¿De qué
Europa la Comisión Europea lleva el nombre? ¿De verdad es la Europa de Robert
Schuman y de los padres fundadores la de los tecnócratas actuales, o la que
defienden algunos políticos como Macron o Renzi cuando se dicen proeuropeos? Y
la opinión popular, a lo largo del continente, ¿es tan euroescéptica como dicen algunos o simplemente es una revuelta abierta contra esa visión burocrática
e ingenua del ideal europeo?
Una Europa sin rostro
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Cuando
Víctor Hugo, en el siglo XIX, imagina la futura construcción europea, la sitúa bajo
las garantías de la libertad y la fraternidad: “Y de la unión de las libertades
en la fraternidad de los pueblos nacerá el acercamiento de las almas, germen de
ese inmenso futuro donde empezará para el género humano la vida universal y que
llamaremos la paz de Europa”.
La
construcción europea debería pertenecer a la ciudadanía de las naciones de Europa, pero ha sido confiscada por los policy-makers
sin rostro, con el apoyo reforzado de la tecnocracia francesa.
Mientras
que deberíamos ser los primeros actores de esta construcción, a través de los
intercambios económicos y culturales, cada día que pasa nos encontramos más
desposeídos por una casta que se entromete en nuestras libertades.
A la cabeza de la burocracia
administrativa
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Desde
el comienzo de la construcción comunitaria, el sueño de una Europa de los
ciudadanos de Robert Schuman, el de una Confederación de naciones, ha tenido
que ceder frente a la ambición de un super-Estado europeo centralizado y
dominador en el que los epígonos de Jean Monnet se han convertido en
servidores.
Francia, a
través de su alta administración tentacular, fue la punta de lanza de esta
visión, con algunos aliados belgas y luxemburgueses. Hoy todavía en Francia son
los “enarcas” (personas formadas en la Escuela Nacional de Administración,
ENA), es decir Macron, Moscovici o Koehler, los que tienen esta visión de un
Estado europeo inevitable, sin tener en cuenta el principio de subsidiariedad,
y exportando todos los fracasos franceses a escala europea.
Abandonando
la verdadera cooperación entre los pueblos e intentando, después del Mercado
común, imponer una montaña de normas y reglamentos a la ciudadanía, esta
burocracia ha construido su propio poder y ha engendrado el mito de la inevitabilidad
de una hidra bruselense centralizadora y orwelliana.
Alegato por un Bruxit
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Esta Europa
burocrática, frente a las divergencias, en lugar de aceptar el diálogo, deja
marcharse una nación tras otra, bien aceptando por ejemplo el Brexit, bien construyendo
subrepticiamente unos núcleos duros dejando aparte a otros países. Sin embargo,
el sentido común y la observación nos llevan a constatar la existencia de una
unión europea natural y espontánea: 1) La proximidad geográfica que hace, por
ejemplo, que trabajadores fronterizos pasen las fronteras cada día para ir a
ganarse la vida en los países vecinos. 2) Las raíces históricas, religiosas y
culturales que se han asentado con el tiempo. 3) Los intercambios económicos y
los flujos comerciales. Todos estos factores naturales se oponen a la visión
constructivista y dirigista de Bruselas.
Si debemos
preguntarnos por la cuestión de la salida de algunos, debería ser más bien por
los que han llevado la construcción europea hacia un callejón sin salida. En
sentido figurado y simbólico, salir del monstruo tecnocrático en el que se ha
convertido la administración bruselense debe ser la prioridad con el objetivo
de relanzar el proyecto europeo: una salida de Bruselas o un Bruxit. Europa debe volver al proyecto
inicial de Robert Schuman, eminentemente político, y parar de imponer sus
normas a través de su aparato burocrático o de forzar la convergencia
presupuestaria o fiscal.
Mediante la
imposición desde arriba, de manera poco democrática, de la inevitabilidad de un
Estado europeo (por sedimentación de las normas) o de la acogida masiva de
inmigrantes no europeos, los dirigentes de la Unión han señalado el final de la
verdadera idea europea pero, haciéndolo, han despertado también el furor de los
pueblos; estos últimos, henchidos de libertad, orgullosos descendientes de los
más antiguos demócratas del mundo, no aceptan más este Estado tentacular que
esconde su verdadera naturaleza…
¡Vuelve, Europa de los ciudadanos!
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La cuestión
de la identidad cultural y política es crucial, en cuanto que precede a la
cuestión económica o a toda convergencia fiscal, presupuestaria u otra; no se
construirá el amor entre los pueblos nombrando a un patético “ministro de finanzas”
sin poder real, incapaz de conciliar diversas realidades fiscales, financieras
y presupuestarias que, por muchos años, serán diferentes entre los Estados.
Nadie se imagina, en efecto, a los alemanes convertirse en el infierno fiscal
francés. Acercarse al peor alumno de la clase no tiene ningún sentido.
Al debate
estéril entre pro y antieuropeos debe suceder a partir de ahora el que opondrá
la Europa tecnocrática de Bruselas a la Europa de los ciudadanos: del resultado
de este combate dependerá en gran manera la futura refundación del modelo europeo
que se está quedando sin fuerzas. ■ Fuente: Causeur