Europa
es una cosa. La Unión europea es otra distinta. La Unión europea debería estar
al servicio de la supervivencia colectiva de Europa, de sus naciones, de sus
ciudadanos. Por desgracia, lo que vemos es lo contrario: la Unión europea ha
puesto a su servicio a los ciudadanos y a las naciones de Europa para construir
algo que ya no puede llamarse Europa, porque ha renunciado expresamente a su
identidad histórica, sino que se parece más bien a una suerte de parque
temático del mundo global. De manera que ser crítico hacia la Unión europea no
es ser “euroescéptico” ni, menos aún, “eurófobo”. Al revés.
El
proyecto de la Unión europea es sin duda uno de los grandes hechos del mundo
contemporáneo, de acuerdo. Con razón ha ilusionado a millones de europeos desde
Escandinavia hasta Algeciras. Por desgracia, la deriva de la Unión en los
últimos años ha conducido a una situación en la que, más que construir Europa,
Bruselas la está destruyendo. Porque Europa no es una amalgama burocrática de
instituciones que nadie elige, esa amalgama que hoy parece haberse fijado por
única meta el desmantelamiento de las soberanías nacionales y la disolución de
nuestra identidad colectiva. Europa es mucho más que eso. Y si las
instituciones de la UE dejan de representar los intereses objetivos de las
naciones y de los ciudadanos de Europa, entonces es legítimo preguntarse si
acaso no habrá que rectificar a fondo el camino.
Europa
es más que un continente y mucho más que una burocracia. Europa es una unidad
de civilización. Esa unidad de civilización viene muy claramente definida por
elementos que nadie ignora: el pensamiento griego, la civilización romana, la
herencia germánica y céltica y la espiritualidad cristiana. Del crisol donde
estos elementos se funden han surgido las naciones europeas y, muy
particularmente, aquellas que, como dice Luis Suárez, han construido el
concepto de “Historia Universal”: Alemania, Francia, Inglaterra, Italia y
España. Otras naciones de otras latitudes han construido civilizaciones
encomiables, pero sólo estas cinco, que son el corazón histórico de Europa, han
visto el mundo como un todo y lo han teñido con su sello. Esto no es un juicio
moral; es un simple hecho objetivo.
España
forma parte de esa unidad de civilización no sólo por pertenencia geográfica,
sino sobre todo por su evolución histórica. Nuestra aportación a la
construcción del concepto de Historia Universal es muy visible: el hallazgo y
exploración de un continente cuya existencia se ignoraba, la constatación
material de la esfericidad de la Tierra, la construcción de las primeras rutas
globales, la normalización y expansión de un idioma que hoy hablan 500 millones
de personas y la conservación y desarrollo de la herencia cultural cristiana,
con sus correspondientes manifestaciones religiosas, artísticas, filosóficas,
etc. Insisto: estos son hechos objetivos, no valoraciones de tipo moral o
ideológico. Todas las disquisiciones acerca de la mayor o menor “europeidad” de
España no dejan de ser argumentos retóricos de valor muy limitado. España es
Europa por posición geográfica y sobre todo por proyección histórica. Incluso
es posible decir, como hacía Dominique Venner, que los españoles somos los que
con más derecho podemos proclamarnos europeos, pues somos los únicos que han
tenido que pelear durante siete siglos para no dejar de serlo. La Reconquista
frente al islam, en efecto, también forma parte eminente de nuestra aportación
histórica a la construcción de Europa como unidad de civilización.
Europa
es, asimismo, el escenario donde nacieron ideas clave de nuestra vida política:
la soberanía nacional, las libertades públicas, también el concepto de Estado-nación.
De hecho, lo propio de la Europa moderna es precisamente su organización en Estados-nación.
Nadie ignora que la voluntad de poder de esos estados condujo a conflictos de
extraordinario alcance y que en la segunda guerra mundial se alcanzó el umbral
de la autoaniquilación de Europa misma. Por eso fue tan estimulante que,
después de 1945, se emprendiera un camino de cooperación con el objetivo de
convertir en aliados a los que un día fueron antagonistas. La renuncia a
determinados aspectos de la plena soberanía nacional tenía como contrapartida
la ganancia de espacios nuevos de seguridad y de prosperidad.
A
esos espacios quisieron incorporarse cada vez más europeos, porque el nuevo
contexto surgido de la guerra mundial hacía muy difícil sobrevivir solos y, por
el contrario, la comunidad europea ofrecía enormes posibilidades. Así lo vio
España, que empezó su acercamiento a la estructura europea con el régimen
autoritario de Franco y la completó con la integración plena bajo el gobierno
socialista de González en 1985; en términos, sin duda, discutibles, pero que en
aquel momento suscitaron un amplio consenso. Del mismo modo, aunque en
condiciones más precarias, las naciones sometidas al totalitarismo comunista
buscaron incorporarse al bloque europeo tan pronto como se disolvió el fantasma
de la Unión Soviética, pues para todas ellas –Polonia, Hungría, etc.– la Unión europea
representaba una promesa de libertad y de prosperidad. Lo que seguramente no
esperaban húngaros y polacos era que esa Europa que ellos veían como promesa de
libertad intentara imponerle sus propios criterios sobre política de familia y
regulación de fronteras, y que Bruselas llegara al extremo de abrir campañas
institucionales contra los gobiernos democráticamente elegidos por los
ciudadanos, como ha ocurrido en los últimos años. ¿Es que la Unión europea es
una nueva Unión Soviética? En términos menos dramáticos, lo mismo se están
preguntando hoy millones de europeos que no pueden aceptar la política
migratoria de la UE o la arbitrariedad del Tribunal de Justicia de la Unión,
por poner sólo dos ejemplos suficientemente relevantes.
La
política reciente de la Unión europea no ha consistido tanto en “hacer Europa”
como en deshacerla. Porque deshacer Europa es ignorar la identidad cultural de
nuestras naciones, negar nuestras raíces históricas comunes, alterar
arbitrariamente la composición étnica de nuestras sociedades, subordinar
nuestra economía a las exigencias de un mercado global ajeno a nuestros
intereses particulares e imponer un sistema de decisión autocrático y sin
rostro basado en instituciones que suplantan el marco real de la soberanía, que
no es otro que el Estado nacional. Sí, el Estado-nación: porque ese el único
marco en el que de verdad puede hablarse aún de democracia, el único en el que
el ciudadano conoce realmente al que toma las decisiones y puede, eventualmente,
cambiarlo o refrendarlo. De tal manera que, hoy, las instituciones de la Unión europea
se han convertido en el mayor lastre para los europeos, porque han dejado de
ser propiamente europeas para convertirse en una especie de despotismo asiático
envuelto en ínfulas tecnocráticas.
No
es fácil transmitir estas cosas en países como España, que han convertido el
papanatismo “europeísta” en una especie de nueva superstición popular, pero hay
que romper ese equívoco tramposo que consiste en identificar Europa con la UE.
Hay que entender –y explicar– que la existencia misma de Europa es inseparable
de la defensa de su identidad y de sus fronteras. Hay que replantearse los
objetivos de una UE que ha terminado convirtiéndose en un veneno para la Europa
real. Hay que revisar a fondo las estructuras de suplantación de las soberanías
nacionales creadas por Bruselas, desde el Consejo Europeo hasta el Tribunal de
Justicia pasando por el Banco Central. También, por cierto, habría que revisar
las condiciones en las que España se adhirió a la CE, porque ya han pasado más
de treinta años y las circunstancias no son las mismas ni en España ni en
Bruselas. Y todo esto no es euroescepticismo ni eurofobia. Es, simplemente, la
manera europea de hacer las cosas.