Élisabeth Lévy es politóloga, periodista,
ensayista, excelente polemista y directora de redacción de la revista Causeur. Antigua simpatizante
socialista, partidaria de Jean-Pierre Chevènement, inmediatamente abandona este
enfoque ideológico “porque la pretensión de la izquierda es detentar el
monopolio de la moral”. Hoy afirma que “mi única identidad política es no ser
de izquierdas”. Autora de Les maîtres
censeurs: pour en finir avec la pensée unique, La gauche contre le réel y Les rien-pensants.
Con ocasión de la
publicación de un número de la revista Causeur
sobre “el terror neofeminista”, Elisabeth Lévy, nos da su punto de vista sobre
el estado actual del feminismo.
Usted ha titulado su dossier como “el terror
feminista”. ¿No es un poco exagerado? ¿Realmente debemos ver en las militantes
neofeministas una forma de dictadura? ¿Clémentine Autain, Caroline de Haas y
las Femen son realmente una amenaza para la sociedad?
Pues sí, y más de lo que se piensa
generalmente. En primer lugar, le agradezco por señalar que no atacamos al
feminismo en sí mismo, sino a lo que llamamos el “neofeminismo” encarnado por
grupos tan ruidosos como numéricamente débiles. Estas nuevas ligas de la virtud
ejercen una forma de terror ‒un terror ciertamente kitsch, ridículo, a veces incluso tan cómico que dan ganas de
llorar, y es este aspecto cómico que hay que subrayar‒ pero un terror en
cualquier caso. A juzgar por sus reacciones, totalmente delirantes, nuestras
damas (que, con frecuencia, son hombres) pretenden imponer una historia piadosa
en la que las mujeres son eternamente víctimas y todos los hombres sospechosos,
potencialmente violentos, violadores, acosadores y así sucesivamente.
Pero hay hombres violentos, violadores...
Claro, y me remito a las leyes que
reprimen la violencia, sexista o no. Evidentemente, hay que sancionar con
firmeza a aquellos que maltratan o explotan a las mujeres. Pero con las
neofeministas, se trata de otra cosa. Bajo el pretexto de liderar luchas
ganadas hace tiempo, ellas, en realidad, quieren gobernar las mentes y los
comportamientos, dictar normas en materia de sexualidad, de pareja, de deseo. Y
como lo demostró Orwell, el terror opera, en primer lugar, sobre el lenguaje,
que ellas intentan "limpiar", expurgar de cualquier rastro de un
pasado totalmente revisitado bajo el estandarte de la dominación masculina.
Prohibir las palabras para hacer desaparecer las cosas… De ahí su insaciable
búsqueda y captura del “desliz”, de lo “implícito”, de la “broma”… y también,
ahora, del “piropo” sexista. ¡Por favor! Si a ellas no les gusta, que no nos
priven de ello a las demás.
Pero, que sean ridículas, no las hace peligrosas…
No, lo que es peligroso es no ver el
ridículo y no tomar en serio sus elucubraciones, que deberían hacernos
reflexionar. Cuando un premio Nobel de medicina tiene que dimitir de su puesto
en la universidad bajo la presión airada y furiosa de las “redes sociales”, por
haber hecho una descripción de la mente de las mujeres, ¿no se ve el peligro?
(cuando se le preguntó por la presencia de mujeres en los laboratorios, había
declarado: “caemos enamorados de ellas, ellas caen enamoradas de nosotros y
cuando las criticamos, lloran”). Cuando
sitios especializados en la denuncia y la delación se ponen como ejemplo, ¿no
se ve el peligro? Cuando los hombres son amenazados con perder sus contratos,
posiciones, trabajos, porque defienden su punto de vista sobre la prostitución
o sobre cualquier otro tema predilecto de nuestras amas de casa, ¿no se ve el
peligro? Cuando cada vez más hombres tienen miedo de decir lo que piensan… es
que el terror ha comenzado. ¿No se ve esa insaciable sed de control, de
denuncia, de sanción, un torrente de barro digital que nuestras graciosas
combatientes pueden derramar sobre el desafortunado que se opone a sus
caprichos ‒“la envidia del penal” que, como decía Philippe Muray, sustituye a
“la envidia del pene”? Terminaremos criminalizando al amante inconstante o
indiferente: ¡Señoría, no responde a mis mensajes! Así que sí, podemos decir
que estas neofeministas son las “peligrosas ridículas”.
Pero ¿no es esto más una servidumbre voluntaria
que un peligro real? ¿Cómo pueden ser peligrosos esos pequeños grupúsculos?
¿Nunca ha oído hablar de la vanguardia de
la Revolución? Estos grupúsculos son peligrosos porque su influencia es
desproporcionada en relación con su peso real. Tienen una puerta abierta en los
principales medios donde sus discursos son como la palabra del Evangelio: nunca
un periodista osaría discutir los beneficios de la paridad o la pertinencia de
un manifiesto de mujeres políticas o periodistas que se quejan de vivir en un
infierno, las pobres.
Pero además de crear un siniestro clima
de inquisición, este lobby informal
tiene un peso específico en las decisiones gubernamentales. Si hay servidumbre
voluntaria es porque una ínfima minoría ideológica ejerce su poder por el miedo
y la intimidación. Y su ambición es evitar que podamos reírnos de sus
innumerables inventos y, más en general, de todo lo que tenga que ver con
hombres y mujeres.
¿Qué es lo que más le enerva de las
"neofeministas"?
Dudo entre su ausencia total de humor, su
ira victimista y su afición por el control; no, creo que esto es lo más
insoportable, esta sed inalterable por “vigilar y castigar”. “Mi cuerpo me
pertenece”, clamaban las felices chicas del movimiento feminista. “Tu cuerpo me
pertenece”, replican sus impagables herederas, boticarias tanto del deseo como
del famoso reparto de las tareas domésticas.
La reacción de la “feminosfera” a
nuestros planteamientos (no crea que estas grandes conciencias se molestan en
leer) es en sí misma una demostración. Leen dos líneas de un texto y sacan
conclusiones. De esas dos líneas, nuestras intelectuales deducen que las
acusamos de no saber pintarse las uñas e imaginan que las llamamos
“ventripotentes peludas”. En resumen, como respuesta a unos insultos
imaginarios, estas buenas conciencias feministas nos dedican un torrente de
maldiciones, lo que les permite ocupar el trono que más adoran: el de la
víctima. Pero ninguna reflexión sobre sus luchas y sus métodos.
Habla de batallas ganadas. “Hemos conquistado la
igualdad", escribe... ¿No va demasiado rápido? Parece que todavía existen
desigualdades flagrantes entre los dos sexos, diferencias salariales,
representación política, etc…
Hay que admitir que nuestra democracia
tiene muchas imperfecciones y, sin embargo, ¿podemos decir que no vivimos en
democracia? Sucede lo mismo con la igualdad. Una democracia perfectamente
realizada sería tan insoportable con una total igualdad. Dicho esto, lo
importante es que la igualdad de derechos está hoy garantizada por la ley
protegida por el sentido común. Por supuesto, existen todo tipo de estadísticas
que nos hablan de que todo va mal: salarios, violencias, gramática… ¡El sexismo
está por todas partes! Pero a esta visión boticaria se opone la comprensión
histórica: ¿hay que recordar los gigantescos progresos logrados en cincuenta
años?, ¿se puede juzgar una situación sin preguntarse de dónde partió? Añado
que, blandiendo obsesivamente las desigualdades que todavía subsisten, nuestras
feminócratas impiden que se les
cuestione su poder e influencia, especialmente su poder ideológico. Durante la
campaña presidencial de 2012, ellas consiguieron que tanto Hollande como
Sarkozy dijeran las mismas tonterías sobre la supresión del tratamiento
“señorita”. Era un espectáculo lamentable ver a dos eminentes líderes
entregarse a la nueva moda lingüística impuesta por nuestras matronas, que ya
habían decidido que esta palabra debía desaparecer de la lengua. Bueno, no
conozco ni una sola mujer que aprueba tal medida. Y estoy convencida de que los
dos candidatos la encontraban ridícula, pero la cobardía sigue siendo
preferible a la estupidez…
¿Asume la defensa, si no de una desigualdad, sí
al menos de una disimetría entre los sexos?
Ciertamente no es cuestión de transigir
sobre la igualdad. Pero, bajo el pretexto de combatir las desigualdades, no se
pueden borrar las diferencias entre los sexos. Sólo estarán satisfechas cuando
los hombres sean mujeres como cualquier otra y hayan erradicado la idea misma
de virilidad. No se trata de imponer modelos. No obliguemos a los chicos a
jugar a ser caballeros, vale, pero ¿debemos animar los niños a jugar a
princesas y a las niñas a jugar al rugby? Hemos jugado tanto con los
estereotipos de toda especie que, tanto en la cama como en la calle, la
dominación puede cambiar de campo. Pero, con el pretexto de erradicar estos
estereotipos, podría llegar a imponerse un estereotipo único. Todas las teorías
de género juntas no pueden suprimir un hecho: los hombres y las mujeres no son
los mismos. Y desde mi punto de vista, es esta diferencia la que hace que el
mundo sea deliciosamente habitable.
¿Niega, pues, toda utilidad a la lucha feminista,
o todavía existen causas feministas justas? ¿Es una lucha justa o es una lucha
superada?
Por supuesto que todavía hay combates que
librar y batallas que ganar: precisamente, aquellos que nuestras ruidosas
neofeministas no emprenden. Por ejemplo, la de todas las mujeres musulmanas que
quieren escapar de la tribu, del padre, del marido o del hermano, y que ellas
abandonan en nombre de las grandes ideas sobre la diversidad cultural ‒extraña
tolerancia por parte de grupos fanáticamente intolerantes sobre cualquier
diferencia o divergencia. Yo diría que la próxima lucha feminista será la de
liberar a las mujeres de ese falso feminismo que, bajo el pretexto de defender
a las mismas, les quiere asignar una norma. Porque, a fin de cuentas, ellas
conducen una guerra contra los hombres y contra la masculinidad y, al mismo
tiempo, una guerra contra la idea misma de feminidad. ■ Fuente: Le Figaro