La crítica de
la técnica puede apoyarse en los trabajos de antiguos y grandes maestros del
pensamiento, pero una nueva generación de autores y usuarios ‒frecuentemente
“arrepentidos”‒ atacan el mito de la neutralidad de la técnica. Un análisis de
estos nuevos tecnocríticos.
Una
modernidad extenuada. Fatiga, pérdida de memoria, riesgos psicosociales, crisis
de atención, aceleración del trabajo, pérdida de sentido. ¿Realmente es necesario
enumerar los daños colaterales de la expansión digital? ¿Cómo explicar que, sin
embargo, estén tan poco documentados, y que los intelectuales tecnocríticos
hayan estado, hasta el año 2000, marginados? La crítica de la empresa digital
ha sido, durante mucho tiempo, tarea de ciertos grupos anarquistas y de los
primeros decrecentistas. Grosso modo, el colectivo Pièces et main-d'œuvre, por un lado, las revistas Limite y La Décroissance, por otro. Surgimiento
de un neoludismo híbrido [ludismo, movimiento del siglo XIX de los artesanos
ingleses contra las máquinas destructoras de empleos] que, después de haber
tomado la medida de la última revolución industrial, la digital, se reconocen
maestros como Jacques Ellul y Bernard Charbonneau, Günther Anders y Theodore Kaczynski.
En Francia, esta reflexión es llevada a cabo por una nueva generación
intelectual, en la que figuran Cédric Biagini, Baudouin de Liodinat y François
Jarrige. En los Estados Unidos, la segunda obra del filófofo Matthew B. Crawford,
The World Beyond Your I lead. On Becoming
an lndividual in an Age of Distraction, y la del doctor Nicholas Kardaras, Glow Kids. How Screen Addiction ls Hijacking
Our Kids - and how to Break the Trance, han sacado a la luz esta cuestión
de la empresa digital. La línea de combate a cubrir es inmensa: economía de la
atención, las ciudades inteligentes, el marketing
comportamental y el bruin hacking, la
domótica, el tratamiento de los datos personales, las tecnodependencias… y
pronto la calificación social, el internet de los objetos y la red 5G, que harán de
las redes numéricas cada vez más complejas, pero también más difícil de
ignorar. Estas innovaciones, ¿no serán, muchas de ellas, necrotecnologías,
tecnologías mortíferas?
Sobre estas
cuestiones, el “unanimismo” de rigor, la religión de la innovación y sus
promesas de creación de empleo, los progresos médicos y la idílica mejora de la
vida cotidiana, parecen poco cuestionadas. Crítica y escepticismo sobre ellas
son relegados al rango de la blasfemia, pero una discreta insurrección está a
punto de surgir. Una contestación que se extiende a medida que la servidumbre
digital refuerza su objetivo. Estos últimos años, los movimientos tecnocríticos
se han propagado también entre los profesionales de la educación y de la
sanidad.
Para acabar con el mito de la
neutralidad tecnológica
Las críticas
más pertinentes proceden, con frecuencia, de los “arrepentidos”. Estos
precursores de la web, que conocen las GAFAM desde su interior, han tomado
conciencia del Leviatán que, ellos mismos, hicieron nacer. Son, entre otros, Tristan
Harris, James Williams y Guillaume Chaslot (Google); Justin Rosenstein, Chamath Palihapitiya o incluso Sean
Parker (Facebook). Su fino
conocimiento de los sistemas algorítmicos y de los programas de investigación
en el campo de las neurociencias, hacen que sus testimonios sean
particularmente valiosos. Estos tecnocríticos de nuevo tipo son los primeros en
refutar el mito de la neutralidad tecnológica. Según este, la influencia de un
objeto técnico sólo depende del uso ‒bueno o malo‒ que se haga de él. Mito que
postula la denuncia de los “malos usos” y de las “derivas” de algunas prácticas
tecnológicas. Para los tecnocríticos, las cosas son más simples: “nosotros
consideramos que la tecnología ‒y no sus “derivas”‒ es el hecho principal del
capitalismo contemporáneo”. Hay que volver entonces sobre la distinción
fundamental planteada por Ivan Illich, y después por Jacques Ellul, entre el
instrumento (el útil o la herramienta) y la tecnología. En el primer caso, es
el hombre el que se sirve del objeto; en el segundo, es el hombre el que se
pone al servicio de la tecnología, situándose, respecto a ella, como un siervo.
En el caso de los smartphones, que
algunos llaman ya “tiranophones”, las incesantes notificaciones son requerimientos
dirigidos a su propietario para consultar el último mensaje, conocer las
últimas noticias, verificar su popularidad en las redes sociales o comprobar el
cumplimiento de su entrenamiento deportivo. «Como en el vehículo autónomo,
estamos condenados a convertirnos en pasajeros de nuestra propia vida. El
humano es el error, y el mundo-máquina no tolera errores”. La industria digital
dedica cantidades muy importantes a los programas de investigación en
neurociencias. El funcionamiento del cerebro humano y su capacidad para
segregar ciertas hormonas se ha convertido en el nuevo Grial para sus
directivos, que buscan maximizar la dependencia de los usuarios.
Captar nuestra atención
Tristan
Harris, antiguo cuadro dirigente en Google, habla de una “economía de la
extracción de la atención”. Hemos pasado, incontestablemente, de un capitalismo
del deseo, el de los Treinta Gloriosos y la sociedad consumista, a un
capitalismo de la atención. Es lo mismo que parece anunciar, pese a él mismo,
el inenarrable Patrick Le Lay cuando hablaba de “tiempos de cerebro
disponible”. Los gigantes digitales tienen un objetivo prioritario en la
despiadada guerra que libran entre ellos: maximizar el tiempo que
un número creciente de individuos pasa ante sus dispositivos y plataformas. El Center for Humane Technology, fundado
por los arrepentidos de la tech, es
bastante claro: “Lo que ha comenzado es una carrera para monetarizar nuestra
atención, que socaba los pilares de nuestra sociedad: la salud mental, la
democracia, las relaciones sociales y el futuro de nuestros hijos”. El brain hacking comportamental está ahora
en el corazón de la estrategia de los gigantes digitales. Jugando con los
mecanismos de recompensa, de duda y de frustración, los que conciben las plataformas
de internet, los sitios web y las potentes aplicaciones, se sirven de las
hormonas humanas para “piratear” el cerebro de los usuarios. Uno de estos
neurocientíficos, Ramsay Brown, no ha dudado en bautizar a su centro de
investigación como «Dopamine Labs». Desde
ese momento, la crítica de la empresa digital, bajo el único ángulo de las
amenazas sobre la vida privada, o sobre la perspectiva moralista, por el fácil
acceso a los contenidos violentos y pornográficos, parece muy débil. Pero lo
esencial está en otra parte: esta captación generalizada de la atención de
millones de individuos ilustra una revolución ontológica sin precedentes. El
hombre pretendidamente aumentado, aquel para el que su smartphone se ha convertido en un cerebro de sustitución, no tiene
literalmente nada que ver con el hombre que era antes.
Por un derecho a la desconexión
George Orwell
describió muy bien la dificultad inherente a cualquier crítica antitecnicista:
“En la teoría, estamos dispuestos a convenir que la máquina está hecha para el
hombre, y no el hombre para la máquina; en la práctica, todo esfuerzo dirigido
a controlar el desarrollo de la máquina nos parece como un atentado contra la
ciencia, es decir, como una suerte de blasfemia”. Estando cada cual guiado por
su propia satisfacción individual (mi teléfono, mis aplicaciones, mi ordenador,
mi consola de videojuegos y mis redes sociales), la crítica tecnológica se está
convirtiendo, más que en un simple combate ideológico, en una querella entre
intelectuales. Está la oposición de los contadores Linky, los quijotescos combates de los electrosensibles y los que
reclaman la inclusión legal del “derecho a la desconexión”. En medio del
increíble tumulto de la época, donde la rapidez y la inmediatez se han
convertido en el principio central, ¿convendría tomar la medida de los que Günther
Anders llamaba con razón “la obsolescencia del hombre”? Individualmente, el
despertar sobreviene con frecuencia después de un choque: depresión, enfermedad
y ruptura del vínculo social. En nuestros países mayoritariamente terciarizados
son numerosos los que ocupan un empleo situado bajo el reino del circuito
integrado y del disco duro. Las pantallas están por todas partes, las
interrupciones cada vez son más frecuentes y las tareas cada vez más aburridas.
La aceleración parece sin objetivo y sin límite. Estos proletarios de nuevo
tipo están reducidos a manipular el teclado y el ratón, rellenar plantillas,
tratar flujos de emails y sufrir reuniones absurdas dirigidas a probar la
utilidad de su trabajo. “Encontrar el sentido”, anuncian los profetas de la
nueva gestión y los gurús del desarrollo personal. Como intentando lubricar los
mecanismos de un capitalismo digital cada vez más bloqueado.
Los
sociólogos constatan, sin embargo, las primeras señales de una ola
tecnocrítica. Este movimiento no se limita al campo intelectual. La neorruralidad,
aunque sea un éxodo urbano de una joven clase media afectada por las promesas
traicionadas de la tecnología, es una realidad cada vez más visible. La
alienación moderna no es el único horizonte posible y este impulso se reúne
naturalmente con la gran toma de conciencia ecológica. Salvar a los cachorros
pandas es una causa justa, pero abstraerse de la máquina, de una tecnología que
tiene por objetivo aniquilar la voluntad y colonizar los imaginarios, quizá sea
más urgente. Los ecologistas radicales y los socialistas conservadores releen a
Weil, Giono, Castoriadis y Morris para construir nuevas contrasociedades que,
por ser utópicas, no son menos eficaces para nuestras sociedades fatigadas.
Desconectar para no autodestruirse, no hemos hecho más que empezar a hablar de
ciberminimalismo y de desconexión voluntaria. Las numerosas iniciativas de
disidencia frente a la empresa digital no están exentas de contradicciones,
pero permiten contener la invasión en todos los niveles: en la escuela, el
hospital, en las relaciones sociales o en el campo político. Frente al gran
bloqueo hay que reivindicar la gran inquietud: “La tarea más importante en
nuestros días consiste en hacer comprender a los hombres que deben inquietarse”,
escribía Anders. Indispensables exploradores. ■ Fuente: Éléments
pour la civilisation européenne