desconectada del patriotismo afectivo en beneficio
de una organización formal.
La
doctrina del patriotismo constitucional no fue inventada por Habermas, sino por
Dolf Sternberger en 1949, durante la fundación de la República federal alemana.
El problema con el que se encontraron entonces los juristas y los politólogos
alemanes era el de repensar el vínculo social en la nueva República alemana sin
hacer referencia a los valores del nacionalismo, descalificados por el nazismo.
La noción de patriotismo constitucional fue propuesta con el objetivo de tomar
el relevo de la conciencia nacional destruida por la derrota alemana y pensar
la comunidad de ciudadanos en lugar de la comunidad del pueblo. La idea central
de esta concepción es que la identificación de los ciudadanos, entre ellos,
debe hacerse de manera privilegiada por medio de la constitución, porque ella
es portadora de principios racionales relativos a la protección de los derechos
fundamentales. Esto implica que los ciudadanos manifiesten su adhesión al
Estado de Derecho más fuertemente que la adhesión a su etnia, a su raza, a su
sangre, a su nación, todas ellas descalificadas.
Es
en este contexto tan particular de la herencia del nazismo donde nació la
doctrina del patriotismo constitucional, a fin de sustituir la doctrina de la
comunidad popular. Y no habría alcanzado el valor de teoría general si Habermas
no la hubiera transferido a Europa.
El paradigma de una ciudadanía sin nación
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Con
ocasión de la disputa de los historiadores en Alemania, Habermas extiende esta noción a
aquellos historiadores alemanes que querían normalizar la historia alemana y
devolver una cierta dignidad a la idea nacional, sin reducirla sistemáticamente
a la experiencia del nazismo. Este retorno a la nación era, para Habermas,
impensable, porque Alemania no podía ya comulgar con la memoria de su historia nacional
y debía buscar otro fundamento a su existencia. La doctrina del patriotismo
constitucional es, por tanto, específicamente alemana. Pero, a continuación,
con la reunificación de las dos Alemanias, y después con la conversión de las
comunidades europeas en la UE, Habermas amplió el campo de aplicación de este
concepto a fin de pensar el surgimiento de una ciudadanía europea que no
estuviera adosada a ningún pueblo europeo, a ninguna nación europea. Se
convirtió, así, en el paradigma de una ciudadanía sin nación promovida por la
Unión europea.
En
el contexto europeo, el patriotismo constitucional significa que la pertenencia
a la Unión política de Europa no resulta ni del parentesco geográfico, ni de la
proximidad cultural, sino del reconocimiento común de los principios del Estado
de Derecho y de los derechos fundamentales, sin los cuales no habría espacio
institucional estable para el ejercicio de la libertad. La pertenencia a una
comunidad de cultura y de historia no constituiría ya, en revancha, el
fundamento necesario de la ciudadanía.
La
doctrina del patriotismo constitucional tiene bien en cuenta la forma en que la
Unión europea se define a sí misma. Durante la cumbre de Copenhague, en 1993,
los Estados europeos definieron los criterios que permiten a un Estado plantear
su candidatura para entrar en la UE. Ninguno de esos criterios hacía referencia
a la historia o a la cultura común. Desde la creación de la Unión europea, la
fórmula ritual no ha cambiado: «La Unión europea se funda sobre los principios
de la libertad, de la democracia, del respeto de los derechos humanos y de las
libertades fundamentales, así como de los principios que son comunes a los
Estados miembros».
El
déficit democrático que se le imputa, a veces demasiado rápidamente, a la Unión
europea, es un problema mucho más profundo que no afecta principalmente a las
instituciones, sino que procede, por una parte, de una evolución antropológica
principal que promueve el individualismo y la libertad individual y, por otra,
de un desmoronamiento de las comunidades orgánicas, fundadas sobre creencias,
una mitología, el sentimiento de una pertenencia común, la adhesión a una
comunidad de destino. ■ Fuente: Éléments pour la civilisation européenne