Una defensa de la Europa comunitaria. Euroescepticismo e identitarismo, por Alessandra Cavalli


El euroescepticismo no debe ser considerado sin más como una subcategoría del populismo, aunque algunos euroescépticos tengan la tendencia a adoptar posiciones e ideas nacional-populistas o populistas-identitarias, igual que otros no-euroescépticos intentan explotar esta ideología como un “recurso discursivo”. 

Pero no es casualidad que el populismo y el euroescepticismo estén particularmente presentes en las nuevas fuerzas del espectro político europeo y que tiendan a mezclarse. En cualquier caso, no debe olvidarse que la crítica de las decisiones europeas y el rechazo de la integración europea forman parte del juego político ordinario. No debemos sucumbir al reflejo de reagrupar todas estas corrientes bajo el mismo término, demasiado vago, de euroescepticismo.

Las cuatro razones principales del euroescepticismo
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El reforzamiento y la diversificación de las fuerzas “euroescépticas” necesitan un examen de las diferentes dimensiones del euroescepticismo que nos permita establecer los criterios de clasificación de los factores de oposición más comunes a la integración europea, a sus políticas y a su funcionamiento institucional. Un análisis sintético de los programas políticos permite distinguir las cuatro principales causas del euroescepticismo.

La primera causa nos lleva sobre la cuestión de la democracia, en la medida en que se plantea la cuestión de la legitimidad democrática y política de la Unión europea. Con frecuencia, las críticas se efectúan sobre el déficit democrático de la UE, a la que se reprocha, además, una ausencia de transparencia en el proceso de adopción de decisiones y una presencia burocrática juzgada oligárquica, elitista, demasiado numerosa, opaca, tecnócrata, pesada y costosa. Entre las soluciones propuestas destacan las de la democracia directa y el adelgazamiento de la burocracia bruselense. Esta causa centrada en la democracia la encontramos particularmente en los discursos populistas.

La segunda causa nos lleva sobre la soberanía nacional. Íntimamente ligada a la primera, se concentra ante todo en la transferencia de poder entre los Estados miembros y la UE, considerada como una pérdida de soberanía más que como un mecanismo de “mutualismo compartido”. Esta dimensión del euroescepticismo es alimentada por los costes engendrados por la aplicación de las leyes y reglamentaciones europeas, bajo el control de la Comisión y del Tribunal de justicia de la UE. Frente a esta situación, se propone un compromiso en favor de una restitución parcial o total de competencias y poderes a nivel nacional. Este argumento ha tomado peso desde la crisis de las deudas soberanas y la creación de la “troika”, que encarna una relación “tipo FMI” entre Bruselas y los países miembros, basada en el principio de condicionalidad. La reforma de la gobernanza de la unión económica y monetaria (UEM) ha dado, por otra parte, un nuevo impulso a esta dimensión euroescéptica

La tercera causa concierne esencialmente a la economía y a su enfoque exclusivamente “utilitarista”. Esta perspectiva económica de la UE se define en torno a los conceptos del liberalismo, de la austeridad y de la solidaridad. Desde la entrada en vigor del Acta única europea en los años 80, que defendía no sólo la liberalización, sino que contemplaba también la solidaridad, materializada por el establecimiento de los fondos estructurales, esta dimensión del euroescepticismo se ha apoyado en las críticas sobre la “liberalización del mercado interior” propuesta por Bruselas. A ello ha contribuido, desde 2008, la crisis de la deuda soberana y la de la zona euro. Por una parte, nuevas voces, particularmente desde la derecha, se han elevado contra las transferencias financieras acordadas para los países arrasados por la crisis. Por otra parte, la derecha radical estima que la UE y el euro han amplificado el fenómeno de la mundialización, exponiendo a los Estados miembros y a los ciudadanos europeos a políticas “neoliberales” generadoras de desigualdades y de la bajada de los salarios de los trabajadores nacionales. La UE es también responsable de la austeridad que provoca, al mismo tiempo, un desempleo masivo y una degradación de los sistemas de protección social. Aunque los gobiernos nacionales también sean cuestionados, la UE es criticada por su ausencia de solidaridad.

La cuarta razón del euroescepticismo deriva de una dimensión más emocional que afecta a la identidad nacional. Desde el momento en que la UE reposa sobre el principio de la libre circulación de personas, es acusada de ser el origen del alza de la inmigración, especialmente extraeuropea. Estas críticas testimonian el temor ante una erosión de la identidad nacional, que estaría amenazada por ciertos grupos étnicos (como los gitanos) o algunas religiones (como el islam). Existe también otra forma de crítica, con acentos más sociales que raciales o confesionales, que ha sido definido como “populismo de protección social”: se observa, sobre todo, en los países de Europa del norte más prósperos, donde la población teme el abuso y la fagocitación de los sistemas de protección social por parte de los inmigrantes.

El rechazo de la Unión europea
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Considerando su defensa del marco nacional, percibido como la manera más performante de defender la identidad de los pueblos de Europa y la única entidad soberana legítima, los partidos de la derecha radical europea han desarrollado una viva hostilidad hacia la construcción europea desde que se aceleró la transferencia de algunas competencias nacionales hacia las instancias federales a partir del tratado de Maastricht de 1992. Esta crítica se inscribe, en realidad, en una condena más general de la apertura provocada por la mundialización, a la que la UE, supuestamente, estaría llevando. Esta apertura es, a la vez, económica, con la aceleración de los intercambios internacionales y una competitividad mucho más dura entre las economías nacionales; y también es política, con el desarrollo de organizaciones supranacionales que relativizan las soberanías nacionales; en fin, es también cultural, pues el crecimiento de los flujos migratorios provoca una fragmentación étnica y religiosa de las sociedades. En la visión del mundo de la derecha radical identitaria, el “proyecto mundialista”, conducido por los norteamericanos, deviene en una ideología “totalitaria” que reposa sobre la uniformización de las mentes y los espíritus, así como sobre la negación de las identidades europeas. Según el Rassemblement National, por ejemplo, sus objetivos son “destruir las naciones (…), mezclar pueblos y culturas (…), barrer las fronteras en un esfuerzo por borrar todas las diferencias y, finalmente, destruir el menor signo de identidad”. En este estado, resulta revelador señalar que este discurso, analizando la UE como instrumento del mundialismo, está en oposición radical con el proyecto europeo, que nada tiene ya que ver con la concepción que de él tuvieron sus padres fundadores, los cuales deseaban gracias a este proyecto definir la identidad europea y revalorizar las especificidades económicas y geopolíticas de Europa para que el continente siguiera teniendo su peso específico en la escena internacional.

Para la derecha radical, la UE, lejos de ser un muro de protección contra el mundialismo, es considerada como una institución servil, calificada de “caballo de Troya del mundialismo” o de “super-Estado orwelliano”. Así, todos estos partidos se oponen al proceso de integración europea que ellos perciben como un proceso antinacional que priva a los pueblos de su soberanía y de sus derechos colectivos. En este contexto, el fenómeno migratorio, descrito como una “invasión”, se convierte en un instrumento en manos de las oligarquías europeas, utilizado para acelerar esta destrucción nacional planificada, permitiendo, según la Lega Nord, por ejemplo, transformar “nuestras naciones, demográfica, cultural y políticamente, en apéndices de países que no pertenecen al continente europeo”. La UE tiende a uniformizar el espacio europeo, que se convertiría así en una “sociedad multiétnica”. Este análisis apela a la dimensión protestataria “antiélites” del discurso radical de derecha que se lanza sobre las oligarquías europeas acusadas de haber renunciado, incluso de haber colaborado, para vender sus patrias a los intereses extranjeros. Esta crítica reenvía al “establishment”, especie de “mafia” constituida por los “establecidos” (políticos, medios, financieros, etc.), que se “benefician de los privilegios conferidos por un estatuto que les permite operar para potencias extranjeras”. Les acusan de “soñar con la disolución de las naciones en la Unión europea y la mundialización, para instaurar una república internacional compuesta de una población mezclada y cosmopolita de la que desaparecería todo carácter nacional”. Esta concepción desprecia, en principio, la existencia de otros actores políticos distintos a las naciones en el escenario internacional. En efecto, para la derecha radical, el mundo exterior, por oposición al mundo interior, el territorio nacional, se define por la relación de fuerzas irreductibles entre Estados, lo que hace imposible el sueño que concibe un espacio de paz definitiva como destino. En consecuencia, toda empresa supranacional estará sistemáticamente desacreditada por ser antinacional.

No sólo la derecha radical llega a estas conclusiones. La opinión pública cada vez es más desfavorable a la construcción europea, con un 43% de media en la Unión, pero mucho más elevada en los países de Europa central y oriental, con un 79%: en estos nuevos Estados miembros, la integración ha provocado una radicalización de la opinión pública respecto a un proceso que tenía la apariencia de haber sido un extraordinario éxito. En efecto, mientras que la perspectiva de integración suscitó, en su origen, muchas esperanzas, finalmente no ha provocado más que frustraciones por el hecho de los efectos perversos de la adhesión: aumento de los precios, desempleo, crecimiento de las desigualdades, deterioro de la protección social, inmigración masiva… incluso el retorno de la corrupción bajo otras formas más político-económicas distintas a las de los antiguos regímenes autoritarios. Se señala también que la mundialización y la apertura de las fronteras explican el temor a una disolución de las identidades nacionales y a una pérdida de referencias y valores. Quizás, el discurso identitario, que se vuelca en la defensa de las identidades nacionales, se alimente del déficit de identidad que sufre la Unión europea, la cual, en lugar de ofrecer a los europeos un marco de referencia cultural y geográfico con el que identificarse, se define exclusivamente por sus elementos geoeconómicos. Esta situación se debe, en parte, a las continuas ampliaciones a nuevos Estados miembros, sin que jamás se haya cerrado la cuestión de las fronteras exteriores definitivas de Europa, lo que es especialmente grave en el caso de la posible adhesión de Turquía, que vendría a incrementar la comunidad musulmana europea en 80 millones de creyentes suplementarios. La UE no ha podido llenar la ausencia de relaciones afectivas entre los ciudadanos europeos, impidiendo la constitución de un “nosotros” comunitario. La Europa institucional sigue siendo “un misterio, lo opuesto a una realidad familiar y vivida”. Por el contrario, la derecha radical europea tiene una definición muy concreta de Europa, antítesis de una Unión abierta, sin fronteras, sin identidad y multicultural.

Europa en el imaginario identitario
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La crítica dirigía a la UE no significa, como muchos pretenden, que la derecha radical europea rechace toda legitimidad del marco europeo de referencia: consideran que Europa es un espacio identitario de segunda pertenencia de los pueblos europeos, tras la nación en primer lugar, donde deben desarrollarse espacio de cooperación interestatal. Este sentimiento se resume en la expresión: “Amamos Europa, pero odiamos la Unión europea”. Esta Europa es percibida como una comunidad de civilización que reúne a los pueblos que comparten una cultura y una historia comunes. En primer lugar, Europa se define por una cultura anclada en la herencia del mundo antiguo y de la cristiandad. Esta herencia funda la unidad intelectual de Europa, siendo la iglesia cristiana el espacio de conservación y perpetuación de los valores europeos, a los que el mundo árabe-musulmán, por ejemplo, es totalmente ajeno. Europa es, igualmente, un espacio dotado de fronteras naturales e inextensibles. Este espacio está delimitado, según el RN, “por la presencia de la Cruz”: sus fronteras se detienen, al sur, allí donde comienza la “Media luna”, y al este, allí donde comienza Rusia, y más allá, donde está viva la influencia de Buda. Este planteamiento, que marcaría a Rusia como frontera, ha ido mutando en el seno de la derecha radical hacia una revalorización del carácter europeo de Rusia, que consiguientemente estaría también incluida en el espacio comunitario europeo. Se trata de una visión cultural de Europa que permite definir los contornos de una identidad que opone, estableciendo una clara distinción, el “nosotros” a los “otros”. Para el identitarismo, es esta visión la que otorga su legitimidad a Europa en la medida en que permite justificar la imposible integración de los pueblos no-europeos. Es en nombre de esta “identidad-alteridad” que la Lega Nord lanza su “cruzada contra el nuevo colonialismo bajo la bandera del islam”, que sólo puede desembocar en la constitución de guetos y en la multiplicación de conflictos étnicos y religiosos en el continente. Esta definición por referencia a la antigüedad y a la cristiandad, de Europa, no es específica de la derecha radical.

Esta Europa defendida por la derecha identitaria juega también el papel protector de las naciones europeas frente a los peligros comunes, apelando a que ha sido en la adversidad como se construyó Europa, lo cual insufló una conciencia europea a todos sus pueblos. En este sentido, es percibida como un espacio de cooperación entra naciones que comparten un origen común y se coaligan para afrontar desafíos comunes. Es la definición de una “Europa de las patrias”, cada una conservando su soberanía, que se asocian frente a las amenazas comunes que suponen las potencias extranjeras, acusadas de querer apoderarse del territorio europeo para reducirlo al rango de colonia. Esta asociación a escala continental no impediría los acuerdos a nivel regional, como es el caso de los países de Europa central y oriental (recuérdese, por ejemplo, el Grupo de Visegrado). Esta concepción de Europa, además de no interferir en las identidades nacionales, ofrece un escudo protector suplementario para la preservación de la independencia de las naciones. Además, el destino de Europa corre paralelo al de las naciones que la componen, de tal manera que Europa no es considerada como una entidad concurrente y competidora con las naciones, sino más bien como la prolongación de sus identidades nacionales. Europa, además, jugaría el rol de “trampolín” para la expresión de las potencias nacionales, pues cada nación europea, como ya decía Ortega y Gasset, entraría en un juego competitivo para demostrar su mejor valía frente al resto de naciones. Es la opinión imperante en el RN, que considera a Francia como la nación “federadora” que reúne todos los valores europeos, visión que, al mismo tiempo, apela al instinto de protección frente al exterior y a la tendencia natural de las naciones al expansionismo.

En fin, se equivocan aquellos que consideran que este renacimiento nacional e identitario es un fenómeno coyuntural que desaparecerá cuando la situación socioeconómica mejore. Las expresiones de un movimiento identitario de reacción frente a los procesos de aperturas de fronteras, de inmigración masiva, de desaparición de las soberanías y de disolución de las identidades, se producen en todo el planeta como respuesta a la mundialización. Y la Unión europea representa el vector más avanzado de este proceso de globalización. A las ambiciones federalistas de la UE, la derecha radical europea opone el retorno a una Europa cultural sobre la base de la cooperación entre Estados soberanos.