The Great Replacement. Es así como el terrorista
australiano, asesino de 50 fieles de la mezquita de Christchurch en Nueva
Zelanda, tituló el “manifiesto” dirigido a “explicar su acto”, inscribiéndose
de esta manera en una nueva y espantosa tradición popularizada por Anders
Breivik en Noruega hace varios años, literatura que podríamos hacer remontar a
Theodore “Unabomber” Kaczynski,
terrorista de extrema izquierda que aterrorizó a los Estados Unidos a finales
del siglo XX. The Great Replacement, es
decir, la Gran Sustitución, sintagma cuya paternidad sabemos que se atribuye a
Renaud Camus: no hacía falta nada más para que todas las ratas de la izquierda
propagaran la impresión de que la existencia de tal atentado venía a probar que
la violencia contemporánea no era patrimonio del islam, cargando sobre el
escritor francés la culpabilidad del acto de un asesino que se encuentra en las
antípodas, no sólo geográficas, sino humanas del ensayista. Siguiendo este
razonamiento, se podía haber culpado a Jacques Ellul de los crímenes de Unabomber, que se reclamaba del autor
explícitamente. Absurda genealogía.
Seamos
claros: sí, las ideas pueden matar, incluso cuando ellas no contengan, en sí
mismas, la justificación de violencias políticas o sociales, como fue el caso
del marxismo, por ejemplo, pero no el caso del “camusismo”, cuyo fundamento,
como saben todos los que han leído a Renaud Camus, es la “inocencia”, la “no-cencia”,
es decir, la no-violencia.
El criminal
neozelandés Brenton Tarrant contaba cómo había sido traumatizado por la
realidad de la “gran sustitución” en un viaje por Francia, más que por los
escritos de algún autor en concreto que pudiera inspirarle, a los que, por otra
parte, él mismo decía no prestarles demasiada atención. Desde luego, no es que
haya que creer sus palabras, pero la fría racionalidad de su acto inspira
pavor, repulsión y la condena más virulenta, a fin de que jamás se vuelva a
repetir.
Negación de lo real
Desmontar la terrorífica
mecánica de su acto, ¿prohíbe preguntarse sobre la existencia de la “gran
sustitución”, es decir del cambio de población que está en curso desde hace
cincuenta años en Francia y globalmente en Europa, aun a riesgo de negar la
realidad? La condena de los atentados anarquistas del siglo XIX ni hizo olvidar
la miseria popular sobre la cual ellos se insertaban como parásitos. Por la
misma razón injustificable, la masacre de Christchurch no puede servir a un
nuevo negacionismo.
Todo lo
contrario. Hay que intentar pensar el fenómeno como una oportunidad para frenar
el aumento de la violencia mimética. Precisémoslo, no es precisamente divertido
estudiar las consecuencias de un fenómeno tan trágico. Nadie tiene la intención
de agitar el miedo, como no sea para desequilibrar las falsas conciencias de la
izquierda.
Pero creer
que se puede vivir sin miedo es otra cosa: negar la realidad de los movimientos
migratorios y las consiguientes conflagraciones civilizacionales; celebrar como
un triunfo el multiculturalismo que jamás justifica sus presuntos beneficios;
comprometer a la sociedad; he aquí lo que es criminógeno. He aquí la ceguera y
la mentira que producen las peores tragedias, un misterio responsabilidad de
sus organizadores. Por nuestra parte, puesto que el primer paso hacia la paz y
la armonía parece ser hoy el enunciado de una simple verdad, nosotros no nos
privaremos de ellos, cualesquiera que sean las reticencias.
Modificación de las costumbres
Afrontemos
las cosas tranquilamente. Le Monde afirmaba recientemente sin vergüenza: “Por
lo demás, las cifras contradicen lo esencial de la tesis (de la Gran
Sustitución). Incluso contando ampliamente a los migrantes y sus descendientes
no europeos, apenas se llega al 5% de la población francesa”. El Consejo
representativo de las asociaciones negras (el CRAN), sin embargo, se vanagloria
asegurando que “en Francia, entre el 18 y el 20% de la población es
afrodescendiente”. Una gran contradicción en las cifras.
Continuemos
de buen corazón. En Francia, había 1.500 mezquitas en 2000 y 2.500 en 2015. En
1970, apenas llegaban a 100. Salvo creer que millones de fieles musulmanes han
sido perseguidos y ocultados en las catacumbas durante catorce siglos, el buen
sentido obliga a admitir que no existían hasta hace casi 50 años. Y salvo creer
en la conversión espontánea de los franceses de origen a una religión exótica,
hay que admitir nuevamente que esta población musulmana ha inmigrado reciente y
masivamente. Hablemos, además, del mercado del halal, que no existía en 1980.
En 2016, suponía un comercio de 5 millardos de euros y se extendía a 5 millones
de personas en Francia. No parece que sea una moda lanzada por los “bobos” (progres burgueses-bohemios) a
una población originaria extremadamente estática pero exótica.
Hay además
cifras exponenciales de la drepanocitosis [anemia de células falciformes, una
alteración en la sangre
del ser humano que hace que el glóbulo rojo se deforme y adquiera apariencia de
hoz, lo que entorpece la circulación sanguínea y causa en el enfermo microinfartos,
hemólisis y anemia], una enfermedad genética que afecta casi exclusivamente a
las poblaciones al sur del Mediterráneo, y que demuestran, clínicamente, la
existencia de una población considerable de este origen.
También, como
ejemplo anecdótico, tenemos esa soberbia iniciativa belga-flamenca del político
local Thierry Baudet, y retransmitida por la red con el nombre “Hacer común la
enseñanza”, que consiste en distribuir en las escuelas los estuches de
rotuladores de colores representativos de los colores reales de la piel y no el
“rosa palo” que recuerda instintivamente a los blancos occidentales. Los
coordinadores de esta campaña explican ingenuamente que “nuestra sociedad está
cada vez más diversificada pero no siempre logramos ver esta superdiversidad”.
Pero no hay
cambio, por supuesto. Los “pieles rosas” europeos se modifican de forma
espontánea bajo los efectos de no sabemos qué evolución interna.
Precisemos:
la preocupación que plantea la “gran sustitución” no deriva de un determinado
color de la piel. La “diversidad étnica” es sólo una prueba inmediata y
flagrante, junto a otras, del cambio de población que está en curso en estos
momentos. Y si el cambio de población es problemático y potencialmente
destructor, lo es en razón de su extrema rapidez y de la modificación inducida
de las costumbres y los fundamentos en que se basa una cultura cogerente. La
civilización occidental, con sus exigencias de racionalidad, de libertad, de
igualdad, con su amor por la persona humana, corre el riesgo de desaparecer, si
las nuevas poblaciones, muy ágil y pícaramente instaladas, no son, al mismo
tiempo, integradas, asimiladas. He aquí el peligro.
Un peligro
cuya principal responsabilidad no corresponde a los inmigrantes o extranjeros,
sino a aquellos que les han dejado venir, incluso animándoles a ello, incluso
negando la realidad del fenómeno. Como nos confía Éric Zemmour, esta negación
procede “de dos tipos de ceguera: una ceguera individualista, moderna, según la
cual el individuo no debe preocuparse por su cultura, por su civilización. Y
una ceguera ideológica postrotskista, que quiere destruir la unidad de los
pueblos europeos. A lo que todavía habría que añadir el movimiento del
capitalismo mundializado para el que todo el mundo es intercambiable, y, en
fin, los organismos como la ONU que alientan y financian esta gran sustitución
argumentando que en Europa ya no se tienen hijos”. Es contra esta ceguera que
esperamos llegue una solución… y que sea pacífica. ■ Fuente: L´Incorrect