Con ocasión
de su último libro, El fin de la Unión
europea, Coralie Delaume y David Cayla analizan especialmente las
consecuencias del Brexit y del
fenómeno Trump. Coralie Delaume es ensayista y ha publicado Europa, los Estados desunidos. David
Cayla es economista y miembro del colectivo Los
Economistas aterrados.
¿Por qué consideráis que la UE está
muerta?
Hay que
comenzar diciendo que la UE no es Europa. Europa es conjunto de países que se
esfuerzan por ajustarse entre ellos desde hace siglos, con frecuencia
oponiéndose frontalmente, pero también colaborando. La UE es un conjunto
institucional y jurídico bastante reciente nacido de la idea ‒sin duda un poco
presuntuosa‒ de que podía desterrar para siempre los enfrentamientos y las
oposiciones.
La UE
representa, ante todo, reglas de rango supranacional, es decir, que se
superponen y encuadran la acción de los Estados miembros. Esta Unión no existe,
in fine, más que si estas reglas son
respetadas. Pero es forzoso constatar que estas reglas son cada vez menos
respetadas.
Y eso sin
hablar de las que son arbitrarias (por ejemplo, el criterio del 3% de déficit
público para los países miembros de la zona euro), pues se trata de reglas
uniformes y, frecuentemente, inadaptadas a la situación real y a las
necesidades de los diferentes países. Esta es la razón por la que la mayoría de
ellos ‒por las circunstancias y no por eurofobia o por repliegue nacional‒
transgreden estas reglas o las eluden. Irlanda y Luxemburgo transgreden las
reglas de competencia no falseada practicando ampliamente un dumping fiscal
agresivo; los países del sur de Europa, víctimas principales de la crisis y de
una industrialización acelerada transgreden las reglas del pacto
presupuestario; Alemania, que debe hacer frente al envejecimiento de su
población, adopta una política de ahorro incompatible con los equilibrios marcroeconómicos
de la zona euro y con la ratio máxima de excedente autorizada por Bruselas; en
fin, los países del centro de Europa, que debieron hacer frente al flujo de
cientos de miles de migrantes, han transgredido igualmente las numerosas reglas
sobre la libre circulación de personas y sobre la acogida de refugiados en el
espacio Schengen.
Entonces,
si nadie respeta ya las reglas europeas, ¿qué queda de la UE? Si nosotros nos
consideramos autorizados para hablar del fin de la UE es porque nuestros análisis
no obligan a establecer una constatación de su fracaso. No hablamos sólo de un
retorno de las tensiones y las oposiciones que parecen renacer por todas
partes, como si el tiempo se hubiera detenido. Las tensiones entre Alemania y
Grecia lo testimonian. En la primavera de 2015, el diario alemán Die Welt publicaba un texto en el límite
del esencialismo acusando a los griegos de destruir “el orden europeo”.
Decididamente, el proyecto europeo de unir el continente bajo los auspicios del
mercado, de la moneda y de la jurisprudencia de la Corte de Luxemburgo, ha
fracasado.
Explicáis que una pequeña región
como Valonia puede bloquear la UE, dando a entender también que Bruselas no
podría sostenerse durante mucho tiempo si un país fundador como Francia se rebelara.
Unos de los orígenes de la crisis ¿no sería el hecho de que las naciones sean
subestimadas y que se considere a la UE, especialmente por la Comisión, como un
super-Estado omnipotente?
Debe
recordarse la crisis griega de 2015, durante la cual la UE se encontró
enteramente atrancada por Grecia, un país que no representa más que el 2% del
PIB de la zona euro. Con ocasión del referéndum de julio de 2015, las amenazas
dirigidas al electorado de este pequeño Estado por la prensa y la clase
política de todo el continente, testimoniaban la angustia en la que se
encontraba entonces toda “la Europa oficial”. Si los griegos hubieran llevado
hasta el final su proyecto de recuperar su soberanía, habrían terminado por
salir de la zona euro. Y el temor a un efecto dominó era palpable. Un pequeño
país, más débil todavía por la crisis, pero que había decidido reafirmarse,
hizo temblar todo el edificio comunitario.
Esta fue la
razón por la cual el Eurogrupo y el Banco Central europeo se emplearon en
acosar a Atenas. El trabajo de zapa del BCE ‒que puso deliberada y literalmente
de rodillas a los bancos griegos‒ fue decisivo. Porque la UE no es solamente la
Comisión de Bruselas. Hay tres grandes instituciones supranacionales que son el
Banco Central europeo, el Tribunal de Justicia de la Unión y la Comisión, esta
última, sin duda, la más sometida a los Estados miembros, aunque a veces se
percibe lo contrario.
Las otras
dos instituciones no son, pese a todo, omnipotentes. No tienen ninguna legitimidad
democrática, por tanto, los Estados miembros ni tienen por qué cederles sus
prerrogativas. Se trata, en suma. Cualquier país puede tener la voluntad
política para retomar esas prerrogativas. El proceso del Brexit lo prueba. Una de las primeras medidas anunciadas por Theresa
May durante su discurso sobre el Brexit
fue su voluntad de repudiar la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la
UE. El ejemplo húngaro también es muy interesante. Sin pretender salir de la
Unión, Hungría ha reformado su Constitución y su justicia a fin de no aplicar
sobre su territorio las decisiones de la Corte de justicia europea. Una salida
dulce del orden jurídico europeo, en cualquier caso, que las autoridades
europeas han condenado de forma impotente.
La fuerza de una moneda reposa, en
primer lugar, sobre la confianza que inspira, es decir, está condenada. ¿Cómo
explicar que, en las encuestas, la opinión europea todavía se adhiera
mayoritariamente a la moneda única (incluso cuando la proporción de
satisfacción no deja de disminuir)?
La fuerza
de las monedas no se resume, desgraciadamente, en la confianza que inspiran. Si
el euro existe es porque, jurídicamente, es la única moneda de curso legal en
un conjunto económico que representa a 400 millones de habitantes. La
moneda es la conjugación de un sistema jurídico que impone su uso y de un
mercado único que, por su tamaño, le proporciona cierta profundidad
permitiéndole ser fácilmente utilizada como medio de pago.
Sin
embargo, contrariamente a lo que había sido anunciado durante el tratado de
Maastricht, el euro no se ha impuesto como una seria alternativa al dólar. En
los mercados, en las transacciones, como unidad de cuenta, en las reservas de
los bancos centrales extranjeros, el dólar todavía domina ampliamente.
Representa, por ejemplo, más del 60% de las reservas de cambio en el mundo… es
decir, más o menos el mismo porcentaje que antes de la creación del euro.
Contrariamente al dólar, el euro no es, pues, una moneda que inspire una
especial confianza a aquellos que no están obligados a utilizarla. Esto es
debido, en parte, al aspecto “incompleto” de la moneda única, que no puede
apoyarse en una autoridad política unificada.
Es también
natural, por otra parte, que las poblaciones de los países europeos sean
reticentes a la idea de salir de la moneda única. Durante la parte más grave de
la crisis de 2015, los griegos (que descubrieron que su gobierno no lo deseaba
y no se había preparado para ello) fueron amenazados con ser excluidos del euro
tras haber perdido una gran parte de sus ingresos, sus empleos y su relativa
prosperidad. Concretamente, durante varios días no pudieron retirar libremente
su dinero y los agentes empresariales no pudieron acceder a sus ahorros ni a
los préstamos. Esta situación ya se había producido en Chipre en 2013 y en
Argentina en 2001. Aunque se intente explicar a la población que el retorno a
una moneda nacional no es más que una cuestión técnica, para la mayoría de la
gente, cambiar de moneda significa tomar unos riesgos que parecen más
inmediatos que los beneficios. Frente a este sentimiento, los discursos de los
economistas son, desgraciadamente, impotentes.
Se puede,
incluso, conjeturar que la UE desaparezca mientras que el euro subsista. Esto
ya se ha visto en la historia: las monedas pueden perdurar durante siglos
después de la desaparición de los imperios que las habían creado. Existen hoy
pequeños países que no tienen moneda nacional y que utilizan una divisa
extranjera, como Ecuador, cuya moneda oficial es el dólar americano, o
Montenegro, que utiliza el euro. Así que podemos imaginar, aunque el euro no
sea una moneda que inspira confianza, que puede seguir utilizándose de manera
transitoria por un Estado que saliese de la Unión.
Citáis esta frase de Bismarck:
«Siempre encuentro la palabra Europa en boca de los políticos que intentan
obtener concesiones de una potencia extranjera sin osar demandarlas en su
propio nombre». ¿No es éste, precisamente, el caso de Alemania frente a
Bruselas y una de las causas de las disfunciones de la UE?
Esta fórmula
está dirigida a denunciar la hipocresía consistente en negar la existencia de
intereses nacionales en beneficio de un evanescente “interés general europeo”.
En efecto, contrariamente a lo que nos intentan hacer creer, no solo los
intereses nacionales no han desaparecido con el advenimiento de la UE, sino que
la construcción europea se ha convertido en un campo de enfrentamiento
extremadamente violento entre intereses nacionales contradictorios.
Esto es
particularmente cierto para Alemania, gran ganadora del “mercado único” que se
ha convertido en la potencia política dominante en el continente. No se priva
de utilizar la palabra Europa para imponer políticas adecuadas a sus propios
intereses, a veces incluso sin tener plenamente conciencia de ello. Como decía Wolfgang
Streek, «Alemania ha llegado a considerar la UE como una extensión de sí misma,
aquello que es bueno para Alemania es, por definición, bueno para el resto (…)
Próximas en esta visión a los Estados Unidos, las élites alemanas proyectan lo
que ellas estiman evidente, natural y razonable sobre su mundo exterior, y se
sorprenden de que otros vean el mundo de otra forma distinta».
De manera
general, Alemania se muestra particularmente hábil al hacer converger las
políticas europeas con sus puntos de vista. Por ejemplo, ha sido la punta de
lanza en las negociaciones sobre el tratado de librecambio transatlántico,
donde la cuestión central, para Alemania, era imponer a los Estados Unidos la
mayor apertura posible en el sector automovilístico. Los intereses franceses,
españoles e italianos, especialmente en el sector agrícola, debían ser
totalmente sacrificados en beneficio de la industria alemana. Paradójicamente,
la elección de Donald Trump enterró definitivamente cualquier posibilidad de
concluir este acuerdo.
Los Estados Unidos y la Gran Bretaña
parecen estar de acuerdo en firmar un acuerdo conjunto de librecambio. La
salida de la UE ¿no significa necesariamente un retorno al proteccionismo?
Lo
importante no es tanto la política que se lleve a cabo, que depende del color político
del gobierno, que el hecho de poder, efectivamente, conducir y controlar las
negociaciones. Saliendo de la UE, el Reino Unido recobra su soberanía en
material comercial. Puede negociar libremente los acuerdos que le interesen,
poniendo toda su fuerza diplomática al servicio de estas negociaciones. En los
países europeos continentales no existe esta posibilidad. Delegando su política
comercial a escala europea, los Estados europeos están, de hecho, amputados de
una buena parte de sus capacidades diplomáticas
La crítica de la UE es ampliamente
monopolizada por el Rassemblement
National (antiguo Front National).
¿Cómo pueden los soberanistas construir una alternativa a la UE con el
porcentaje de apoyo electoral que les sostiene?
Nuestro
libro no es un “manifiesto soberanista” en el sentido de que no preconiza
explícitamente una salida de la UE. Es, ante todo, una constatación: la
tentativa de construir una democracia europea que trascendiera las naciones ha
sido un fracaso. Intentamos el porqué, demostrar más que denunciar.
Se nos ha
reprochado, en ocasiones, no haber concluido con un llamamiento claro al «Frexit». Pero éste no era nuestro
propósito. No estamos en clave electoral. Pero intentamos hacer resaltar el
carácter “sobredeterminante” de la cuestión europea, mostrar que esta será, no
será, el limitado margen de maniobra real de los próximos gobiernos nacionales
europeos. Y, de toda evidencia, cuanto menos cambie el marco europeo actual,
menor será ese margen. Es sorprendente ver cómo los partidos, tanto a la
izquierda como a la derecha, niegan las restricciones europeas. Esto conduce a
que partidos como el RN tengan el monopolio de la crítica a la UE.
Criticáis con fuerza la promoción,
en el debate público, del tema de la identidad, que estaría prosperando por el
vacío político dejado por la pérdida de soberanía. ¿Más soberanía nacional
permitiría resolver la crisis identitaria de los países europeos?
El problema
de la identidad es una cuestión insoluble. La identidad de un país es el
producto de su historia. Pero la historia no deja jamás de realizarse, se
escribe a cada instante.
Pero un
pueblo no puede escribir su propia historia si no dispone de sí mismo, es
decir, si no es soberano. A falta de esto, se preguntará sobre lo que es, con
esa tentación de hacer una lista de las características supuestamente fijas y
determinadas para la eternidad, excluyendo automática y rápidamente a todos
aquellos que se separan del ideal-tipo. Esto no es, ni más ni menos, lo que
explican Marie-France Garaud y Philippe Séguin en un texto muy oportuno: «Con la
soberanía abolida, a las naciones les quedaría la identidad. El término no
puede, entonces, sino recurrir a un contenido impreciso, en el cual entrarían
costumbres, morales, ritos, lenguas, historias, originalidades sociológicas.
Los griegos antiguos sabían ya que una ciudad que podía conservar sus dioses y
sus templos era una entidad libre sobre la escena de la historia. Si se trata
de naciones con una auténtica conservación de su identidad, pero sin su
soberanía es porque las autoridades nacionales han hecho una simple síntesis de
elementos étnicos con valores espirituales y morales. Después de todo, los indios
americanos, en sus reservas, guardan sus plumas y sus tiendas, pero no se
aseguran más que una identidad fuertemente reducida en un orden nacional que se
les escapa».
Pensamos
que no es deseable que las naciones europeas sean “museificadas”, que se
conviertan en entidades folclóricas de usos y costumbres y nada más. De ahí
nuestra insistencia en la soberanía del demos,
más que en la identidad del etnos.
El fin de la UE no es el fin de
Europa. ¿Sobre qué nuevas bases debería reconstruirse un proyecto europeo
respetuoso con las naciones?
Cuando nos
remontamos a los antecedentes de la construcción europea, se constata que había
dos visiones enfrentadas (y, en parte, híbridas, lo cual explica parcialmente
el carácter extravagante del actual edificio europeo): la de Jean Monnet, del
que la leyenda cuenta que fue el “padre fundador” de Europa, y la de De Gaulle.
La primera consistía en construir, de manera furtiva y por encima de los
pueblos, una Europa supranacional, integrada, que no fuera, en ningún caso, una
entidad estratégica, sino sólo un gran mercado. La segunda contemplaba la promoción
de una Europa intergubernamental cuyo objeto principal sería, ante todo, la
cooperación en materia de defensa, asuntos exteriores, cooperación científica y
técnica. Este era el objeto de los dos “planes Fouchet” a principios de los
años 60 que finalmente fueron descartados.
Vemos,
entonces, cómo la primera lógica ha sido ampliamente implementada. Pero esto ha
sido un fiasco. Sin embargo, cuando pasamos revista de lo que funciona y lo que
no funciona en Europa, observamos que, esencialmente, son los proyectos que
respondían a la segunda lógica los que han funcionado: Airbus, Agencia espacial
europea, la CERN (Organización europea para la investigación nuclear)…
El problema
es que las dos lógicas, dicho de otra forma, la Europa de la economía y del derecho,
y la Europa política, son incompatibles. Favoreciendo una competencia económica
feroz entre los países, generando una jerarquía entre los ganadores de la
integración (esencialmente, Alemania y sus países vecinos) y los perdedores (en
diversos grados, todos los países periféricos), desarmando a los Estados y
prohibiendo la intervención de los poderes públicos en la economía, la Unión
europea está matando a Europa, la verdadera, la de los proyectos concretos que
funcionan.
Por todo
ello pensamos que nada será posible si no nos liberamos del marco actualmente
existente. No podemos volver a los años 60, pero nada podrá hacerse en el
actual marco económico y jurídico de la UE. ■
Fuente: FigaroVox