El filósofo
Jean-Pierre Légaré es el autor de un libro titulado ¿Tenemos la obligación de hacer el bien a los demás?, en el cual aborda numerosos problemas éticos, como el de la legitimidad o la
ilegitimidad de la violencia.
Para abordar la cuestión de la
violencia, usted toma el ejemplo de actos violentos difícilmente justificables,
como el kidnapping (secuestro con extorsión) o el terrorismo, considerando que
afectan a víctimas inocentes y son ilegítimos absolutamente, pero señala
también que batirse en estado de legítima defensa está justificado. Quiero
señalar una dificultad. El terrorismo tiene la sensación de conducir una guerra
justa contra sus enemigos. Así que, hasta cierto punto, el terrorismo quizás no
sea más que una cuestión de orden político. Los vencedores en una guerra
consideran que los terroristas que se enfrentaban a sus enemigos eran
“resistentes”. No quiero decir con esto que todo pueda justificarse. Sólo
señalo la complejidad moral del problema y me pregunto, al mismo tiempo, a
partir de qué criterio es realmente posible distinguir entre la violencia
legítima y la violencia ilegítima. ¿Qué piensa de todo ello?
El punto
concreto de partida de mi reflexión sobre la cuestión de la legitimidad de la
violencia está constituido por dos escenarios ficticios: el rapto de una niña y
la colocación de una bomba. Antes de utilizar estos dos escenarios para
intentar determinar cuáles son las condiciones que permiten considerar si una
violencia es o no legítima, voy a comenzar por definir qué es la violencia.
¿Qué
entendemos exactamente con el término violencia? En el lenguaje corriente, la
violencia designa toda acción que inflige a una o varias personas sufrimientos
físicos, de forma intencionada y contra su voluntad. El hecho de que esta
acción sea, a la vez, intencional por parte del agresor y no solicitada por la
víctima es una condición esencial para que sea considerada como violenta.
Por otra
parte, una acción que consiste en infligir de forma intencional sufrimientos
psicológicos es también una acción violenta, en tanto que es una acción que
impone intencionadamente este tipo de daños a una persona contra su voluntad.
Por sufrimientos psicológicos hay que entender esos estados anímicos que
producen temor, tales como la ansiedad, la angustia, la desesperanza y el
miedo. Un sufrimiento psicológico es, en principio y ante todo, un sufrimiento
y, en tanto que tal, es un mal comparable a un sufrimiento físico. Así,
llegamos a la conclusión de que la definición más adecuada de la violencia
debería ser la siguiente: la violencia designa toda acción que inflige a una o
varias personas sufrimientos físicos y/o psicológicos de forma intencionada y
contra su voluntad.
¿Qué es lo que hace válida, en su
opinión, la legítima defensa?
La defensa de
uno mismo no plantea ninguna dificultad en lo que se refiere a su grado de
aceptación. Por ello lleva el nombre de “legítima defensa”. Para comprender el
origen que lo justifica, yo hago referencia principalmente a las palabras de Spinoza.
Spinoza se apoya en la realidad biológica de la preservación de sí mismo. Este
postulado posee, en el filósofo holandés, una implicación ética, una
implicación en la forma en que cada cual debe conducir su vida. La primera
necesidad es mantenerse con vida y asegurar su bienestar, lo que nos obliga
necesariamente a ayudar a los otros a preservar sus vidas. Esta necesidad
proviene del hecho de que vivimos en sociedad, en situación de interdependencia
con otras personas que, ellas también, buscan mantenerse con vida y asegurar su
bienestar. Pero cuanto nuestra vida se encuentra amenazada, hay que defenderla,
porque el ser humano es un ser vivo cuyo primer objetivo, como hemos dicho, es
el de mantenerse con vida. La defensa de sí mismo no es, pues, un producto de
la reflexión (esta viene después y permite justificarla), sino una respuesta
biológica a un ataque contra la propia vida. En este tipo de situación, el
proceso de regulación de la vida es perturbado y el esfuerzo natural para
preservarse se activa espontáneamente.
Se puede
fácilmente entender, desde ese momento, que existen situaciones excepcionales en las que
la utilización de la violencia física contra otros está justificada. Así,
parece generalmente justificado golpear o usar un arma contra otro en estado de
legítima defensa, o para socorrer a otros cuya vida o integridad física (en una
violación, por ejemplo) está en peligro. En estos casos, la violencia empleada permite repeler
la violencia perpetrada contra los intereses fundamentales de una persona.
Cuando la violencia física es perpetrada respecto a un agresor que amenaza
nuestra vida o la de otro, su justificación parece generalmente admitida sin
dificultad.
¿Cómo considera usted que debe
tratarse a los criminales? Los “derechos fundamentales” kantianos ¿deben
aplicarse también a estos, o considera usted que, sobre este punto, hay que
tener una posición más pragmática?
La violencia,
en muchas ocasiones, es injustificable, como el secuestro de un niño. Imagino
entonces el escenario siguiente: una chica de diez años es raptada cuando va
hacia su colegio. Afortunadamente, una cámara de vigilancia ha filmado el
suceso: los policías identifican rápidamente al vehículo y a su propietario. Además,
el rostro del secuestrador aparece limpiamente en las imágenes: sin ningún
género de duda, se trata de un pedófilo ya condenado por haber cometido
violaciones de niños. Comienza la caza al hombre. Dos días más tarde, se
detiene al sospechoso cuando compraba alimentos en un mercado. Tras el
correspondiente interrogatorio, realizado reglamentariamente, los inspectores
todavía ignoran dónde se encuentra la chica. ¿Dónde permanece secuestrada?
¿Sigue con vida? Y si no, ¿dónde está el cuerpo? Seguramente, este individuo
posee informaciones que son necesarias obtener de forma urgente. En este caso,
¿debería usarse la violencia para obtener las respuestas necesarias?
Podemos
examinar la posibilidad de infligir malos tratos al secuestrador sin hacer
intervenir, en nuestras deliberaciones morales, la noción de dignidad humana.
Aunque no fuera el primero en avanzar esta idea, Kant sitúa esta noción en el
corazón de su filosofía moral. Según la doctrina kantiana, todo ser humano
posee un valor inestimable, de tal forma que, por ese motivo, merece el respeto
de los demás.
Reconozco que
la idea según la cual todos merecen el respeto por el simple hecho de que son
seres humanos es, en sí misma, muy bella. Sin embargo, las situaciones
excepcionales en la vida real hacen irrealizable la concepción kantiana de la
dignidad humana. En efecto, es prácticamente imposible tratar a cada persona
como si tuviera intrínsecamente un valor inalienable e inestimable, porque, en
ciertos momentos, parece que debemos forzosamente subordinar la vida y los
intereses de una persona a los de las demás personas. La noción kantiana de
dignidad humana continúa siendo válida para las situaciones ordinarias y
constituye una buena guía de acción, pero hay que admitir que, en situaciones
de crisis, este punto de vista suscita diversos problemas y no puede aplicarse,
por esta misma razón, a todos los casos.
En el
escenario del secuestro de la chica, surge un conflicto entre el presunto
derecho del secuestrador a no sufrir la violencia y la necesidad de encontrar a
la chica lo más rápidamente posible, a fin de proteger su integridad física y
salvarle la vida, porque ella se encuentra, probablemente, en gran peligro. Es
posible resolver el conflicto considerando que el secuestrador, por el simple acto
criminal, ha perdido su derecho a no sufrir violencia.
Puesto que se separa aquí, pese a
todo, de la estricta posición deontológica kantiana, ¿cómo articula usted los
principios susceptibles de justificar el recurso a la violencia frente a los
criminales?
Para
justificar esta posición según la cual estaríamos autorizados a suspender
ciertos derechos fundamentales a las personas que hayan cometido graves
crímenes, hay que volver al “contractualismo”, una tradición moral diferente de
la de Kant, según la cual la justicia y la moral constituyen, en general, un
conjunto de reglas que vinculan a las personas sobre la base de una cooperación
mutua. Estas reglas son tan ventajosas que resulta racional respetarlas en
tanto que todos los demás también se sometan a las mismas. El contractualismo
moral considera que la justicia y la moral reposan sobre este acuerdo. Cada
persona acepta las reglas porque piensa que los demás también lo hacen, lo cual
beneficia a todas las partes.
Debemos
preguntarnos, entonces, si el secuestrador, que transgrede las reglas de la
justicia y de la moral, podría perder la protección que estas le ofrecen. Es
cierto que este individuo se encuentra en completa imposibilidad de poder
justificar su acto por los principios que ninguna persona razonable, libre y
honrada, podría aceptar como base de un acuerdo general. ¿Qué principios podría
entonces invocar el secuestrador para justificar el rapto de un niño,
principios que deberían haber recibido el asentimiento de todos los
participantes en ese contrato moral? Sabemos muy bien que tales principios no
existen. Considerando la justicia y la moral como un conjunto de principios y
de disposiciones que vinculan a las personas sobre la base de la reciprocidad,
la falta de cooperación de una parte de las mimas que no se someten a las
obligaciones y las restricciones que se imponen, y el hecho de actuar respecto
a ellas respetando todos sus derechos no constituiría una obligación absoluta,
sin excepciones.
En el segundo
escenario que he planteado, se trata de arrestar a un miembro de un grupo
terrorista que ha puesto una bomba en una gran ciudad europea. Si explota,
centenares de víctimas inocentes pueden morir. ¿No estaría permitido emplear la
violencia para hacer hablar al terrorista a fin de saber dónde se encuentra la
bomba? Cuando las autoridades policiales se disponen a tomar una decisión
respecto a la suerte del terrorista, un conflicto moral surge entre el deber de
salvar la vida de personas inocentes, que disponen de un derecho a la vida, corriendo
el riesgo de morir si el terrorista no habla, y el presunto derecho del
terrorista a no sufrir ninguna violencia. Para resolver este conflicto, podría
concebirse que aquel que pone la bomba ha perdido una parte de sus derechos,
entre ellos el de no sufrir violencia.
Para sostener
la posición según la cual el secuestrador y el terrorista pierden su derecho a
no sufrir la violencia, yo me refiero al principio de reciprocidad. Este
principio les debería hacer comprender que atacando los derechos de los demás,
ellos atentan contra sus propios derechos. Marcel Conche ha escrito: «El que
hace el mal pierde el derecho de protestar contra el mal que se le hace». O el
que hace el mal a los demás se hace el mal a sí mismo. Tal es la consecuencia
del principio de reciprocidad.
Hay que
preguntarse, entonces, si la búsqueda de informaciones, que permitirían impedir
que sean cometidos graves crímenes, puede justificar la práctica de la
violencia. Está claro que este problema se sitúa en el cruce de tres deberes morales:
el deber de no-violencia, el deber de respeto por la integridad física o
psíquica de los demás y el deber de salvar la vida de personas inocentes. En
general, estos deberes no entran en conflicto: los agentes morales tienen la
convicción de que no debe actuarse de forma violenta (salvo excepciones, como
en una situación de autodefensa), considerando que, ellos mismos, deben
respetar la integridad de los demás y salvar vidas inocentes. Pero estos
deberes entran en conflicto cuando, en situaciones de crisis, se considera que
la práctica de la violencia constituye un último recurso para obtener
informaciones cruciales que podrían salvar la vida de personas inocentes. Así,
en estos escenarios planteados, se puede estimar que el deber de no-violencia
se convierte en incompatible con los otros dos, pues resulta imprescindible
obtener, a cualquier precio, las informaciones necesarias. Entonces, se podría
lanzar la hipótesis de que sería moralmente aceptable recurrir a la violencia
para obtener esas informaciones, en la medida en que todos los seres morales
podrían estar de acuerdo con la idea de que, en tales casos, el deber de salvar
la vida es prioritario sobre los otros.
Su posición se refiere, a la vez, al
deontologismo kantiano y al contractualismo. ¿Cómo sitúa usted estos dos
enfoques en perspectiva, y cómo decidirse entre ellos según las situaciones?
Recordemos
que, en una perspectiva contractualista, una persona actúa moralmente cuando se
plantea una acción presumiendo que esta recibiría el asentimiento de todos los
demás, sobre la base de que la misma estaría autorizada por los principios que
ninguna persona razonable podría rechazar, en tanto que base de un acuerdo
general. La cuestión que me planteo entonces es la siguiente: ¿podrían
invocarse ciertos principios para legitimar la utilización de la violencia en
los casos de los dos escenarios propuestos? Comencemos por presentar los
principios sobre los cuales podrían llegar a entenderse todos los agentes
morales, y veremos enseguida lo que podemos deducir a propósito de la
utilización de la violencia.
El primer
principio que nos viene espontáneamente a la mente es el principio de
igualdad-dignidad de todos los seres humanos. Este principio estipula que todo
ser humano tiene el derecho esencial a considerarse igual a cualquier otro en
dignidad.
El segundo
principio es el principio de sustitución. Si un individuo se encuentra en la
incapacidad para hacer valer su derecho fundamental a la dignidad y sus
derechos particulares (aquellos que le están jurídicamente reconocidos), todo
ser moral debe ponerse en su lugar para hacer valer sus derechos y afirmar su
dignidad como ser humano. Debe hablar alto y fuerte en nombre de los que no
pueden hablar. Debe instituirse en representante legítimo de todo ser humano
que no tiene la capacidad de hacer valer sus derechos, y esa cualidad de ser
humano es la que le confiere el derecho y también la carga del deber.
El tercer
principio es el principio de no-molestia, no causar daño o perjuicio. Estipula
que no debemos hacer daño a los demás. Se causan daños a otro cuando se atacan
sus derechos fundamentales, intereses que, por definición, son compartidos por
todos. El interés en experimentar bienestar es un ejemplo, o también el interés
en no experimentar una injusticia. Además, sabemos que una persona sufre un
daño cuando su situación se deteriora por la acción de otro. Si una persona
pierde su reputación bajo el efecto de una calumnia, por una agresión física o
por la privación de su libertad, está claro que su estado después de la
comisión de estos actos será más penosa que antes y su bienestar habrá
disminuido.
Es razonable
pensar que estos tres principios pueden recibir el asentimiento de todos los
seres morales. Podemos entonces analizar los dos escenarios a partir de estos
principios. Examinando la situación de la joven víctima del secuestrador,
sabemos que ella no ha podido defenderse y que ha sido secuestrada y encerrada
contra su voluntad. No ha podido hacer valer su derecho de legítima defensa.
Además, podemos presumir razonablemente que esta joven chica ha sufrido o
sufrirá abusos sexuales, o que será vendida en una red de trata de blancas. Es
aquí donde interviene el principio de sustitución, que deriva del principio de
dignidad-igualdad. Toda persona con capacidad debe ponerse en lugar de otra que
debe ser una persona libre y que no experimente ningún daño. Sucede lo mismo
con las víctimas potenciales del terrorista que pone la bomba. El principio de
no causar daño no ha sido respetado.
Desde ese
momento, hay una cuestión que no podemos evitar plantear a propósito de los dos
escenarios: el deber de no causar daño ¿implica que es inmoral hacer
intencionadamente una acción que causa daño a otro, incluso en nombre de
ciertas consecuencias positivas que se esperan, como encontrar a la chica o
impedir que la bomba cause víctimas inocentes? O, por el contrario, ¿estamos
autorizados para causar un perjuicio a aquel que no ha respetado el principio
de no causar daño, si con ello sacamos algo bueno?
En la mente y
en el espíritu de todo ciudadano, no existe ninguna duda de que las autoridades
implicadas tienen el deber moral de proteger la vida y la integridad de las
víctimas potenciales. Este deber moral existe porque es justamente correlativo
de ciertos derechos fundamentales que poseen los demás, como el derecho a la
vida y el respeto de su integridad. Poseer un derecho fundamental nos da, por
otra parte, el poder de reivindicar ciertas cosas (por ejemplo, el acceso a
ciertos bienes o un comportamiento por parte de los demás) que se nos deben.
Siendo esto así, todavía falta ponerse en lugar de las víctimas. Haciendo este
ejercicio, no podemos imaginar otra cosa que no sea la de reivindicar un
comportamiento altamente eficaz por parte de las autoridades, y suponer que la
joven víctima del secuestro, por ejemplo, no tiene otro deseo que el de ser
liberada lo más rápidamente posible de las garras de su secuestrador.
Así, en una
perspectiva contractualista, el deber moral de proteger la vida y la integridad
de la víctima, real o potencial, autorizaría a las autoridades para emplear
todos los medios juzgados como necesarios, incluidos aquellos en principio
denigrantes como la tortura.
Por el
contrario, si concedemos la mayor importancia al reconocimiento de los derechos
fundamentales, considerando que son, en cualquier situación, inviolables e
inalienables, las autoridades deberían respetar los derechos fundamentales de
los criminales. Consecuentemente, no podrían infligirles tratamientos crueles,
porque es evidente que tales prácticas irían en contra del respeto de sus
derechos. Adoptando una posición deontologista, sería entonces inmoral utilizar
la violencia.
Pero ya
sabemos cuál de las dos opciones elegiría todo buen ciudadano. ■ Fuente: L'inactuelle