El
euroescepticismo no debe ser considerado sin más como una subcategoría del
populismo, aunque algunos euroescépticos tengan la tendencia a adoptar
posiciones e ideas nacional-populistas o populistas-identitarias, igual que
otros no-euroescépticos intentan explotar esta ideología como un “recurso
discursivo”.
Pero no es casualidad que el populismo y el euroescepticismo estén
particularmente presentes en las nuevas fuerzas del espectro político europeo y
que tiendan a mezclarse. En cualquier caso, no debe olvidarse que la crítica de
las decisiones europeas y el rechazo de la integración europea forman parte del
juego político ordinario. No debemos sucumbir al reflejo de reagrupar todas
estas corrientes bajo el mismo término, demasiado vago, de euroescepticismo.
Las cuatro razones principales del
euroescepticismo
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El
reforzamiento y la diversificación de las fuerzas “euroescépticas” necesitan un
examen de las diferentes dimensiones del euroescepticismo que nos permita
establecer los criterios de clasificación de los factores de oposición más
comunes a la integración europea, a sus políticas y a su funcionamiento
institucional. Un análisis sintético de los programas políticos permite
distinguir las cuatro principales causas del euroescepticismo.
La primera
causa nos lleva sobre la cuestión de la democracia, en la medida en que se
plantea la cuestión de la legitimidad democrática y política de la Unión
europea. Con frecuencia, las críticas se efectúan sobre el déficit democrático
de la UE, a la que se reprocha, además, una ausencia de transparencia en el
proceso de adopción de decisiones y una presencia burocrática juzgada
oligárquica, elitista, demasiado numerosa, opaca, tecnócrata, pesada y costosa.
Entre las soluciones propuestas destacan las de la democracia directa y el
adelgazamiento de la burocracia bruselense. Esta causa centrada en la
democracia la encontramos particularmente en los discursos populistas.
La segunda
causa nos lleva sobre la soberanía nacional. Íntimamente ligada a la primera,
se concentra ante todo en la transferencia de poder entre los Estados miembros
y la UE, considerada como una pérdida de soberanía más que como un mecanismo de
“mutualismo compartido”. Esta dimensión del euroescepticismo es alimentada por
los costes engendrados por la aplicación de las leyes y reglamentaciones
europeas, bajo el control de la Comisión y del Tribunal de justicia de la UE.
Frente a esta situación, se propone un compromiso en favor de una restitución
parcial o total de competencias y poderes a nivel nacional. Este argumento ha
tomado peso desde la crisis de las deudas soberanas y la creación de la
“troika”, que encarna una relación “tipo FMI” entre Bruselas y los países
miembros, basada en el principio de condicionalidad. La reforma de la
gobernanza de la unión económica y monetaria (UEM) ha dado, por otra parte, un
nuevo impulso a esta dimensión euroescéptica
La tercera
causa concierne esencialmente a la economía y a su enfoque exclusivamente
“utilitarista”. Esta perspectiva económica de la UE se define en torno a los
conceptos del liberalismo, de la austeridad y de la solidaridad. Desde la
entrada en vigor del Acta única europea en los años 80, que defendía no sólo la
liberalización, sino que contemplaba también la solidaridad, materializada por
el establecimiento de los fondos estructurales, esta dimensión del
euroescepticismo se ha apoyado en las críticas sobre la “liberalización del
mercado interior” propuesta por Bruselas. A ello ha contribuido, desde 2008, la
crisis de la deuda soberana y la de la zona euro. Por una parte, nuevas voces,
particularmente desde la derecha, se han elevado contra las transferencias
financieras acordadas para los países arrasados por la crisis. Por otra parte,
la derecha radical estima que la UE y el euro han amplificado el fenómeno de la
mundialización, exponiendo a los Estados miembros y a los ciudadanos europeos a
políticas “neoliberales” generadoras de desigualdades y de la bajada de los
salarios de los trabajadores nacionales. La UE es también responsable de la
austeridad que provoca, al mismo tiempo, un desempleo masivo y una degradación
de los sistemas de protección social. Aunque los gobiernos nacionales también
sean cuestionados, la UE es criticada por su ausencia de solidaridad.
La cuarta
razón del euroescepticismo deriva de una dimensión más emocional que afecta a
la identidad nacional. Desde el momento en que la UE reposa sobre el principio
de la libre circulación de personas, es acusada de ser el origen del alza de la
inmigración, especialmente extraeuropea. Estas críticas testimonian el temor
ante una erosión de la identidad nacional, que estaría amenazada por ciertos
grupos étnicos (como los gitanos) o algunas religiones (como el islam). Existe
también otra forma de crítica, con acentos más sociales que raciales o
confesionales, que ha sido definido como “populismo de protección social”: se
observa, sobre todo, en los países de Europa del norte más prósperos, donde la
población teme el abuso y la fagocitación de los sistemas de protección social
por parte de los inmigrantes.
El rechazo de la Unión europea
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Considerando
su defensa del marco nacional, percibido como la manera más performante de
defender la identidad de los pueblos de Europa y la única entidad soberana
legítima, los partidos de la derecha radical europea han desarrollado una viva
hostilidad hacia la construcción europea desde que se aceleró la transferencia
de algunas competencias nacionales hacia las instancias federales a partir del
tratado de Maastricht de 1992. Esta crítica se inscribe, en realidad, en una
condena más general de la apertura provocada por la mundialización, a la que la
UE, supuestamente, estaría llevando. Esta apertura es, a la vez, económica, con
la aceleración de los intercambios internacionales y una competitividad mucho
más dura entre las economías nacionales; y también es política, con el
desarrollo de organizaciones supranacionales que relativizan las soberanías
nacionales; en fin, es también cultural, pues el crecimiento de los flujos
migratorios provoca una fragmentación étnica y religiosa de las sociedades. En
la visión del mundo de la derecha radical identitaria, el “proyecto
mundialista”, conducido por los norteamericanos, deviene en una ideología
“totalitaria” que reposa sobre la uniformización de las mentes y los espíritus,
así como sobre la negación de las identidades europeas. Según el Rassemblement National, por ejemplo, sus
objetivos son “destruir las naciones (…), mezclar pueblos y culturas (…),
barrer las fronteras en un esfuerzo por borrar todas las diferencias y,
finalmente, destruir el menor signo de identidad”. En este estado, resulta
revelador señalar que este discurso, analizando la UE como instrumento del
mundialismo, está en oposición radical con el proyecto europeo, que nada tiene
ya que ver con la concepción que de él tuvieron sus padres fundadores, los
cuales deseaban gracias a este proyecto definir la identidad europea y
revalorizar las especificidades económicas y geopolíticas de Europa para que el
continente siguiera teniendo su peso específico en la escena internacional.
Para la
derecha radical, la UE, lejos de ser un muro de protección contra el
mundialismo, es considerada como una institución servil, calificada de “caballo
de Troya del mundialismo” o de “super-Estado orwelliano”. Así, todos estos
partidos se oponen al proceso de integración europea que ellos perciben como un
proceso antinacional que priva a los pueblos de su soberanía y de sus derechos
colectivos. En este contexto, el fenómeno migratorio, descrito como una
“invasión”, se convierte en un instrumento en manos de las oligarquías
europeas, utilizado para acelerar esta destrucción nacional planificada,
permitiendo, según la Lega Nord, por
ejemplo, transformar “nuestras naciones, demográfica, cultural y políticamente,
en apéndices de países que no pertenecen al continente europeo”. La UE tiende a
uniformizar el espacio europeo, que se convertiría así en una “sociedad
multiétnica”. Este análisis apela a la dimensión protestataria “antiélites” del
discurso radical de derecha que se lanza sobre las oligarquías europeas
acusadas de haber renunciado, incluso de haber colaborado, para vender sus
patrias a los intereses extranjeros. Esta crítica reenvía al “establishment”, especie de “mafia”
constituida por los “establecidos” (políticos, medios, financieros, etc.), que
se “benefician de los privilegios conferidos por un estatuto que les permite
operar para potencias extranjeras”. Les acusan de “soñar con la disolución de
las naciones en la Unión europea y la mundialización, para instaurar una
república internacional compuesta de una población mezclada y cosmopolita de la
que desaparecería todo carácter nacional”. Esta concepción desprecia, en
principio, la existencia de otros actores políticos distintos a las naciones en
el escenario internacional. En efecto, para la derecha radical, el mundo
exterior, por oposición al mundo interior, el territorio nacional, se define
por la relación de fuerzas irreductibles entre Estados, lo que hace imposible
el sueño que concibe un espacio de paz definitiva como destino. En
consecuencia, toda empresa supranacional estará sistemáticamente desacreditada
por ser antinacional.
No sólo la
derecha radical llega a estas conclusiones. La opinión pública cada vez es más
desfavorable a la construcción europea, con un 43% de media en la Unión, pero
mucho más elevada en los países de Europa central y oriental, con un 79%: en
estos nuevos Estados miembros, la integración ha provocado una radicalización
de la opinión pública respecto a un proceso que tenía la apariencia de haber
sido un extraordinario éxito. En efecto, mientras que la perspectiva de
integración suscitó, en su origen, muchas esperanzas, finalmente no ha
provocado más que frustraciones por el hecho de los efectos perversos de la
adhesión: aumento de los precios, desempleo, crecimiento de las desigualdades,
deterioro de la protección social, inmigración masiva… incluso el retorno de la
corrupción bajo otras formas más político-económicas distintas a las de los
antiguos regímenes autoritarios. Se señala también que la mundialización y la
apertura de las fronteras explican el temor a una disolución de las identidades
nacionales y a una pérdida de referencias y valores. Quizás, el discurso
identitario, que se vuelca en la defensa de las identidades nacionales, se
alimente del déficit de identidad que sufre la Unión europea, la cual, en lugar
de ofrecer a los europeos un marco de referencia cultural y geográfico con el
que identificarse, se define exclusivamente por sus elementos geoeconómicos.
Esta situación se debe, en parte, a las continuas ampliaciones a nuevos Estados
miembros, sin que jamás se haya cerrado la cuestión de las fronteras exteriores
definitivas de Europa, lo que es especialmente grave en el caso de la posible
adhesión de Turquía, que vendría a incrementar la comunidad musulmana europea
en 80 millones de creyentes suplementarios. La UE no ha podido llenar la
ausencia de relaciones afectivas entre los ciudadanos europeos, impidiendo la
constitución de un “nosotros” comunitario. La Europa institucional sigue siendo
“un misterio, lo opuesto a una realidad familiar y vivida”. Por el contrario,
la derecha radical europea tiene una definición muy concreta de Europa, antítesis
de una Unión abierta, sin fronteras, sin identidad y multicultural.
Europa en el imaginario identitario
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La crítica
dirigía a la UE no significa, como muchos pretenden, que la derecha radical
europea rechace toda legitimidad del marco europeo de referencia: consideran
que Europa es un espacio identitario de segunda pertenencia de los pueblos
europeos, tras la nación en primer lugar, donde deben desarrollarse espacio de
cooperación interestatal. Este sentimiento se resume en la expresión: “Amamos
Europa, pero odiamos la Unión europea”. Esta Europa es percibida como una
comunidad de civilización que reúne a los pueblos que comparten una cultura y
una historia comunes. En primer lugar, Europa se define por una cultura anclada
en la herencia del mundo antiguo y de la cristiandad. Esta herencia funda la
unidad intelectual de Europa, siendo la iglesia cristiana el espacio de
conservación y perpetuación de los valores europeos, a los que el mundo
árabe-musulmán, por ejemplo, es totalmente ajeno. Europa es, igualmente, un
espacio dotado de fronteras naturales e inextensibles. Este espacio está
delimitado, según el RN, “por la presencia de la Cruz”: sus fronteras se
detienen, al sur, allí donde comienza la “Media luna”, y al este, allí donde
comienza Rusia, y más allá, donde está viva la influencia de Buda. Este
planteamiento, que marcaría a Rusia como frontera, ha ido mutando en el seno de
la derecha radical hacia una revalorización del carácter europeo de Rusia, que
consiguientemente estaría también incluida en el espacio comunitario europeo.
Se trata de una visión cultural de Europa que permite definir los contornos de
una identidad que opone, estableciendo una clara distinción, el “nosotros” a
los “otros”. Para el identitarismo, es esta visión la que otorga su legitimidad
a Europa en la medida en que permite justificar la imposible integración de los
pueblos no-europeos. Es en nombre de esta “identidad-alteridad” que la Lega
Nord lanza su “cruzada contra el nuevo colonialismo bajo la bandera del islam”,
que sólo puede desembocar en la constitución de guetos y en la multiplicación
de conflictos étnicos y religiosos en el continente. Esta definición por
referencia a la antigüedad y a la cristiandad, de Europa, no es específica de
la derecha radical.
Esta Europa
defendida por la derecha identitaria juega también el papel protector de las
naciones europeas frente a los peligros comunes, apelando a que ha sido en la
adversidad como se construyó Europa, lo cual insufló una conciencia europea a
todos sus pueblos. En este sentido, es percibida como un espacio de cooperación
entra naciones que comparten un origen común y se coaligan para afrontar
desafíos comunes. Es la definición de una “Europa de las patrias”, cada una
conservando su soberanía, que se asocian frente a las amenazas comunes que
suponen las potencias extranjeras, acusadas de querer apoderarse del territorio
europeo para reducirlo al rango de colonia. Esta asociación a escala
continental no impediría los acuerdos a nivel regional, como es el caso de los
países de Europa central y oriental (recuérdese, por ejemplo, el Grupo de
Visegrado). Esta concepción de Europa, además de no interferir en las
identidades nacionales, ofrece un escudo protector suplementario para la
preservación de la independencia de las naciones. Además, el destino de Europa
corre paralelo al de las naciones que la componen, de tal manera que Europa no
es considerada como una entidad concurrente y competidora con las naciones,
sino más bien como la prolongación de sus identidades nacionales. Europa,
además, jugaría el rol de “trampolín” para la expresión de las potencias
nacionales, pues cada nación europea, como ya decía Ortega y Gasset, entraría
en un juego competitivo para demostrar su mejor valía frente al resto de
naciones. Es la opinión imperante en el RN, que considera a Francia como la
nación “federadora” que reúne todos los valores europeos, visión que, al mismo
tiempo, apela al instinto de protección frente al exterior y a la tendencia
natural de las naciones al expansionismo.
En fin, se
equivocan aquellos que consideran que este renacimiento nacional e identitario
es un fenómeno coyuntural que desaparecerá cuando la situación socioeconómica
mejore. Las expresiones de un movimiento identitario de reacción frente a los
procesos de aperturas de fronteras, de inmigración masiva, de desaparición de
las soberanías y de disolución de las identidades, se producen en todo el
planeta como respuesta a la mundialización. Y la Unión europea representa el
vector más avanzado de este proceso de globalización. A las ambiciones
federalistas de la UE, la derecha radical europea opone el retorno a una Europa
cultural sobre la base de la cooperación entre Estados soberanos.