En primer lugar,
¿puede presentarse en unas palabras?
Colaboro en la revista Éléments y enseño economía en la
escuela de comercio. Escribo principalmente sobre temas económicos, pero
también trato temas sobre sociología, politología, etc.
Durante el coloquio
“Miradas cruzadas sobre nuestra identidad”, su exposición trataba sobre el
dinero-rey y la tradición. Distinguía especialmente la economía moderna, fundada
sobre el individualismo y el utilitarismo, de la economía tradicional medieval,
insistiendo sobre el hecho de que se creía que era necesario crear esa economía
moderna, crear el mercado. Sin embargo, hoy se tiene la impresión común de que
nuestra forma de hacer economía es natural y que siempre ha existido. ¿Podría
volver sobre este aspecto “artificial” de la economía moderna y situar su
aparición en el tiempo?
La economía tradicional estaba extremadamente localizada y
siempre subordinada a objetivos colectivos, ya fueran políticos, comunitarios,
etc. (se razonaba, por ejemplo, en términos de interés para la villa, para una
corporación…).
Para crear el gran mercado era necesario destruir todas las
instituciones sobre las que estaba construida la economía. En consecuencia,
destruir las corporaciones y abolir las numerosas fronteras que existían en el
interior de un mismo reino. Esto comenzó antes de la Revolución francesa, pero
culminó con ella.
Antes, muchos intercambios escapaban a la economía monetaria,
en una lógica del don y del contra-don. Pero en un momento, surge la necesidad
de eliminar estos sistemas de intercambios para tasarlos mejor. Esto se hizo
con un doble interés, el del rey y el de la clase burguesa, que se aliaron, en
cualquier caso, contra los intereses de las provincias y las regiones, de todas
esas múltiples pequeñas patrias locales que eran más o menos autónomas. El
objetivo era crear grandes mercados.
Durante el coloquio,
usted citó la oposición entre la figura del comerciante y la del héroe, tal y
como la había desarrollado el economista alemán Werner Sombart a principios del
siglo XX. ¿Podría darnos las grandes líneas?
El comerciante y el héroe obedecen a dos tipos de ética
completamente diferentes. Persiguen objetivos muy diferentes en su vida. Según
Sombart, el comerciante siempre se pregunta lo que puede ganar en términos
monetarios. Se inscribe en una jerarquía cuantitativa dirigida a la acumulación
de riquezas. El héroe, por el contrario, busca “dar”: no razona en términos
monetarios, sino que se guía por valores. Se inscribe en una jerarquía
cualitativa (en la cima de la cual se encuentra, por ejemplo, la valentía, la
generosidad, etc.). Encontramos esta distinción también en Péguy, especialmente
en su ensayo sobre el dinero.
Entre el mercader y
el héroe, ¿dónde situaría usted hoy la figura del emprendedor?
El punto más esencial es el de saber si la persona actúa por
su propio interés o por un interés más amplio (por una comunidad, en sentido
político…). Un emprendedor puede inscribirse perfectamente en cada una de estas
dos dimensiones. Puede posicionarse como héroe o como comerciante. Para
construir una catedral, por ejemplo, hacía falta la financiación de numerosos
burgueses emprendedores. Más allá de una simple acumulación de riquezas, ellos
contemplaban también un objetivo colectivo.
Es cierto que, en
algunos círculos de pensamiento, especialmente de derechas, el mundo del dinero
puede ser percibido como condenable…
Uno de mis combates es, precisamente, divulgar la idea de
que la construcción de nuestra civilización ha necesitado una gran cantidad de
dinero. Pensemos en la construcción de las catedrales, de las ciudades, de los
castillos, en el mecenazgo de los artistas o en la financiación de obras
pictóricas, musicales, esculturales o arquitectónicas. A partir del momento en
que el dinero sirve a una noble causa, es un buen instrumento. Cuando el dinero
se acumula por sí mismo, entonces no tiene ningún interés civilizacional.
Todo depende de los intereses que se persiguen, individuales
o comunitarios. Y esto deriva de elecciones concretas y cotidianas. Nosotros
podemos, cada día, en nuestro trabajo o en nuestras actividades militantes o
asociativas, actuar como mercaderes o como héroes.
¿De dónde viene este
malestar por el dinero?
El origen de este malestar es bastante complejo y se divide
probablemente en tres fases. En primer lugar, en todas las mitologías
indoeuropeas, los objetivos religiosos y políticos eran siempre superiores a
los objetivos económicos. Es la famosa trifuncionalidad indoeuropea, en la que
el sabio sacerdote se sitúa en la primera función, el valiente guerrero en la
segunda y el productor en la tercera. El productor, entonces, podía ser
percibido como inferior. En realidad, estas tres funciones eran absolutamente
complementarias, no se excluían entre ellas. El productor no era discriminado
por las dos primeras funciones, simplemente era subordinado.
En segundo lugar, el cristianismo vehiculó una imagen del
rico que tenía más difícil llegar al cielo que el pobre. La vanidad de la
acumulación de riquezas en la tierra era penalizada, agravada por la
desvalorización del mundo terrestre. Sin embargo, no resulta tan evidente que
ello implicase despreciar el dinero, sino que una interpretación lo relegaba a
un segundo plano religioso.
En tercer lugar, entre finales del siglo XIX y principios
del siglo XX, hay un momento histórico en el que el dinero se convierte en
total. El dinero todo lo reemplaza, literalmente. Autores como Péguy, Bernanos,
Barrès o Céline se posicionaron contra esta avidez de querer siempre tomar
posesión de todo y en erigir el dinero por encima de cualquier valor o de todo
bien. Quizás fuera excesivo. En su ensayo sobre el dinero, Péguy constata, por
ejemplo, que en 1870, el combatiente era la figura emblemática de la sociedad.
Mientras que cuarenta años más tarde era sustituido por el burgués. Podemos
comprender esta reacción de fuerte rechazo, de orden casi estético, frente a la
fealdad de esta nueva jerarquía que eleva a la cumbre la acumulación de
riquezas en detrimento de los nobles valores. Pero este rechazo fue tan radical
que perdió su visión de complementariedad, de utilidad, del dinero.
¿Podemos decir que la
política está sometida a una lógica económica, de la que se ha evacuado el bien
común y se conforma con responder a los intereses de los lobbies, de unos
grupos minoritarios?
Este es un punto del todo preciso. Hoy, cuando el político
toma una decisión, se pregunta si será bueno para tal o cual grupo de
individuos. Para atender al bien común, habría que definir la comunidad que se
vería afectada. Pero, según el paradigma actual, individualista y utilitarista,
casi todo está subordinado al individuo.
¿Esto quiere decir
que el mundo económico ejerce hoy más impacto que el mundo político en nuestras
sociedades modernas? Especialmente cuando vemos que las GAFAM, controlando cada
vez más la difusión de información, podrían estar a punto de controlar toda la
información y, por tanto, nuestra visión del mundo. Para ser capaces de
controlar tales lógicas, ¿no haría falta repensar y reinvertir el campo
económico y empresarial?
Sí, estoy convencido de ello. Hoy, la dominación es, ante
todo, económica. Si estamos en guerra contra el sistema, el dominio económico
forma parte de nuestras armas. Escribir libros y dar conferencias es necesario,
pero no suficiente. Tenemos que darnos los medios para conducir el combate de
las ideas.
Por otra parte, nuestra identidad se define por los valores,
pero el 99% de nuestra vida cotidiana lo hace por el trabajo, el consumo, la
calidad de vida, el ocio, etc., y todo esto está hoy en peligro. Hay que
construir una economía de oposición a la economía actual, una economía
comunitaria, que sea reflejo de nuestra identidad. Es una prioridad e incluso
una cuestión de supervivencia. La creación de tal economía comunitaria necesita
emprendedores, gentes que actúen en lo concreto. Las jóvenes generaciones, en
particular, no deben dudar en crear empresas que estén el servicio de la
comunidad. ■ Fuente: Breizh-info