En el discurso de algunos de los miembros de los movimientos reagrupados genéricamente bajo la amplia denominación de “nacionalista”, o también de “derecha radical”, se recurre frecuentemente a un pensamiento filoliberal, dicho de otra forma, a las ideas que, de una forma u otra, están marcadas ‒o contaminadas‒ por el pensamiento liberal. El Front National (hoy Agrupación Nacional) y otros movimientos soberanistas o clubes de pensamiento, como el Club de l´Horloge, son víctimas de este pensamiento en diversos grados.
El atrapa-todo término “liberal”
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Una acepción tradicional del término “liberal” designa a una persona que tiende a extender sus buenos hechos, a aliviar las necesidades de sus semejantes, o incluso solamente que intenta ser útil y agradable, según la definición del diccionario Bescherelle de 1863. Por supuesto, no es de estas cualidades, de estas inclinaciones de la personalidad, de lo que trata nuestro propósito.
La acepción del término "liberal" que nos interesa se relaciona evidentemente con la corriente de pensamiento nacida de la filosofía de la Ilustración y pasó al lenguaje político durante la década de 1790 para designar a hombres moderados, devotos de las doctrinas liberales, y no de las terroristas, de la Revolución francesa. Designaba generalmente a los hombres afectos a las ideas generosas, que profesaban una cierta benevolencia hacia todas las clases de la sociedad, deseando que su suerte mejorara. Así, el término, después de 1815, fue aplicado a los adversarios de la Restauración, tales como el diputado Manuel y el general Foy, que supuestamente reaccionaban contra el oscurantismo de la monarquía borbónica restaurada, de la que, desgraciadamente hay que reconocerlo, numerosos de sus partidarios demostraron una falta de inteligencia y miras, como en el caso de la ley llamada “Millones de emigrantes” y la ley sobre el Sacrilegio. También estaba la República liberal que se confunde con la IIIª República, cuya investidura por los radicales de todo tipo después de 1901 no cambiará fundamentalmente su espíritu: la República en Francia siguió significando un régimen anticristiano e incluso anticlerical.
La acepción del término "liberal" que nos interesa se relaciona evidentemente con la corriente de pensamiento nacida de la filosofía de la Ilustración y pasó al lenguaje político durante la década de 1790 para designar a hombres moderados, devotos de las doctrinas liberales, y no de las terroristas, de la Revolución francesa. Designaba generalmente a los hombres afectos a las ideas generosas, que profesaban una cierta benevolencia hacia todas las clases de la sociedad, deseando que su suerte mejorara. Así, el término, después de 1815, fue aplicado a los adversarios de la Restauración, tales como el diputado Manuel y el general Foy, que supuestamente reaccionaban contra el oscurantismo de la monarquía borbónica restaurada, de la que, desgraciadamente hay que reconocerlo, numerosos de sus partidarios demostraron una falta de inteligencia y miras, como en el caso de la ley llamada “Millones de emigrantes” y la ley sobre el Sacrilegio. También estaba la República liberal que se confunde con la IIIª República, cuya investidura por los radicales de todo tipo después de 1901 no cambiará fundamentalmente su espíritu: la República en Francia siguió significando un régimen anticristiano e incluso anticlerical.
La palabra "liberal" ha conocido diversas connotaciones hasta el punto de que en los Estados Unidos, un liberal continúa siendo considerado como un hombre de izquierda, dicho de otra forma, el equivalente del movimiento social-comunista en Europa, mientras que en Europa, “liberal” designa a una persona de derecha. Sin embargo, el mito democrático que todavía está ligado al término, ha devenido en un lugar común para todos aquellos que, más o menos, se adhieren al modelo llamado “occidental”, a saber, la sacrosanta economía de mercado y los derechos humanos; la palabra “liberal” se relaciona, en nuestros días, esencialmente a la doctrina económica y a una determinada concepción del orden social. Designa un pensamiento que descansa, en primer lugar, sobre la voluntad de despojar al individuo de todo vínculo social, desapareciendo la noción de bien común, y en segundo lugar, sobre la afirmación de un orden natural que tiende a establecer espontáneamente de manera equilibrada, particularmente en el dominio económico, dejando al hombre, concebido como un agente económico racial (el homo economicus), actuar libremente, sin restricciones.
Una ideología materialista
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Estos dos puntos requieren algunas observaciones. En el pensamiento liberal, derivado de esta corriente de pensamiento “moderno” que reposa sobre el postulado galileano de que el mundo está escrito en lenguaje matemático y puede, por tanto, ser explicado a partir de cifras y números, el ser humano es considerado y tratado como un individuo y no como una persona. Esto significa que el ser humano es despojado de sus cualidades sensibles, pensado como desprovisto de toda pertenencia cultural, nacional, profesional, como no teniendo ninguna relación con la sociedad, en la que simplemente es un miembro económico: es un ser construido artificialmente según una racionalidad materialista que ignora la realidad. Del hombre concreto de carne y hueso, que tiene un medio, un oficio, una personalidad, una especificidad étnica, racial y cultural, la utopía demoliberal hace un ser irreal, teórico, un personaje alegórico fuera del tiempo y del espacio e idéntico en todos los estadios de la sociedad y en todos los lugares del planeta. Por esta razón, el pensamiento liberal no es más que un materialismo, del que cuelga, a la vez antitético y complementario, el socialismo teorizado por los marxistas, que piensan recomponer el indispensable vínculo social a priori, a partir de los individuos. Naturalmente, deriva de esta racionalidad materialista, alimentada por la adición y la agregación de números, la noción misma de la democracia llamada “representativa”, fundada sobre elecciones periódicas en el curso de las cuales se suman aritméticamente los votos de los individuos, simples matrículas consideradas en sí mismas.
Este materialismo se encuentra sintetizado en la mística del mercado, según la cual toda relación económica y social depende de la ley del mercado, o más exactamente, de los múltiples mercados que son establecidos en tanto que haya materias y sujetos que puedan servir de pretexto para su establecimiento, desde el mercado de la tierra al mercado de los objetos inmateriales, o hasta los mercados sobre las tasas de interés y otros “trucos” financieros de naturaleza especulativa.
Tal es, sucintamente resumido, el corpus ideológico del liberalismo que infiltra en diversos grados la reflexión de un gran número de personas apegadas a su nación, a su civilización. De lo anterior se deduce claramente que tal ideología va en contra del objetivo perseguido, a saber, la defensa y la promoción de los intereses nacionales, a través de los cuales sólo la auténtica personalidad de cada ser humano puede ser afirmada, desarrollada y defendida.
Una nación, en efecto, no es una simple adición de individuos, de clones: es una comunidad de destino, hecha por hombres que la encarnan en el presente, pero también de la tierra que les permite subsistir, por las generaciones anteriores que la han edificado con su esfuerzo y mediante los sacrificios surgidos de un pensamiento, de una cultura anclada en la historia frecuentemente milenaria que alimenta una tradición viva y respetada por cada uno de sus miembros. Una nación no se reduce a su PNB (producto nacional bruto). Una nación no es un agregado económico ni un conjunto de mercados. La nación no es cuantificable, ni mensurable: se refiere a un Ser propio marcado por una identidad específica, una única alma inimitable. Un pueblo no es una suma de individuos reunidos en un cuerpo electoral, sino un tejido de cuerpos intermedios entrelazados entre ellos por múltiples vínculos intelectuales, sociales y económicos.
Querer defender la nación y el pueblo a los que se pertenece, profesando ideas liberales, equivale a privarse de los medios eficaces para el combate.
El espejismo liberal
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Esta deriva del pensamiento de los que se sienten sinceramente apegados a su patria, proviene del hecho de que su sentimiento patriótico, su sentimiento nacionalista, no está apoyado, estructurado, en una doctrina. Y la única doctrina que permite ver con claridad, actuar eficazmente por la salvación de la nación es la doctrina nacionalista, en otras palabras, la forma de pensar los acontecimientos en función del único interés de la nación considera objetivamente en su plena y completa realidad, hecha a la vez de alma y de materia. Ninguna acción política puede ser válida si no deriva de una concepción espiritualista.
Es fácil explicar la atracción del pensamiento liberal, demasiado frecuentemente reducido a su aspecto económico, por el éxito económico mundial de los Estados Unidos, y percibido, por tanto, como un Estado-modelo que aplica el liberalismo, entendiendo a tal efecto que las potencias dominantes siempre tienen la tendencia a irradiar y a servir de ejemplo a imitar. Sin embargo, es fácil mostrar que lo que conocemos como liberalismo norteamericano reposa ampliamente sobre un proteccionismo especialmente notable en el dominio agrícola y en las múltiples intervenciones estatales. Esta realidad es, por otra parte, denunciada por los liberales a los que se califica convencionalmente como ultraliberales, discípulos de Hayek y el movimiento libertario cuyo principal teórico fue Murray Rothbard. También es fácil mostrar cómo los ataques contra este proteccionismo norteamericano llevados a cabo en los últimos años, debilitan, sin que esto aparezca todavía claramente, las estructuras de la economía americana cuyo déficit exterior va creciendo progresivamente, y cuya economía, víctima del librecambismo mundialista se vacía poco a poco de su sustancia, particularmente de su sustancia industrial.
El espejismo liberal debe ser, por tanto, denunciado y disipado. Sin embargo ‒y es aquí donde entran la confusión y los malentendidos‒, la crítica que hacen los liberales del funcionamiento de nuestra sociedad está lejos de ser infundada. Pero no se trata aquí del liberalismo, sino de la organización de nuestra sociedad, y más precisamente, de la de los poderes públicos, a saber, la del Estado y sus desmembramientos. La única cuestión que se plantea es la de la eficacia del Estado en lo que se refiere a la defensa y la promoción del interés nacional.
Libertades económicas y nacionalismo
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Así, la cuestión que se plantea por relación a la economía no es la de desmembrar el Estado porque la ideología lo ordena, sino la de saber cómo permitir a los nacionales el ejercicio de sus talentos creativos, dicho de otra forma, de tratar la cuestión de las libertades económicas por referencia al interés de la nación, es decir, en el marco de una economía nacional orientada en función del interés y del bien común de la nación. No hay que confundir las libertades económicas indispensables para la vida de una nación, en la medida en que ellas permiten expandirse a las diferentes energías creativas, con el discurso liberal, ideológico, que se sitúa, por su naturaleza, fuera del marco nacional y de las preocupaciones nacionales
Está claro que se plantea la cuestión del papel del Estado y, singularmente, de las derivas parasitarias que caracterizan su evolución desde hace algunas décadas, especialmente la empresa tenticular que se despliega en las sociedades occidentales hasta el punto de asfixiarlas mediante la intermediación de los cuerpos de funcionarios en plena proliferación, y que se traduce en insoportables inquisiciones legales y fiscales. Una reorganización de los poderes públicos, especialmente mediante una reordenación de la organización administrativa que suponga la supresión de numerosos organismos duplicados, es indispensable: lo cual implica un previo cambio de régimen que ponga a la plutocracia política parasitaria fuera del circuito; lo que implica también, necesariamente, la salida de la Unión europea, estructura a la deriva soviética que todavía refuerza más la esclerosante empresa de la burocracia y de la tecnocracia, destruye nuestra soberanía y vende a nuestros países a las potencias financieras transnacionales y necesariamente apátridas.
Por consiguiente, si bien entendemos que deben ser eliminados los grilletes de la burocracia estatal, hay que decir, al menos, que el Estado debe seguir jugando un rol director en la orientación de la actividad económica. Esta última debe ser sometida al interés nacional, al bien común, y no al interés de los poderes privados, como es el caso actualmente, con instituciones financieras y capitales anónimos, así como con diversos grupos de presión ideológicos, tales como los clubs fabianos y otras organizaciones más o menos ocultas o clandestinas.
Los idiotas útiles del mundialismo
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Más ampliamente, ningún redireccionamiento de los Estados europeos puede ser considerado si no se inscribe en una óptica que tenga en cuenta, primero, los intereses nacionales, es decir, una perspectiva nacionalista. En el estado actual de la cuestión, esto significa que no se trata de reorganizar el sistema actual, ni de reformarlo, porque él no es reformable: se trata de restablecer y recuperar a las naciones europeas en la continuidad de su historia, la que fue interrumpida por el establecimiento, progresivo desde 1789 y generalizado después de 1918, de regímenes fundados sobre la racionalidad de las Luces, que es una mutilación de la razón y de nuestra civilización, así como, fundamentalmente, un universalismo negador de las naciones.
Según este criterio, las personas dicen ser de “derecha” y se consideran patriotas, no pueden ser sino los “tontos útiles” del sistema que lenta pero de forma segura se ha establecido desde finales del siglo XVIII. Esta gente, impresionadas por las derivas del sistema, pasan el tiempo denunciándolas y proponiendo soluciones, sin, por otro lado, cuestionar y poner en causa ese sistema, Diciéndose de “derecha”, no hacen sino oponerse a la “izquierda”, la cual, por la naturaleza misma del sistema, es su diabólico motor. La historia lo muestra: la “derecha” ha pasado sus tiempos, durante dos siglos, jugando el rol de freno que, en el mejor de los casos, con más o menos efectos, ha logrado ralentizar el modernismo sin llegar a detenerlo. Más todavía, con el tiempo y la costumbre por falta de vigilancia, la “derecha” hace suyas las “ideas avanzadas” de ayer, que eran las que criticaba entonces. Progresivamente, pero de forma segura, se distorsiona a sí misma, hasta el punto de que, en estos últimos años, asistimos al surgimiento en lo que se puede designar como el espectro ideológico de la “derecha”, desde los más moderados ‒aquellos que se acomodan mejor al sistema‒, hasta los más reticentes ‒aquellos que no aceptan la mayoría de las derivas aun estando convencidos del irremplazable valor de la democracia liberal. Esto es lo que, en Francia, se designa, grosso modo, bajo las denominaciones de “seudoderecha” ‒la derecha “regiminista”‒ o incluso de “derecha nacional”, que se refiere a todo ese pensamiento común de la derecha francesa republicana en los años 1950.
Pongamos algún ejemplo de los últimos desarrollos de esta derecha nacional, liberal y demócrata. Por ejemplo, en la fundación del Club de l´Horloge, el tema era el siguiente: “Las necesarias rupturas: una estrategia para redirigir Francia”. El tema tenía gran interés: recuperar Francia es la preocupación de todo francés consciente del declive actual. Henry de Lesquen, presidente del club, presentaba su proyecto: “Hombres políticos de derecha que se vanagloriaban de ser auténticos matamoros respecto a las rupturas, para retroceder enseguida, lastimosamente, ante la izquierda, como vimos en el asunto del primer contrato de trabajo. Hay que tomar en serio la ruptura porque la recuperación de Francia no será concebible en tanto que la vía de la reforma no se despoje de sus auténticas rupturas en todos los dominios de la política. Hay que romper, en primer lugar, con los tabúes impuestos por la izquierda para volver a los principios de la Nación y de la República; a continuación, hay que desarrollar la libertad y la democracia para iniciar el necesario cambio”.
Un lenguaje confuso
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Esta declaración comienza bastante bien: denuncia a la seudoderecha que gobierna a remolque de la izquierda, como ha hecho lastimosamente durante generaciones, y accesoriamente fustiga a los impostores e ilusionistas. Después, continúa afirmando que nada puede hacerse sin auténticas rupturas. En efecto, como sabemos, el sistema no es reformable: hay que cambiarlo. Sin embargo, rápidamente, las cosas empiezan a ir mal. ¿Qué leemos? Hace falta “volver a los principios de la Nación y de la República”. Ciertamente, volver al principio nacional es de un elemental buen sentido, pero la expresión “volver a los principios republicanos” no hace más que intrigarnos. En efecto, ¿cuáles son esos principios? El Club de l´Horloge había tratado este tema, pero ignorando el significado preciso de la noción de "República" en Francia. El término “República” no es infamante en sí mismo: hubo una República romana, una República genovesa, una República veneciana, etc. Apareció en 1577 el libro de Jean Bodin “Tratado de la República”, que toma la palabra en su acepción primitiva, a saber, la “administración de la cosa pública” (lo que no hace, sin embargo, de Bodin un republicano en el sentido moderno del término, ya que se pronuncia por la monarquía hereditaria).
Pero en Francia referirse a la "República" consiste, en el sentido habitual, contemplar una concepción mutilada de Francia, esa “Francia que comenzó en 1789”, que ha servido de modelo desintegrador para Europa desde 1918, que rechaza fundamentalmente las raíces espirituales de Europa y de Francia, en ruptura total con su pasado plurimilenario y piensa en Francia como modelo cosmopolita y universal al precio de la disolución de su ser en esa universalidad. Si, en el presente marco institucional, puede comprenderse la prudencia de no cuestionar la forma republicana de gobierno, aquellos que quieren actuar para recuperar Francia deberían evitar referirse explícitamente a “la” República para o confundirla con la propia Francia. En el mejor de los casos, que hablen de "su" República a fin de evitar cualquier confusión, suponiendo que, en su mente, la distinción exista, cosa poco segura, como veremos más adelante.
Libertad y democracia
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A continuación, Henry de Lesquen continúa pidiendo "desarrollar la libertad y la democracia". Pero, ¿qué es “la” libertad? Cabe señalar que durante décadas no se hablaba más que de desarrollo y libertad. ¿Y qué encontramos como libertades? La libertad de aborto, la libertad para conspirar contra la nación, la libertad de exhibir una moral desviada, etc. Ah, vale, Henry de Lesquen piensa, sobre todo, en la libertad económica. Pero, ¿qué es la libertad económica? Porque si la libertad económica reclama la libertad para emprender y crear, puede conducir al peor de los liberalismos económicos, sometido a la finanza internacional. En cuanto a la democracia, que es precisamente la democracia representativa, sabemos que es uno de los principales factores de nuestro declive. No se trata, en efecto, sino de un gobierno oligárquico en manos de grupos de intereses privados que dan lugar a todas las corrupciones y a todas las mediocridades. Pensemos en nuestra historia petrolera, donde el interés nacional fue sacrificado para evitar los enfrentamientos entre nuestros políticos y los grupos petrolíferos multinacionales. Finalmente, querer desarrollar la libertad y la democracia “para obtener los cambios necesarios” equivale a emplear una fórmula hueca.
Además, cuando Henry de Lesquen demanda romper con los tabúes impuestos por la izquierda, debería, en primer lugar, denunciar la naturaleza del régimen cuyos fundamentos son, precisamente, no lo olvidemos, de “izquierda”: no debemos olvidar que, como resultado de los continuos procesos de deriva izquierdizante del pensamiento desde el siglo XVIII, los ideales de “derecha” que hacen suyos en el Club de l´Horloge, eran bajo el agonizante Antiguo Régimen los de la “izquierda” de la época, en la medida en que la izquierda encarna el mito contemporáneo del “progreso” y su accesorio marxista del seudosentido de la historia, lo que en realidad no es sino el producto de la voluntad de los hombres.
La confusión republicana
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Henry de Lesquen, en su conclusión, insiste sobre el hecho de que “las rupturas propuestas son de inspiración liberal y nacional, por tanto republicanas”. Aquí toca fondo el pensamiento de la derecha nacional: ese fondo que persiste en la destrucción del cuerpo nacional en tanto que conjunto de cuerpos intermedios, en el rechazo de una concepción orgánica de ese ser vivo que es una nación para convertirla en un mero agregado de individuos. Desde este punto de vista, republicanos liberales y republicanos socialistas comparten los mismos fundamentos: los de una concepción constructivista de la sociedad, de un pueblo, y no una concepción carnal, una concepción acorde con la experiencia de una historia milenaria que es consustancial a la naturaleza humana. La concepción de la República por parte del Club de l´Horloge no tiene confusión posible, es la de la Revolución francesa, que fue una revolución liberal y episodio del Terror, ligada además a la situación apocalíptica del régimen amenazado por la invasión. La propia IIIª República, fiel a su naturaleza liberal, al menos en economía, conducirá una política de inspiración antisocial que llevará a la explosión de 1836, mientras que la Alemania bismarckiana, presentada como el parangón del autoritarismo, del aristocratismo ‒y, por tanto, de oscurantismo reaccionario‒ por parte de los “republicanos”, instaurará desde los años 1880 un conjunto de leyes destinadas a mantener la sustancia social de una sociedad alemana que, por otra parte, no había sufrido el traumatismo desestabilizador de una revolución que hizo tabula rasa del pasado. Es imposible, en consecuencia, redirigir a Francia sobre la base de tales primicias.
Las débiles rupturas
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Dicho esto, debo exponer lo que el Club de l'Horloge considera, de hecho, como las principales rupturas a realizar. Restablecer la primacía del derecho nacional sobre el derecho europeo; restablecer la pena de muerte; suprimir el reagrupamiento familiar para poner fin a la inmigración masiva; abolir el pacto civil de solidaridad para restaurar la familia; instituir el referéndum de iniciativa popular; crear el cheque educativo; liberar el mercado de trabajo; introducir la competencia en materia de seguridad social; reformar la derecha.
En todo esto, por supuesto, hay muchos puntos que van en el buen sentido. Restablecer la primacía del derecho nacional va de suyo. Pero no es más que una consecuencia de la afirmación de un primer principio: el de la inalienabilidad de la soberanía nacional. Europa no es como los Estados Unidos, donde los Estados son una emanación de un poder central fundado sobre trece colonias, sino que está hecha de Estados y de pueblos con identidad propia, arraigadas sus raíces en la profundidad de los siglos, habiendo contribuido a edificar una civilización común. Si bien una cooperación es indispensable y vital, ello no puede hacerse mediante una abdicación de la soberanía que le es propia.
Por consiguiente, contentarse con la afirmación de la primacía del derecho nacional es insuficiente. Suprimir el reagrupamiento familiar es ciertamente necesario, pero es una medida mínima y parece que el Club de l´Horloge se muestra bastante moderado frente a un fenómeno gravísimo. En efecto, además de la supresión de la automaticidad de una protección social convenida para todos los inmigrantes, es vital establecer una drástica política de lucha contra la inmigración ilegal: estamos objetivamente en un estado de guerra por la supervivencia de nuestra identidad y de nuestra civilización, y las medidas a adoptar son las que todo Estado digno de este nombre adoptaría en tiempo de guerra. Conjuntamente, es el reenvío de inmigrantes inasimilables e inasimilados a sus países de origen lo que debe ser organizado. Que no digan que es imposible: una docena de millones de alemanes instalados en Europa central y oriental desde hacía cinco siglos, si no más, fueron expulsados en abominables condiciones en algunas semanas durante 1945. Varios cientos de miles de europeos instalados desde hacía más de un siglo en Argelia, país que habían construido, fueron expulsados en algunas semanas durante 1962. Habría que actuar con calma, con humanidad, de forma concertada con los países respectivos, para no llegar a situaciones críticas. Si la situación actual no permite, evidentemente, ponerse manos a la obra de forma inmediata, hay que mantenerlo, no obstante, como principio político fundamental porque la historia siempre presenta situaciones que nunca hubiéramos imaginado hasta que la realidad nos alcanza: ¿quién, en 1906, hubiera imaginado que menos de quince años más tarde, Austria-Hungría sería borrada del mapa y que la Rusia zarista cedería su lugar al sangriento régimen bolchevique?
Abolir el pacto civil de solidaridad es también una medida de sentido común, a condición de que sea acompañada de un cambio del clima mediático que no deja de propagar la inversión de todos los valores. Sucede lo mismo con el cheque educativo, aunque queda por saber cómo sería implementado. Por otra parte, si hay que “liberar” el mercado de trabajo, ello no puede hacerse más que en el marco de un Estado nacionalista en el cual la dimensión social es seriamente considerada. Sin embargo, sabemos por experiencia que el pensamiento liberal, subyacente bajo este club, es portador de muchos desastres y está fuera de toda discusión dejar que los “liberales” se encarguen tal reforma.
En suma, en esta lista de “rupturas”, encontramos solamente medidas de orden técnico, medidas parciales, incluso secundarias. Principalmente, vemos una gran ausencia: la política monetaria y financiera nacional. Ciertamente, para gran parte de la gente que ha sido atrapada por el virus liberal, esto no es sorprendente. Sin embargo, es uno de los elementos fundamentales de cualquier soberanía nacional y si, en el marco actual, en una hipotética aplicación inmediata, habría necesariamente que tener en cuenta el entorno internacional dominado por una finanza apátrida y especulativa, una política francesa fundada sobre la moneda debería ser ampliamente asumible.
Más todavía, no vemos la auténtica ruptura que consiste en afirmar la soberanía de una Francia de fundamentos europeos y cristianos, encarnada y dirigida por un Estado a la vez nacional y social, dicho de otra forma, una soberanía fiel a la naturaleza y la identidad francesas. Pues bien, todo lo demás deriva de este principio que no es ni de derecha ni de izquierda, sino que es el principio mismo de Francia y del resto de los Estados europeos occidentales, como igualmente lo es para todos los pueblos y naciones que existen es este mundo.
La única vía posible: el nacionalismo
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Por eso, cuando Henry de Lesquen propone como última ruptura la de “reformar la derecha”, podemos indicarle la única vía posible de reforma: la de la conversión de la derecha a la doctrina nacionalista, a un nacionalismo que no es, repitámoslo, ni de izquierda ni de derecha, sino simplemente la doctrina, el partido, de Francia, sin el cual ella no puede más que conocer graves contratiempos, como en efecto nos dice la experiencia. El nacionalismo es, en efecto, la comprensión de las reglas que permiten a una nación constituirse y ser duradera, sin olvidar que su negación entraña la decadencia y la desagregación. Si la “derecha” no se convierte, en todo caso, al nacionalismo, se condena a desaparecer en tanto que fuerza de redireccionamiento de la nación, si no lo es como fuerza política, simplemente, los acontecimientos la convertirán en una fuerza definitivamente obsoleta. No podemos preconizar y conducir una política de regeneración nacional desarrollando un pensamiento hemipléjico.