Para la mayoría de los medios de comunicación y los políticos, el asunto está claro: la teoría según la cual asistimos en Francia a una “gran sustitución” de población, que cada vez encuentra más eco en la sociedad, es una fantasía de la extrema-derecha que reposa sobre un temor irracional al Otro, una “farsa siniestra” (Hervé Le Bras) que tiene su origen en el nacionalismo de finales del siglo XIX y “su viejo imaginario de purificación de la sociedad de sus elementos alógenos” (Nicolas Bancel). Además, ¿hasta cuándo hay que remontarse para considerar la composición del pueblo francés?, se pregunta la demógrafa Pascale Breuil, antes de concluir que es “muy difícil definir quién es o no de origen francés”. Muy difícil para los laboratorios del Insee, estamos tentados de añadir, porque sobre esta cuestión la gente normal, guiada por su instinto, experimenta menos dificultad para definir las cosas, y no se enreda en conceptos o ideologías, ni en documentos administrativos, ni siguiera en la biología, la raza y la pureza imaginarias: es francés el que tiene la nacionalidad francesa, por supuesto, y vive según las costumbres francesas.
La verdadera brecha entre el pueblo y las élites está en esa percepción, y explica ampliamente la diferencia de percepción de la inmigración: el primero se ve todavía como perteneciente a un pueblo unido por un imaginario, las costumbres y las creencias, sin considerar los orígenes, mientras los segundos sólo se aferran al carácter jurídico de la nacionalidad. Por decirlo con crudeza: una mujer con velo de la tercera generación derivada de la inmigración francesa será francesa a ojos de los demógrafos y los estadísticos, pero seguirá siendo largamente “extranjera” en la conciencia de una gran parte de los franceses, planteando, a un determinado nivel, el mismo problema que el de la inmigración stricto sensu: la destrucción progresiva de una civilización y de un modo de vida en beneficio de otra civilización y otro modo de vida; es la “gran sustitución”, teorizada por primera vez por el escritor Renaud Camus en 2010, que ve en este fenómeno “el choque más grave que ha conocido nuestra patria desde el inicio de su historia, puesto que, si el cambio de pueblo y civilización, ya muy avanzado, es llevado a su término, la historia que seguirá ya no será la suya, ni la nuestra”.
El problema es que algunos partidarios de esta teoría están en tal estado febril que un pequeño folleto de ayuda y de consejos jurídicos a los migrantes, se convierte para ellos en la prueba irrefutable de un complot dirigido a “sustituirnos a todos”. En resumen, entre los partidarios del “todo va bien, señora marquesa” y los de “todos musulmanes en quince años”, resulta difícil situarse.
Por ello es tan interesante el libro de Jean-Paul Gourévitch (Le Grand Remplacement, réalité ou intox?), que ha decidido tomarse en serio esta teoría, confrontarla con cifras de fuentes fidedignas y con hechos comprobados, al objeto de “explicitar las claves de las dos cuestiones principales que fundamentan la teoría de la gran sustitución: las migraciones y el islam”, todo ellos sin pasiones ni tomas de partido, dejando al lector forjarse su opinión. Los colegas de este especialista del islam y de las migraciones harían bien en inspirarse de la objetividad de su enfoque, que aporta un poco de aire fresco en una época donde, como dice Renaud Camus, ya no se trata de plantear la pregunta “¿esto es verdadero?”, sino la de “¿puedo decirlo?”.
Interesarse seriamente por la cuestión de la “gran sustitución” necesita, por supuesto, detenerse en las cifras de la inmigración y es aquí donde todo se complica. El problema de las estadísticas, como sabemos, es que acaban diciendo lo que se quiere decir de antemano (“No creo en las estadísticas porque yo mismo las falsifico”, decía Churchill). Por eso, aunque haya que partir de los criterios utilizados por los institutos oficiales sobre la inmigración (Insee e Ined), los organismos internacionales (Eurostat, Frontex...) y las ONG especializadas (Migrinter, Migration Watch, Migration Policy Group...), hay que confrontarlos con otros estudios para hacerse una idea aproximada del porcentaje de inmigrantes que viven en nuestro país. Gourévitch aprovecha para denunciar las groseras manipulaciones de los institutos oficiales y de las interpretaciones que hacen numerosos periodistas, voluntariamente o no.
Tras analizar y criticar los datos disponibles, Gourévitch señala las cifras de la Offi de octubre de 2019, que establecen en un 11% el porcentaje de población inmigrante residente en Francia, y en un 25% si se computan los hijos de la segunda generación derivada de la inmigración. A lo que habría que añadir el indicador coyuntural de fecundidad para 2018: 1,88 hijos por mujer, menos de 1,8 para las mujeres descendientes de autóctonos, 2,02 para las descendientes de inmigrantes y 2,73 para las mujeres inmigrantes
Un cuarto de la población en vínculo directo con la inmigración y con la dinámica demográfica no es, precisamente, la fantasía denunciada por la prensa biempensante, aunque quizás no sea, todavía, la “gran sustitución”. La verdadera cuestión en este estadio, sin embargo, es la de saber si esta minoría no ejerce ya un poder de atracción superior a su representatividad: dicho de otra forma, sin no se encuentra en una dinámica cultural propicia para imponer su cultura y sus costumbres a la cultura y a las costumbres de los autóctonos.
Entre los inmigrantes o los hijos de inmigrantes residentes en Francia, Gourévitch estima entre 7,5 millones y 9 millones el número de musulmanes, con una población muy joven de trece años de media; el 41% se declaran creyentes y practicantes, el 34% creyentes pero no practicantes y el 25% sólo de origen musulmán o sin religión, aunque las dos terceras partes practican el Ramadán.
Para los historiadores de la inmigración Patrick Weil y Gérard Noiriel, las diferentes oleadas de inmigración siempre han creado tensiones y suscitado temores antes de fundirse en el “crisol francés” y no hay ninguna razón para que esto cambie. Sin embargo, es posible que esta orgullosa certidumbre respecto a la atractividad del modelo francés “republicano-universal” y la creencia en una inevitable condena de la religión por la modernidad, constituyan el pecado original de las políticas de inmigración. Acabarán por poner su religión en sordina y por integrarse, nos repiten desde hace cuarenta años. Sobre el terreno es precisamente lo contrario lo que observamos, con una afirmación cada vez más fuerte de la “identidad musulmana” y una brecha cada vez mayor entre los modos de vida de los inmigrantes y de sus descendientes, y los de los autóctonos. En los territorios donde son mayoritarios, los musulmanes tienen tendencia a liberarse de las leyes francesas y a imponer sus costumbres y sus modos de vida, lo que dio pie a Gérard Collomb a decir lo siguiente: «En estos suburbios (…) la situación está muy degradada y la expresión “reconquista republicana” adquiere todo su sentido. Hoy, es la ley del más fuerte la que se impone, la de los narcotraficantes y la de los islamistas radicales, que han ocupado el lugar de la República (…) En la periferia parisina, no podemos seguir trabajando comuna por comuna, hace falta una visión de conjunto para recrear la mixticidad social, porque hoy vivimos “unos al lado de los otros”, pero me temo que mañana viviremos “unos frente a otros”». Una situación que puede estallar en cualquier momento y transformarse en enfrentamiento, una situación que todo hombre de Estado digno de ese nombre debería evitar a toda costa. ■ Fuente: Valeurs Actuelles