El antiamericanismo tiene
raíces muy antiguas y ramificaciones que alcanzan a casi todas las familias
políticas. Pero esta postura constituye especialmente uno de los rasgos
característicos de lo que la prensa llamó desde los años 1970 la “Nouvelle Droite” (Nueva Derecha). Y
usted mismo es generalmente considerado como un pensador “antiamericano”. ¿Qué
significa exactamente, en su opinión, el antiamericanismo? ¿Por qué este antiamericanismo
se impuso como uno de los principales caballos de batalla de la ND?
El
"antiamericanismo" puede ser comprendido de dos formas: en tanto que
crítica a los Estados Unidos, y más ampliamente del “americanismo” o de la
“americanización”, o como un sinónimo de americanofobia. Yo suscribo la primera
definición, no la segunda. Yo no soy americanófobo, todo y simplemente porque
yo odio las fobias cualesquiera que sean: las fobias son enfermedades del
espíritu, que impiden todo análisis, toda reflexión (incluso podría decirse que
soy “fobófobo”). Por otra parte, yo no hablo de los Estados Unidos de oídas. He visitado ese país, de Nueva York a Miami, de Atlanta a Nueva Orleans, de Los
Ángeles a Chicago. Fue por primera vez con veinte años. Vi muchas cosas que me
gustaron, otras que me desagradaron. A continuación, yo afiné mi criterio,
tanto por las lecturas como con ocasión de nuevos viajes. Hoy, yo cuento con
buen número de amigos en los Estados Unidos. Incluso llegué a escribir en
revistas americanas. Y es con cierto placer que yo regreso, de vez en cuando,
al otro lado del Atlántico, porque siempre aprendo cosas. Es decir, que no tomo
a los Estados Unidos como un bloque, no tengo un enfoque esencialista. Soy
consciente de la diversidad americana, como soy consciente de sus límites.
Critico a los Estados Unidos, pero no los demonizo: representan para mí un
adversario, no una figura del Mal.
Retrospectivamente,
el antiamericanismo de la Nueva Derecha (ND) aparece, ante todo, como la
consecuencia lógica de un cierto número de tomas de posición teóricas. Los dos
puntos más importantes son la crítica del liberalismo y el cuestionamiento de
la noción de Occidente. El liberalismo es, esencialmente, una ideología de
origen anglosajón, que encuentra en los Estados Unidos una especie de tierra de
promisión. Tomo, por su puesto, este término de liberalismo en el sentido que
se le da en la Europa continental: la creencia en la superioridad del mercado
concebido como fenómeno natural autorregulador y autorregulado, incluso como
paradigma de todos los hechos sociales, la legitimidad del sistema del dinero y
la superioridad de los valores mercantiles, el primado del individuo sobre la
comunidad (“la sociedad no existe”, decía Margaret Thatcher), la creencia en el
progreso, la convicción de que la economía es más importante que la política,
que el comercio es intrínsecamente “pacificador”, que la libertad se adquiere
esencialmente en la esfera privada (la “sociedad civil”), que el hombre está
sobre la tierra para perseguir racionalmente su mejor interés, etc. Estas
creencias siempre han sido compartidas por la inmensa mayoría de los
americanos, sean de derecha o de izquierda. A partir de los años 60, la ND
ataca igualmente la noción de Occidente. La idea general era que este término
no tenía ahora más que un sentido económico (países occidentales = países
desarrollados), y que Europa, en tanto que cultura y forma de civilización,
poseía valores de referencia, pero también intereses, fundamentalmente
distintos de los de los americanos. En esta época, que era la de la Guerra
fría, se trataba de reaccionar contra el mito de un “mundo libre”
necesariamente solidario de Washington frente a la Unión soviética, mito al que
se suscribía masivamente la derecha, fuera ésta “nacional” o “liberal”. Mi
sentimiento era ya entonces que Europa debía encontrar las condiciones para su
autonomía sin alinearse con ninguno de los bloques en presencia. El objetivo
era salir del orden bipolar heredado de Yalta, de escapar a la “tenaza” que
alienaba su independencia, “tenaza” no sólo política, sino también metafísica
(como bien lo había visto Heidegger), cuyos dos brazos estaban representados
por Washington y Moscú.
Esta crítica
de Occidente tenía también una dimensión histórica. Desde el principio, la ND
se opuso a las doctrinas universalistas, tanto religiosas como profanas. El
universalismo es un etnocentrismo enmascarado: conduce a tener por universales
los valores particulares (aquí, los valores occidentales) y a considerar su
adopción por todas las culturas de la tierra, en detrimento de sus propios
valores, como una perspectiva a la vez posible, deseable y necesaria. En el
curso de los dos milenios pasados, Occidente no ha dejado de ser un
“conversor”. Ha usado todos los medios para imponer esta conversión. Las
diferentes culturas del mundo han sido sucesivamente llamadas a convertirse por
los misioneros (en nombre de la “verdadera fe”) y los mercadores (en nombre del
“librecambio” y del “desarrollo”). Más todavía, los Estados Unidos se
encontraban en el centro de la problemática, en la medida en que los
fundamentos bíblico-puritanos de su cultura no han dejado de alimentar en
ellos, junto a un aislacionismo resultante del deseo de no ser “contaminado”
por el mundo exterior (y especialmente por una “vieja Europa” que los primeros
inmigrantes habían abandonado con la esperanza de instaurar una nueva “Tierra
prometida”), una tendencia imperialista (la doctrina del “Destino manifiesto”)
dirigida a poner el modelo americano como un modelo que sería, al mismo tiempo,
el mejor, y finalmente, el único posible, de tal suerte que el destino de todos
los pueblos de la tierra residiría en su conversión al “american way of life”. Todo lo que decía la ND sobre la necesidad
de respetar la diversidad del mundo, de defender la “causa de los pueblos” y el
“derecho a la diferencia”, iría, evidentemente, contra esta pretensión.
¿Cuándo dataría el nacimiento del
antiamericanismo de la ND? Y, sobre todo, ¿cuáles fueron las circunstancias y
los acontecimientos que determinaron esta aversión por el modo de vida
americano?
El libro
publicado en Italia bajo el título Il
male americano era la traducción de un texto publicado inicialmente en la
revista Nouvelle École en enero de
1976, junto a Giorgio Locchi (El enemigo
americano. Érase una vez América, en la edición española ampliada con
textos más actuales). Este texto sintetizaba un cierto número de reflexiones
que, por definición, eran anteriores a la publicación del libro. En sus
primeros años, de 1968 a 1972-73, la ND se ocupaba, sobre todo, en una óptica
bastante universitaria, de cuestiones de orden puramente ideológico y teórico.
Rápidamente, sin embargo, los primeros logros obtenidos en estos dominios
fueron confrontados con la actualidad, evolución incluso más acelerada todavía
por la creación de la revista Éléments.
Es a partir de esta época que comenzamos a dar cada vez más importancia a las
ciencias sociales, a la sociología, a la geopolítica, a las relaciones
internacionales (y también a la lingüística, a la arqueología, a la
microfísica, a la biología, a la polemología, a la teoría política “pura”,
etc.). El antiamericanismo se formuló a partir de allí, mientras se reforzaba
también la crítica del “occidentalismo” y del liberalismo económico.
En relación
con esta evolución ideológica, los acontecimientos jugaron un papel secundario,
pero sin embargo no despreciable. Personalmente, citaría dos. En 1966, en una
época en que la ND no existía todavía, me sorprendió la amplitud de las
reacciones que se manifestaron en los Estados Unidos después de la
decisión del general De Gaulle de salir del aparato militar de la OTAN y de
dotar a Francia de una fuerza de disuasión nuclear independiente. Estas
reacciones eran ya reveladoras de la voluntad americana de conservar, a la vez,
la dirección de la Alianza atlántica y el monopolio del armamento nuclear,
cuando ni siquiera el “paraguas atómico” americano ofrecía alguna credibilidad
para los europeos (jamás los americanos se hubieran arriesgado a sufrir en su suelo
un ataque militar soviético para proteger a sus aliados). Las reacciones de los
círculos “atlantistas”, tanto en Francia como en el extranjero, revelaban
también un espíritu de sujeción y subordinación que se demostraría
posteriormente en otros eventos. Contrariamente a un cierto número de mi
círculo más próximo, que continuaban siendo antigaullistas por diversas
razones, especialmente por Argelia, yo acogí favorablemente el
reconocimiento diplomático de la China de Mao Zedong, incluso las declaraciones
históricas hechas por el general De Gaulle en el estadio de Pnom Penh, en
América latina (“La mano en la mano”) y en el Canadá francés (“viva Quebec
libre”). En estas tomas de posición, vi el esquema, a escala de Francia, de lo
que podría ser una política de independencia de Europa.
El otro
evento es la guerra de Vietnam, de la cual De Gaulle había hablado
específicamente en Phnom Penh, anunciando de forma visionaria la derrota de los
Estados Unidos. Contrariamente a la mayoría de los círculos de la derecha y de
la extrema derecha, que se solidarizaban una vez más con Occidente, estimando
que América defendía, en este asunto, el “campo de la libertad” contra la
“subversión comunista”, yo rápidamente interpreté los bombardeos americanos
como una forma de agresión imperialista de las más clásicas. Es decir, que la
caída de Saigón no me hizo llorar. Lo testimonia mi contribución a una
recopilación colectiva de orientación bastante derechista, publicada en 1975
bajo la dirección de Philippe Héduy, titulada “Canto fúnebre por Pnom Penh y
Saigón”. Como canto fúnebre mi texto apelaba a tomar de los combatientes
vietnamitas una lección de energía. Le había dado por título: “¡Que Europa
vuelva otra vez!”
En esa fecha,
la lectura de los grandes clásicos de la geopolítica me había convencido
igualmente de que Europa pertenecía a la potencia continental y América a la
potencia marítima. Entre la Tierra y el Mar, por retomar los términos de Carl
Schmitt, no había conciliación posible. Es a partir de esta época, y tomando
apoyo en la situación del mundo tal y como era entonces, que yo comencé a
considerar las estrategias de alianzas alternativas para Europa. En la época de
la Revolución cultural china, yo mostré un cierto interés por la teoría de los
“cuatro mundos” enunciada por Chou En-Lai. Esta teoría proponía una alianza
entre la Europa del oeste y la China para equilibrar el condómino
americano-soviético. A continuación, llegué a sostener el punto de vista
“neutralista” de los pacifistas alemanes. En 1986, publiqué el libro
Europa-Tercer mundo, mismo combate, que fue traducido inmediatamente en Italia
(y luego en España). Desarrollaba la idea de que Europa podría
instaurarse como el jefe de filas de todos los países del mundo que rehusasen
alinearse con Washington o Moscú. Esta cuestión de los “no-alineados” era
entonces bastante debatida como una de las consecuencias de la descolonización.
El
acontecimiento capital que representó en 1989 el colapso del sistema soviético
y la caída del Muro de Berlín, por supuesto, cambió completamente la situación.
Pero el objetivo fundamental, la autonomía de Europa, seguía siendo el mismo.
La única diferencia es que no vivimos ahora en un mundo bipolar, sino en un
mundo multipolar, dominado por una hiperpotencia americana sin un auténtico
rival. En esta nueva perspectiva, lo que ayer era todavía impensable, vuelve a
ser posible: la formación de un bloque continental que asocie a la Unión
europea y a Rusia (y más allá, a los países asiáticos que desearan unirse), a
fin de hacer de contrapeso a los Estados Unidos de América e instaurar un nuevo
mundo multipolar. La constitución de un eje París-Berlín-Moscú sería una etapa
esencial para lograr este objetivo.
El antiamericanismo que describe ha
evolucionado a lo largo de los años…
Ya he aludido
al colapso del sistema soviético, acontecimiento que, según mi opinión, marcó
el final del siglo XX al mismo tiempo que el fin de la modernidad. Todos los
acontecimientos que se han desarrollado después de esta fecha me parecen haber justificado
las tesis que yo exponía en 1982 en mi libro “Orientaciones para los años
decisivos”. El fin de la Unión soviética creó un vacío que Estados Unidos se
apresuró en llenar. Los americanos se encuentran hoy en una posición hegemónica
evidente. Al mismo tiempo, se registran signos de desfallecimiento y declive:
su deuda alcanza niveles históricos, su participación en la producción
industrial y en el comercio mundial no deja de disminuir, mientras que
potencias rivales aparecen en el horizonte. Todo su esfuerzo consiste en
aprovechar el “vacío” de la época del que ellos disponen para crear las
condiciones de una eternización de su hegemonía. Lo hacen por los medios para
los que disponen de la más avanzada tecnología, los canales de información, el
poder militar. Y ellos lo hacen mostrando una brutalidad sin igual. Mientras
que hace unos años, ellos parecían fingir un compromiso con la construcción
europea, hoy designan claramente a Europa como un enemigo potencial, frente al
cual adoptan la estrategia de “divide y vencerás”. Mientras que hace unos años,
ellos obligaban a respetar reglas jurídicas teniendo en cuenta la opinión de
sus aliados, hoy rompen con todos los principios del derecho internacional,
rechazando reconocer la validez de una jurisdicción como la Corte penal de La
Haya, rompen uno tras otro con todos los tratados que habían firmado, formando
aparte en las conferencias internacionales, adoptando como doctrina oficial la
guerra preventiva (una particular guerra de agresión), abandonan sus alianzas
en beneficio de simples coaliciones de circunstancias, en resumen, no disimulan
ya su voluntad de instaurar a escala planetaria un orden unipolar conforme con
sus únicos intereses. Así se explican sus compromisos militares de estos
últimos años, que se suceden a un ritmo cada vez más rápido, con el objetivo de
eliminar toda injerencia dividiendo a los rivales y competidores. Las guerras
de Afganistán y de Irak, por ejemplo, tenían esencialmente como objetivo tomar
el control de las fuentes de aprovisionamiento energético de China y Europa. La
llegada al poder de los halcones neoconservadores de George W. Bush se
correspondió, por supuesto, con una aceleración de esta tendencia al
unilateralismo y la huida hacia adelante, cuyo único resultado es agravar los
problemas que los americanos pretenden resolver, suscitar en el mundo una ola
de hostilidad sin precedentes e instaurar un caos duradero en los países que
ellos ocupan.
Pero la caída
de la Unión Soviética también hizo posible la globalización. La Forma-Capital,
de la que los Estados Unidos son el centro (aunque no necesariamente los
controladores), ha encontrado la ocasión para desplegarse sin límite alguno,
por el juego de los mercados financieros y la actividad de las firmas
transnacionales. El desarrollo de una actividad comercial y financiera escapa a
las categorías del espacio y del tiempo, y ninguna autoridad parece estar hoy
en la medida para regularla, censada a conducir a la transformación del planeta
en un gigantesco mercado. Este movimiento, sin embargo, no escapa a las leyes
de la dialéctica: al mismo tiempo que se presenta como un potente factor de
homogeneización de los modos de vida diferenciados y de destrucción de las
culturas arraigadas, la globalización suscita, en retorno, fragmentaciones
inéditas, tomas de conciencia identitarias, aunque también resistencias
convulsivas y patológicas. Benjamin Barber ha resumido esta dialéctica con la
fórmula “McWorld vs. Yihad”. No es
seguro que en este juego los Estados Unidos finalmente sean ganadores. En tanto
que, concerniendo a las relaciones transatlánticas, la globalización exacerba
la rivalidad económica, comercial, tecnológica, etc., entre Europa y América.
El antiamericanismo me parece, en estas condiciones, que todavía tiene un brillante
futuro por delante.
Su aversión por el modo de vida
americano ¿adopta una forma de combate cotidiano, de militantismo activo, o
estima que el aspecto puramente intelectual de esta batalla debe predominar?
Repetiré aquí
lo que dije más arriba: no soy americanófobo. Si bien hay en el “american way of life” muchas cosas que
me resultan desagradables, incluso ridículas, hay también otras cosas que me
resultan simpáticas (el sentido de la comunidad, las relaciones humanas con
frecuencia más inmediatamente cordiales que en un país como Francia, incluso si
se trata de una cordialidad superficial, la calidad de los debates
intelectuales y científicos, la influencia histórica del federalismo, etc.). Y
no olvido lo que debo a grandes escritores americanos como Steinbeck, Faulkner,
Melville, Hemingway, Dos Passos o Mark Twain. No hablaría, entonces de
“aversión”, sino más bien de espíritu crítico. Esta crítica, evidentemente
intelectual, la he expresado esencialmente en mis escritos. La ND, estando
siempre presente como un movimiento intelectual y cultural, igualmente por la
vía de obras, coloquios, conferencias, seminarios, etc., es como ha transmitido
su antiamericanismo. En algunas ocasiones, no obstante, he llegado a
comprometerme personalmente de forma más “física”. Pienso especialmente en las
manifestaciones contra las agresiones militares americanas en las que he
participado, sobre todo en la gran campaña contra la guerra de Kosovo (durante
la cual ciudades europeas fueron bombardeadas por primera vez desde 1945 por
las fuerzas de la OTAN), campaña organizada a escala internacional por la ND y
que conoció un cierto éxito. Otros gestos tienen un carácter puramente
simbólico: jamás en mi vida he aceptado llevar unos pantalones vaqueros.
Usted ha buscado durante mucho tiempo
la superación de la división izquierda-derecha para proponer análisis
transversales del mundo contemporáneo. ¿Es por esta razón que desde 1979
rechaza la etiqueta “Nueva Derecha” que fue acuñada por la prensa? ¿En qué
vuestro antiamericanismo coincide eventualmente con el de la izquierda? ¿Y en
qué se distingue eventualmente del antiamericanismo de cierta derecha?
La derecha
siempre ha estado dividida respecto a los Estados Unidos. En el campo
proamericano se encuentra, por supuesto, la derecha de orientación ideológica
liberal que, no sin razón, siempre ha mirado a Inglaterra, primero, y a
América, después, como las patrias de elección del liberalismo económico, pero
también una gran parte de la derecha conservadora o liberal-conservadora ha tenido
el hábito de oponer la “buena” Revolución americana de 1776, ordenada a la idea
de libertad, a la “malvada” Revolución francesa de 1789, ordenada a la
igualdad. Esta derecha conservadora y burguesa se afirma frecuentemente
solidaria con los Estados Unidos, ya sea por las razones históricas que acabo
de evocar, ya sea por las razones de interés económico, puesto que es una
familia de pensamiento adherida desde hace tiempo a la lógica del capital, ya
sea por las razones políticas (América como jefe de filas del “mundo libre” en
la época de la guerra fría, como como “muralla” frente al islamismo
actualmente). Al lado de esta derecha atlantista, hay también otra corriente
que constantemente expresa su simpatía por América por razones de orden étnico,
si no racial. En el pasado, autores como Gustave Le Bon o Georges Vacher de
Lapouge, consideraron, en ópticas diferentes, que el mundo anglosajón
constituía un modelo de organización “racional” y “eficiente” intrínsecamente
superior al de los países latinos. Se constata una posición análoga en
numerosos partidarios del eugenismo o del darwinismo social, doctrinas cuyos
principales fundadores fueron anglosajones.
Frente a
estas diversas derechas proamericanas, se encuentra también, por supuesto, una
corriente hostil a los Estados Unidos. En su forma más común, esta hostilidad
se expresa en la denuncia del “materialismo” americano, en la vulgaridad del “american way of life”, o incluso del
reino invasivo del “maquinismo”. Encuentra su eco en hombres tan diferentes
como Maurras, Robert Aron o Montherlant. Paralelamente, en la derecha radical,
América también es denunciada como un país sin auténtica historia y, sobre
todo, sin unidad étnica, como un país invadido por sucesivas olas de
emigrantes, símbolo por excelencia del “cosmopolitismo” y del “mestizaje”. Esta
crítica es, en ocasiones, matizada por ciertas divisiones, unos limitándose a
oponer en una óptica racista los blancos a las minorías de color (negros y
chicanos), los otros oponiendo en una óptica cultural heredada de la guerra de
Secesión, los “mercaderes” Wasp a los
“gentiles” Sudistas.
La crítica de
la derecha a los Estados Unidos no ha tenido en mí una influencia decisiva. La
denuncia del materialismo práctico de los americanos es, en mi opinión, bastante
superficial, a falta de ser adosada a una reflexión en profundidad sobre los
fundamentos ideológicos del capitalismo liberal. En cuanto a la crítica de los
círculos radicales, todavía la suscribo menos. Por una parte, son los blancos,
y no los negros ni los chicanos, los que históricamente han sido portadores de
lo más negativo de la “ideología americana” (el puritanismo, la mentalidad
burguesa, la legitimación del dinero, etc.). Por otra parte, nunca he
idealizado en ninguna medida el “viejo sur”, incluso cuando tengo cierta
simpatía por la reivindicación en favor de “derechos de los Estados”. Me
parece, además, que el incontestable patriotismo americano, fundado a la vez en
la Constitución y en la idea de una “misión universal” a la que los Estados Unidos
estarían llamados (patriotismo mucho más fuerte que el de cualquier país
europeo), desmiente la idea según la cual una nación tan “heterogénea” sería
incapaz de vivir-en-común.
El
antiamericanismo de izquierda, tal y como se expresa hoy en la facción
izquierdista o de la extrema izquierda que no han renegado en lo esencial de su
tradición político-ideológica adhiriéndose a la sociedad de mercado, me parece
más consecuente. Tiene, al menos, el mérito de no empañar un análisis serio de
lo que son el imperialismo y el capitalismo liberal. No hay que olvidar, por
otra parte, que un cierto número de autores americanos han contribuido a ellos,
por ejemplo, Noam Chomsky e Immanuel Wallerstein. Este antiamericanismo, sin
embargo, también tiene sus límites. A veces se tiñe de un viejo tinte marxista,
o se limita (como hace Pierre Bourdieu) a no ver en el capitalismo y en el
imperialismo más que un asunto de dominantes y dominados. Este aspecto existe,
por supuesto, pero no agota la cuestión en nuestros días. La alienación
capitalista no se reduce a un problema de clases, sino que se manifiesta, ante
todo, por una transformación general de las mentes y los espíritus: la
conformación del imaginario a la ideología de la mercancía. Esto lo han
comprendido otros autores de la izquierda no-conformista, como Serge Latouche,
Alain Caillé, Jean Baudrillard o algunos ecologistas teóricos, que apelan sin
equívocos a romper con un sistema de representaciones sociohistóricas fundado
sobre valores económicos y mercantiles, sobre el mito del crecimiento y del
desarrollo sin fin, sobre la ideología del trabajo y la axiomática del interés.
Mis posiciones son, con toda evidencia, muy próximas a las de estos autores, a
los que yo aportaría la idea de que los rasgos más negativos de la “ideología
americana” me parecen derivar de la infraestructura social más que de una
superestructura impuesta.
Los intelectuales que se reúnen
confortablemente bajo la etiqueta de la “Nueva Derecha” ¿siempre han adoptado
una actitud común frente a los Estados Unidos, o por el contrario esta cuestión
ha sido objeto de debates y de oposiciones en el seno de vuestra corriente de
pensamiento?
No recuerdo
que la crítica de los Estados Unidos haya planteado jamás la menor discusión en
el interior de la ND. Lamento esto en ciertos aspectos, porque un desacuerdo
bien formulado puede generar un fructuoso debate. Tales debates han podido
tener lugar sobre otros temas como, por ejemplo, Europa, la regionalización, el
federalismo, el comunitarismo, etc. Sobre el antiamericanismo no ha sido el
caso. Recuerdo solamente que la publicación del número de la revista Nouvelle École sobre América condujo a
uno de nuestros amigos de entonces, François d'Orcival, a dimitir del comité de
redacción de la revista. Pero éste es un detalle menor, porque François
d'Orcival, que después hizo una buena carrera a la cabeza del semanario
liberal-conservador y proamericano Valeurs
Actuelles, jamás fue, propiamente hablando, un miembro de la Nueva Derecha.
Para completar, habría también que señalar a Guillaume Faye, el cual tomó
posiciones que lo situaban exactamente en el extremo opuesto de las que eran
las suyas en la época en la que perteneció a la ND. En sus últimas obras, Faye
libra una crítica convulsiva del islam, crítica expresada en un estilo casi
apocalíptico, en la que los Estados Unidos ya no son sólo un adversario
secundario, sino un aliado objetivo. Sobre el antiamericanismo, ha habido casi
siempre unanimidad en el seno de la ND. Por supuesto, ha habido matices en la
manera de expresarlo, que atienden al temperamento de los hombres, a su estilo,
a su forma de abordar los problemas.
La crítica
del americanismo no me parece haber cambiado fundamentalmente dentro de la ND,
pero se ha hecho más precisa de forma innegable. Bajo la influencia de diversas
lecturas, se ha hecho cada vez más argumentada. La actualidad también ha jugado
su papel. Desde la caída del Muro de Berlín, la americanización del mundo ha
progresado enormemente, el imperialismo americano cada vez es más reconocible,
la globalización ha generalizado esta problemática. En fin, en fechas recientes
la Unión europea se ha visto enfrentada con auténticas crisis en las relaciones
transatlánticas. Esta es, sin duda, la razón por la cual, en el interior del
discurso de la ND, el antiamericanismo se muestra con mayor firmeza incluso que
hace unas décadas. ■ Fuente: Revue Krisis