La tecnología digital, herramienta soñada del control social, por René Lebras


El Big Data nos observa. La ubicuidad es la facultad por excelencia de los dioses: estar en todas partes al mismo tiempo. Esta facultad es propia de lo digital. Todo codificado. Para controlarlo todo, transformando a los usuarios de internet en cobayas de algoritmos inteligentes, unas supercalculadoras que configuran el flujo de datos en beneficio de los gigantes de la web. 

En su libro sobre la vida algorítmica, Éric Sadin relaciona esta revolución con el gran movimiento de racionalización. Ha llegado hoy al umbral crítico, el de los sistemas inteligentes autónomos. Mañana, la inteligencia artificial. Y después, la ciencia ficción (Blade Runner, Terminator, Matrix...) amenaza con convertirse en algo cotidiano.

“Dataficación”, “algoritmo”, “indexación”, “protocolo”, “computación” “interoperabilidad”, “dispositivo”, etc. el campo léxico de la razón digital explica por sí mismo los motivos del mundo por llegar: desesperadamente plano, enteramente regulado y profundamente inhumano. Los profesionales de la economía ya han estudiado este fenómeno para alabar los beneficios de la digitalización integral. Precisamente, esta revolución tecnológica importante, a la que todavía no le hemos tomado la medida, se traduce en un flujo continuo de datos (bigdata) recogidos y analizados por todo tipo de organismos en función de dispositivos y protocolos convergentes. Contribuye a instaurar “una relación con lo real situada bajo el sello de la fuerza objetivante y no ambigua de las matemáticas y los números” señala el escritor y filósofo Éric Sadin en su libro La vie algorithmique. Critique de la raison numérique, excelente obra, particularmente instructiva y suficientemente abordable para que todo el mundo pueda preguntarse sobre esta revolución silenciosa ya en marcha.

La promesa de lo digital consiste en encerrar todos los estratos de la existencia en unos códigos binarios (algoritmos) gestionados por unas máquinas superpotentes, que aseguran la felicidad compartimentada y segurizada con la que parece soñar el nuevo ser humano conectado. Concretamente, el proceso está ya bien avanzado con la constitución de gigantescos bancos de datos (datacenter), la incorporación masiva de recolectores de ellos en superficies cada vez más extendidas de la realidad y la diseminación de chips en una multitud de productos cotidianos. Mañana, los nanocaptores podrán estar en casi todas las superficies en forma de pintura o de finas capas pegadas en las máquinas, los automóviles, los inmuebles, los puentes. A esto se añadirán los microchips, con los que ya están equipados los animales de las granjas industriales, que se incrustarán en nuestras prótesis, nuestros órganos y nuestros cerebros. Esta “tecnificación de la naturaleza” no es un escenario de ciencia ficción sino el programa establecido por la evolución “natural” de las tecnologías digitales.

Esto no es un escenario de ciencia ficción

Esta evolución empieza a producir sus efectos en segmentos enteros de las actividades humanas. Así, las fábricas globales multilocalizadas (connected factories) someten a su personal y a sus máquinas a unas ecuaciones algorítmicas cuyo objetivo es una mayor optimización y más flexibilización en el trabajo. El asunto consiste en tratar una miríada de fuentes de información (existencias, horarios, pedidos, etc.) lo más rápido posible y de manera sincronizada gracias a unas técnicas computacionales muy elaboradas (supercalculadoras). El proceso ha impactado fuertemente en el mundo de la medicina con la puesta en marcha de un verdadero “biohigienismo algorítmico”.

Éric Sadin nos enseña, por ejemplo, que el programa HealthMap (que analiza los datos llegados de la OMS) permitió detectar una epidemia de cólera en Haití con dos semanas de adelanto sobre las observaciones que hacían las autoridades in situ. Es decir, esta nueva medicina se basa en una evaluación continua de los datos con el objetivo de llegar a tratamientos predictivos individualizados relacionados, sobre todo, con el desarrollo de la genética. Sabemos que la actriz Angelina Jolie se sometió a una doble mastectomía y retirada de ovarios solo por prevención. Después de unos tests genéticos, los médicos habían diagnosticado riesgo de cáncer a la vista también de sus antecedentes familiares.

Los dispositivos digitales invaden igualmente bastantes otros espacios de la vida cotidiana: ¿quién no ha visto, en sus paseos por las grandes arterias de los centros urbanos, una multitud de radares, antenas y cámaras? El futuro está en las smart cities, esas ciudades inteligentes que captan nuestros rasgos, identifican nuestros trayectos y miden la calidad del aire con el objetivo de asegurar el medio ambiente adecuado y dar fluidez al tráfico. La misma intrusión se da también todavía más en todo lo relacionado con la navegación por internet. En todas partes, el usuario deja huellas digitales que, tratadas por algoritmos, son redirigidas hacia empresas privadas cuando no grabadas en regímenes de vigilancia generalizada. Ahí tampoco se trata de ciencia ficción: El fichaje cuantitativo e integral de la realidad (las cosas, los espacios, los seres humanos) produce evidentemente consecuencias en las representaciones del mundo.

Superordenadores y megabases de datos

En el plano epistemológico, el proceso de digitalización nos encamina hacia un nuevo modo de conocimiento, el “saber correlativo computacional”, que cuestiona todos los principios de la ciencia occidental tal y como se conocen desde Aristóteles. Simplemente, el ser humano es expulsado de un proceso de conocimiento del que, sin embargo, es el origen y el final. Así, la observación de los hechos se borra ante la masa de datos como la validación por la experiencia deja su lugar a un “régimen de interoperabilidad universal”, dicho de otra forma, la relación casi inagotable entre una infinidad de fuentes. Importa menos, al final, descubrir las leyes generales de los fenómenos que establecer los enlaces entre las variables sin explicación causal. De ahí una virtualización completa de lo real que desaparece al favorecer la entrada en bucle de los flujos de realidad; esos mismos flujos que son el objeto de una codificación integral a partir de cálculos por series (estadísticas). La principal consecuencia sigue siendo sin embargo la obstrucción de toda línea de huida a la realidad, lo que podría interpretarse como la desaparición de la variable propiamente humana, imprevisible, intempestiva, anárquica, en el equipamiento sistémico del mundo.

En el plano histórico, lo digital se inscribe naturalmente en el proceso de racionalización observado por Weber, que incluso se ha acelerado. Ya no es la razón instrumental la que gobierna en la naturaleza sino las máquinas calculadoras que controlan lo real en códigos binarios con el fin de satisfacer la otra dinámica esencial de la modernidad: la individualización. Por sorprendente que pueda parecer, la expresión de sí mismo se manifiesta ahora “en el interior de un marco mayoritario que la codifica, la provoca y la orienta de forma imperceptible o no inmediatamente consciente” según las palabras de Éric Sadin. Esta personalización de masas hay que relacionarla con el surgimiento de un capitalismo cognitivo que dispone hoy de medios para crear algoritmos a medida. Así, los principales agentes en el campo digital (dominado por Google) han establecido gigantescos bancos de datos que se reparten entre las empresas multinacionales antes de que ellas mismas pongan sus propios procedimientos de búsqueda y segmentación de los clientes. En este contexto, el consumo se convierte en un modo de vida por completo puesto que constituye una de las principales formas de la expresión de sí mismo, aunque no es más que el reflejo del vacío existencial de una sociedad atomizada.

La ingeniería social de lo digital

En el plano político, la digitalización se traduce en un panoptismo de datos mantenido y explotado por los propios ciudadanos. El establecimiento de esferas privadas, que eran concebidas como la contrapartida necesaria a la sociabilidad en tiempo de los griegos, tiene a disolverse con la puesta en escena de todas las existencias particulares. Facebook es el síntoma de esta enfermedad del ego. En un sentido más amplio, la acción pública responde a estrictas lógicas utilitaristas, que dependen a su vez de regulaciones algorítmicas, recubiertas por un velo de legitimidad. En realidad, el campo de la ley, ahí donde se expresa normalmente la soberanía popular, tiende a restringirse en beneficio de la norma y de los dispositivos que la ponen en marcha. Se trata sobre todo de enmarcar y de incitar los comportamientos llamados “ciudadanos”. La elección democrática se borra ante la ingeniería social como el político obedece a los imperativos tecnocráticos. La cuestión de la inmigración no debe ser, por ejemplo, objeto de un debate público seguido de una decisión política, sino de un tratamiento puramente tecnológico con la puesta en marcha de protocolos de identificación, organización e integración de los inmigrantes.

En definitiva, el dominio de las técnicas digitales marca en profundidad todos los estratos de la vida social. Es sin duda la dimensión más importante de una revolución que no se menciona. Termina por encerrar a cada individuo en una jaula de cristal a través de la cual los reflejos de la multitud le prohíben pensarse a sí mismo a la vez como entidad única y como ser colectivo. Hay una parte de juego y una necesidad de secreto que deben intercalarse en todas las relaciones sociales so pena de producir un sistema sin asperezas, uniforme y totalizador. “Ya que no se trata aquí de un totalitarismo entendido como un modo autoritario y coercitivo del ejercicio del poder, sino de una especie de pacto tácito o explícito que liga, a priori libremente, a los individuos a una serie de entidades encargadas de ayudarles, siguiendo una continuidad temporal y una potencia de modificación que toma una forma cada vez más totalizadora”. Así, cada uno viviendo para sí mismo y por sí mismo termina por abandonar el mundo común que imprimía al ser esa particularidad original sin la cual no puede haber alteridad.

Obsolescencia del ser humano

Frente a esa constatación particularmente oscura, el autor dibuja los contornos de una política y una ética de la razón digital que nos parecen un poco ingenuas en relación a las problemáticas subrayadas. En una retórica cercana a la izquierda crítica, ese plan consiste en volver a dar el poder a los ciudadanos a través de la creación de instituciones realmente democráticas: un Parlamento mundial de datos, una gobernanza de internet, una educación digital, etc.

Estas medidas se inscribirían en una ética ampliada cuyos contornos parecen igualmente bastante evasivos: defensa de la libertad, salvaguardia de la vida privada, preservación de lo común, etc. A decir verdad, Éric Sadin nos parece más convincente cuando piensa en la producción de un contraimaginario, el desarrollo de temporalidades divergentes y la utilización alternativa de lo digital. Sin este tipo de políticas, de las que conviene subrayar la parte utópica, el ser humano se dejará llevar por uno de sus instintos más profundos y peligrosos: el de querer optimizar la vida para hacer un dato exterior a él mismo. Con la ayuda de algoritmos. Parece que ese “milagro” está ya a su alcance: resolver la ecuación humana y terminar con la vida como la conocemos hoy en nuestra especie.  Fuente: Éléments pour la civilisation européenne