El Big
Data nos observa. La ubicuidad es la facultad por excelencia de los dioses:
estar en todas partes al mismo tiempo. Esta facultad es propia de lo digital.
Todo codificado. Para controlarlo todo, transformando a los usuarios de
internet en cobayas de algoritmos inteligentes, unas supercalculadoras que
configuran el flujo de datos en beneficio de los gigantes de la web.
En su
libro sobre la vida algorítmica, Éric Sadin relaciona esta revolución con el
gran movimiento de racionalización. Ha llegado hoy al umbral crítico, el de los
sistemas inteligentes autónomos. Mañana, la inteligencia artificial. Y después,
la ciencia ficción (Blade Runner,
Terminator, Matrix...) amenaza con convertirse en algo cotidiano.
“Dataficación”, “algoritmo”,
“indexación”, “protocolo”, “computación” “interoperabilidad”, “dispositivo”,
etc. el campo léxico de la razón digital explica por sí mismo los motivos del
mundo por llegar: desesperadamente plano, enteramente regulado y profundamente
inhumano. Los profesionales de la economía ya han estudiado este fenómeno para
alabar los beneficios de la digitalización integral. Precisamente, esta
revolución tecnológica importante, a la que todavía no le hemos tomado la
medida, se traduce en un flujo continuo de datos (bigdata) recogidos y analizados por todo tipo de organismos en
función de dispositivos y protocolos convergentes. Contribuye a instaurar “una
relación con lo real situada bajo el sello de la fuerza objetivante y no
ambigua de las matemáticas y los números” señala el escritor y filósofo Éric
Sadin en su libro La vie algorithmique.
Critique de la raison numérique, excelente obra, particularmente
instructiva y suficientemente abordable para que todo el mundo pueda
preguntarse sobre esta revolución silenciosa ya en marcha.
La promesa de lo digital consiste en
encerrar todos los estratos de la existencia en unos códigos binarios
(algoritmos) gestionados por unas máquinas superpotentes, que aseguran la felicidad
compartimentada y segurizada con la que parece soñar el nuevo ser humano
conectado. Concretamente, el proceso está ya bien avanzado con la constitución
de gigantescos bancos de datos (datacenter),
la incorporación masiva de recolectores de ellos en superficies cada vez más
extendidas de la realidad y la diseminación de chips en una multitud de
productos cotidianos. Mañana, los nanocaptores podrán estar en casi todas las
superficies en forma de pintura o de finas capas pegadas en las máquinas, los
automóviles, los inmuebles, los puentes. A esto se añadirán los microchips, con
los que ya están equipados los animales de las granjas industriales, que se
incrustarán en nuestras prótesis, nuestros órganos y nuestros cerebros. Esta
“tecnificación de la naturaleza” no es un escenario de ciencia ficción sino el
programa establecido por la evolución “natural” de las tecnologías digitales.
Esto no es un escenario de ciencia ficción
Esta evolución empieza a producir sus
efectos en segmentos enteros de las actividades humanas. Así, las fábricas
globales multilocalizadas (connected
factories) someten a su personal y a sus máquinas a unas ecuaciones
algorítmicas cuyo objetivo es una mayor optimización y más flexibilización en
el trabajo. El asunto consiste en tratar una miríada de fuentes de información
(existencias, horarios, pedidos, etc.) lo más rápido posible y de manera
sincronizada gracias a unas técnicas computacionales muy elaboradas
(supercalculadoras). El proceso ha impactado fuertemente en el mundo de la medicina
con la puesta en marcha de un verdadero “biohigienismo
algorítmico”.
Éric Sadin nos enseña, por ejemplo, que
el programa HealthMap (que analiza
los datos llegados de la OMS) permitió detectar una epidemia de cólera en Haití
con dos semanas de adelanto sobre las observaciones que hacían las autoridades in situ. Es decir, esta nueva medicina
se basa en una evaluación continua de los datos con el objetivo de llegar a
tratamientos predictivos individualizados relacionados, sobre todo, con el
desarrollo de la genética. Sabemos que la actriz Angelina Jolie se sometió a
una doble mastectomía y retirada de ovarios solo por prevención. Después de
unos tests genéticos, los médicos habían diagnosticado riesgo de cáncer a la
vista también de sus antecedentes familiares.
Los dispositivos digitales invaden
igualmente bastantes otros espacios de la vida cotidiana: ¿quién no ha visto,
en sus paseos por las grandes arterias de los centros urbanos, una multitud de
radares, antenas y cámaras? El futuro está en las smart cities, esas ciudades inteligentes que captan nuestros
rasgos, identifican nuestros trayectos y miden la calidad del aire con el
objetivo de asegurar el medio ambiente adecuado y dar fluidez al tráfico. La
misma intrusión se da también todavía más en todo lo relacionado con la
navegación por internet. En todas partes, el usuario deja huellas digitales
que, tratadas por algoritmos, son redirigidas hacia empresas privadas cuando no
grabadas en regímenes de vigilancia generalizada. Ahí tampoco se trata de ciencia
ficción: El fichaje cuantitativo e integral de la realidad (las cosas, los
espacios, los seres humanos) produce evidentemente consecuencias en las
representaciones del mundo.
Superordenadores y megabases de datos
En el plano epistemológico, el proceso de
digitalización nos encamina hacia un nuevo modo de conocimiento, el “saber
correlativo computacional”, que cuestiona todos los principios de la ciencia
occidental tal y como se conocen desde Aristóteles. Simplemente, el ser humano
es expulsado de un proceso de conocimiento del que, sin embargo, es el origen y
el final. Así, la observación de los hechos se borra ante la masa de datos como
la validación por la experiencia deja su lugar a un “régimen de
interoperabilidad universal”, dicho de otra forma, la relación casi inagotable
entre una infinidad de fuentes. Importa menos, al final, descubrir las leyes
generales de los fenómenos que establecer los enlaces entre las variables sin
explicación causal. De ahí una virtualización completa de lo real que desaparece
al favorecer la entrada en bucle de los flujos de realidad; esos mismos flujos
que son el objeto de una codificación integral a partir de cálculos por series
(estadísticas). La principal consecuencia sigue siendo sin embargo la
obstrucción de toda línea de huida a la realidad, lo que podría interpretarse
como la desaparición de la variable propiamente humana, imprevisible,
intempestiva, anárquica, en el equipamiento sistémico del mundo.
En el plano histórico, lo digital se
inscribe naturalmente en el proceso de racionalización observado por Weber, que
incluso se ha acelerado. Ya no es la razón instrumental la que gobierna en la
naturaleza sino las máquinas calculadoras que controlan lo real en códigos
binarios con el fin de satisfacer la otra dinámica esencial de la modernidad:
la individualización. Por sorprendente que pueda parecer, la expresión de sí
mismo se manifiesta ahora “en el interior de un marco mayoritario que la
codifica, la provoca y la orienta de forma imperceptible o no inmediatamente
consciente” según las palabras de Éric Sadin. Esta personalización de masas hay
que relacionarla con el surgimiento de un capitalismo cognitivo que dispone hoy
de medios para crear algoritmos a medida. Así, los principales agentes en el
campo digital (dominado por Google) han establecido gigantescos bancos de datos
que se reparten entre las empresas multinacionales antes de que ellas mismas
pongan sus propios procedimientos de búsqueda y segmentación de los clientes.
En este contexto, el consumo se convierte en un modo de vida por completo
puesto que constituye una de las principales formas de la expresión de sí
mismo, aunque no es más que el reflejo del vacío existencial de una sociedad
atomizada.
La ingeniería social de lo digital
En el plano político, la digitalización
se traduce en un panoptismo de datos
mantenido y explotado por los propios ciudadanos. El establecimiento de esferas
privadas, que eran concebidas como la contrapartida necesaria a la sociabilidad
en tiempo de los griegos, tiene a disolverse con la puesta en escena de todas
las existencias particulares. Facebook es el síntoma de esta enfermedad del
ego. En un sentido más amplio, la acción pública responde a estrictas lógicas
utilitaristas, que dependen a su vez de regulaciones algorítmicas, recubiertas
por un velo de legitimidad. En realidad, el campo de la ley, ahí donde se
expresa normalmente la soberanía popular, tiende a restringirse en beneficio de
la norma y de los dispositivos que la ponen en marcha. Se trata sobre todo de
enmarcar y de incitar los comportamientos llamados “ciudadanos”. La elección
democrática se borra ante la ingeniería social como el político obedece a los
imperativos tecnocráticos. La cuestión de la inmigración no debe ser, por
ejemplo, objeto de un debate público seguido de una decisión política, sino de
un tratamiento puramente tecnológico con la puesta en marcha de protocolos de
identificación, organización e integración de los inmigrantes.
En definitiva, el dominio de las técnicas
digitales marca en profundidad todos los estratos de la vida social. Es sin
duda la dimensión más importante de una revolución que no se menciona. Termina
por encerrar a cada individuo en una jaula de cristal a través de la cual los
reflejos de la multitud le prohíben pensarse a sí mismo a la vez como entidad
única y como ser colectivo. Hay una parte de juego y una necesidad de secreto
que deben intercalarse en todas las relaciones sociales so pena de producir un
sistema sin asperezas, uniforme y totalizador. “Ya que no se trata aquí de un
totalitarismo entendido como un modo autoritario y coercitivo del ejercicio del
poder, sino de una especie de pacto tácito o explícito que liga, a priori
libremente, a los individuos a una serie de entidades encargadas de ayudarles,
siguiendo una continuidad temporal y una potencia de modificación que toma una
forma cada vez más totalizadora”. Así, cada uno viviendo para sí mismo y por sí
mismo termina por abandonar el mundo común que imprimía al ser esa
particularidad original sin la cual no puede haber alteridad.
Obsolescencia del ser humano
Frente a esa constatación particularmente
oscura, el autor dibuja los contornos de una política y una ética de la razón
digital que nos parecen un poco ingenuas en relación a las problemáticas
subrayadas. En una retórica cercana a la izquierda crítica, ese plan consiste
en volver a dar el poder a los ciudadanos a través de la creación de
instituciones realmente democráticas: un Parlamento mundial de datos, una
gobernanza de internet, una educación digital, etc.
Estas medidas se inscribirían en una
ética ampliada cuyos contornos parecen igualmente bastante evasivos: defensa de
la libertad, salvaguardia de la vida privada, preservación de lo común, etc. A
decir verdad, Éric Sadin nos parece más convincente cuando piensa en la
producción de un contraimaginario, el desarrollo de temporalidades divergentes
y la utilización alternativa de lo digital. Sin este tipo de políticas, de las
que conviene subrayar la parte utópica, el ser humano se dejará llevar por uno
de sus instintos más profundos y peligrosos: el de querer optimizar la vida
para hacer un dato exterior a él mismo. Con la ayuda de algoritmos. Parece que
ese “milagro” está ya a su alcance: resolver la ecuación humana y terminar con
la vida como la conocemos hoy en nuestra especie. ■ Fuente: Éléments pour la civilisation européenne
