Mientras
la Unión europea es acusada frecuentemente de actuar contra los pueblos y el
bien común, Frédéric Dufoing expone y desmonta los mitos de una UE supuestamente
democrática y revela los defectos de una institución gangrenada por una visión
liberal del mundo.
Los liberales adoran la Unión europea. Es que la UE es el más perfecto bricolaje institucional que ha sido construido, sin ningún plan pero con objetivos, compromisos y transacciones comerciales en la mística del marketing en torno a la idea del librecambio, de un libre mercado de bienes, servicios (es decir, de capitales) y trabajo. Por supuesto, se la vende en kits, y con aparatitos como la famosa paz europea (lograda mucho antes que las maniobras de Monnet y de Schumann, porque los Estados europeos occidentales estaban ya debilitados y dependientes de los Estados Unidos), los intercambios de los Erasmus para digerir la vainilla de los jóvenes europeos de clase media, los derechos fundamentales garantizados y regarantizados en la choucroute institucional, e incluso con otros accesorios más sofisticados, como los programas de inversiones del Feder y la Pac. Ciertamente, a primera vista, se podría creer que son antiliberales, puesto que, en cierta medida, son “estatales”, redistribuyéndose en una lógica de equidad y de reequilibrio regional, en el primero de los casos, y sosteniendo artificialmente la agricultura europea, en el segundo. Sin embargo, se trata de ajustes derivados de los compromisos entre los Estados en plena crisis (des)industrial, especialmente en aquellos Estados agrícolas (en un segundo tiempo), Estados resultantes del colapso del bloque soviético –compromisos que no afectan al “core business” del liberalismo, el cual no duda en llamar (frecuentemente) al Estado cuando sirve a los intereses y valores de su proyecto. No es necesario recordar que los veinte primeros años de la construcción europea se hicieron en pleno clima neoliberal.
Contrariamente a lo que se escucha hoy por todas partes, el neoliberalismo es el liberalismo de inspiración keynesiana (que entonces implicaba regulaciones financieras y monetarias estatales). El liberalismo aplicado desde finales de los años 70 y, a fortiori, desde la caída de las dictaduras comunistas, es un liberalismo puro, neoclásico, que tiende a demoler los logros keynesianos. No es un liberalismo “nuevo” que habría integrado la aceptación de regulaciones llamadas socialdemócratas, sino que, al contrario, tiene por vocación destruirlas. Es, por otra parte, con este objetivo, que fue creada la moneda única europea, de la que tanto y tan mal se habla en los últimos tiempos.
Esta moderna ha sido vendida como un símbolo de soberanía, cuando la UE no es, ni mucho menos, nada parecido a un Estado; como un símbolo de unión de los pueblos europeos, cuando las culturas (y los intereses) de los pueblos que constituyen Europa son, en algunos campos, bastante divergentes, con la excepción de un mínimo común denominador, es decir, la vil y destructiva lógica del consumo; y como una necesidad económica de regulación de los intercambios intraeuropeos, cuando los mecanismos que existían antes (por ejemplo, la famosa serpiente monetaria) permitían ya una tal regulación.
El
funcionamiento de esta moneda está organizado en torno a tres grandes reglas, bastante
estrictas (incluso si las excepciones se multiplican en función del arbitrio y
la oportunidad del país dominante política y económicamente en la UE): una
prohíbe la superación de una cierta tasa de inflación media; otra los grandes
déficits presupuestarios por la deuda, la emisión unilateral de moneda, las
intervenciones estatales en la economía y las políticas de relanzamiento de la
demanda; la última establece una organización colegiada de bancos centrales y,
finalmente, una autentica vigilancia dogmática, supraestatal de las políticas
públicas de los Estados miembros. Aquí vemos cómo la regulación desregula:
decididamente inclinados hacia la economía de mercado, los Estados se ven
impedidos para usar instrumentos de intervención coyuntural, incluso
estructural.
Pero esto no es todo. Quien dice mercado libre e integrado dice, al mismo tiempo, apertura de las fronteras a las mercancías, servicios e inversiones, su puesta en competencia, estandarización de los productos, de los procesos de producción y de las intervenciones administrativas. El acoso a las ayudas públicas y a las diferencias culturales está servido. Y si ningún compromiso serio en materia fiscal puede esperarse ‒la famosa armonización fiscal, como se dice engañosamente‒ es porque, en un mercado libre, la fiscalidad se hace por lo bajo: la bajada de las cotizaciones patronales y las deducciones al capital se propagan como una peste, pues la cuestión es, como hacen los alemanes, exportar a los socios y hacer inversiones en países con menor fiscalidad. Si se añade a la ecuación la libertad de circulación y de instalación (se vende en el “paquete” de los derechos vacacionales, morales y culturales), entonces es el mercado de trabajo el que ha sido globalizado a escala europea ‒con menor éxito, hay que decirlo, porque la concurrencia de empleos se ve y se comprende mejor que la de los productos y las inversiones, que suscitan más reacciones, incluidas las electorales. De ahí también, el arrebato generalizado y siempre actual de los Estados europeos contra la inmigración de poblaciones extraeuropeas que permite girar los proyectores más allá de las fronteras en lugar de hacerlo hacia el interior del territorio de la UE.
Algunos
afirman que la distinción entre mercado europeo y mercado mundial ha podido
proteger a los europeos contra la competencia desleal; que la estandarización
ha podido conducir a mayores y más severos controles sanitarios y medioambientales;
y que la protección de los consumidores y de los derechos fundamentales ha
beneficiado a las instituciones europeas. Pero todo indica lo contrario o, al
menos, un balance mitigado y matizado.
En
cuanto al Tribunal Europeo de Derechos Humanos: si el sistema judicial europeo
funciona a veces de forma adecuada (en particular en lo que se refiere a la
protección de la intimidad), es porque es la única institución europea que a
veces puede ser activada por un simple ciudadano. También es la principal institución
para la protección efectiva de los derechos (aunque es criticable en algunas de
sus decisiones) y funciona con independencia de cualquier interferencia de la
UE. Sin embargo, con respecto a la protección del medio ambiente, los
resultados son bastante negativos: en el caso de las escuelas de alteradores
endocrinos, la institución responsable de la protección del consumidor ha
actuado en contra de las normas sanitarias. En efecto, la lógica burocrática y
el hedor de la arbitrariedad política que tienen como propósito central y
primordial proteger la libertad de emprender (entendiendo los intereses de los
Estados como la suma de los intereses de sus empresas) han sacrificado la
lógica del principio de precaución en aras del crecimiento económico. Donde
vemos una vez más que el liberalismo puede ser acomodado por la burocracia si
estrangula la lógica diferente de la del libre mercado. En cuanto a la
protección contra el mercado global, el caso del AETE (Acuerdo de Libre
Comercio UE-Canadá) ha demostrado suficientemente la hipocresía de las
instituciones y el funcionamiento de la UE, ya que fue un pequeño parlamento
regional (el de Valonia, en Bélgica) el que bloqueó la ya digerida adopción de
un acuerdo que contenía importantes cláusulas que establecían tribunales de
arbitraje privados. Estas cláusulas favorecían a las empresas en contra de las
políticas (sociales, fiscales, ambientales, sanitarias) de los Estados.
Pero
la verdadera victoria de los liberales en el establecimiento de la UE es la
destrucción de la democracia en favor de lo que ahora se llama
"gobernanza". Para simplificar, la gobernanza es un sistema político
en el que las decisiones son tomadas y respaldadas por una élite (electiva o
cooptada, pero social e ideológicamente muy cerrada), implementada por
tecnócratas, con un control muy mínimo sobre la población, y cuyos efectos son
cuestionables individualmente, pero mucho más difíciles de lograr
colectivamente. Mejor aún: a nivel europeo, son los ejecutivos nacionales (el
Consejo) y los tecnócratas que han designado (la Comisión) los que inventan
leyes y las votan, los representantes (el Parlamento) pueden discutirlas, a
veces negociarlas, a menudo modificarlas, pero nunca proponerlas. De hecho, los
pueblos europeos no tienen un procedimiento directo de toma de decisiones.
En
efecto, los pueblos europeos no tienen un procedimiento directo de toma de
decisiones. Como paraguas de los sistemas nacionales que ya sufren,
frecuentemente, un serio déficit democrático, la UE produce el 70 % de la
legislación de los Estados miembros, legislación que necesariamente se inscribirá
en un marco liberal. El proyecto liberal se ha convertido así en una
constitución de facto, pero no
reformable, ya que el proceso de toma de decisiones hace casi imposible
modificar los tratados. La UE es la apuesta ganada por los comerciantes y
banqueros liberales que han entendido que, para establecer un mercado libre,
los intereses de los Estados deben utilizarse en contra de los intereses de los
pueblos. ■ Fuente: Limite