Cuando
hoy hablamos de Europa, las expresiones que se nos presentan con mayor
frecuencia son las de impotencia, parálisis, déficit democrático, opacidad,
arquitectura institucional incomprensible. Durante las últimas décadas, la
integración europea se presentó como una solución; pero actualmente se ha
convertido en un problema que nadie sabe resolver. Ayer se daban motivos para
la esperanza; hoy en día, produce temor.
El proyecto europeo no coincide con
ningún propósito específico. No tiene contornos geográficos ni formas políticas
bien caracterizadas. Se manifiesta una incertidumbre existencial, más bien
estratégica que identitaria, que los soberanistas y los euroescépticos han
hecho explotar.
Hace
un cuarto de siglo, Europa todavía aparecía como la solución para casi todos
los problemas, Hoy es percibida como un problema que se añade a los demás. Bajo
los efectos de la desilusión, los reproches vienen de todas partes. A la
Comisión europea se le reprocha casi todo: de multiplicar las obligaciones y
las prohibiciones, de meterse en aquello que no le compete, de querer castigar
a todo el mundo, de paralizar las instituciones, de organizarse de forma
incomprensible, de estar desprovista de legitimidad democrática, de negar la
soberanía de los pueblos y las naciones, de no ser más que una máquina para
gestionar pero no para gobernar. En la mayoría de los países, las opiniones
positivas sobre la Unión europea van en caída libre desde hace una década,
alcanzando la percepción negativa el nivel más bajo jamás registrado.
Recientemente, un sondeo Ipsos revelaba que el 70% de los ciudadanos europeos
quiere “limitar los poderes de la UE”, un 41% mostraba su “desconfianza hacia
Europa”. El sueño europeo se transforma en pesadilla. El sentimiento más
extendido es que Europa se construye ahora contra los europeos.
Laboratorio de una “democracia sin
pueblo”
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En
origen, como sabemos, había varios proyectos bastante diferentes de construcción
europea. El que fue llevado a cabo fue el de Jean Monnet. Pero este proyecto,
criticable en sí mismo, ha sufrido importantes inflexiones que, con frecuencia,
pasan desapercibidas. En los años 1957-1958, vemos el enfrentamiento, en el
seno de las instituciones europeas, entre aquellos que quieren un compromiso
hacia un auténtico proceso político en el seno de un mercado común trascendido
por la elaboración de políticas comunes, y aquellos que sólo apostaban por una
fórmula librecambista, al final puramente económica, excluyendo la existencia
de un muro aduanero común en las fronteras europeas. Es esta segunda opción,
conforme al modelo liberal anglosajón, el que finalmente se impuso.
Mientras
que en los años de la década de los 60 todo era cuestión todavía de preferencia
comunitaria y de política industrial común, Europa no se manifestó, a partir de
los años 70, más que como un vasto mercado, una zona de librecambio desprovista
de fronteras geopolíticas naturales, preocupada exclusivamente por la unificación
jurídico-mercantil. Con la financiarización de los años 80, el colapso del
sistema soviético y las precipitadas ampliaciones de los años 90, el proceso se
aceleró. Los mercados públicos se abrieron progresivamente a todo. Los derechos
de aduana fueron abolidos, las legislaciones protectoras olvidadas. La
distinción entre “el interior” y “el exterior” de Europa había desaparecido, la
preferencia comunitaria era definitivamente abandonada con el tratado de
Maastricht de febrero de 1992, el cual disponía que “los Estados miembros de la
Unión actuasen en el respeto de una economía abierta donde la competencia es
totalmente libre”. Paralelamente, las instituciones europeas se situaban bajo
la dependencia de las jurisdicciones internacionales donde los intereses
europeos es la menor de sus preocupaciones.
En
lugar de constituir un polo de resistencia a la ideología dominante, la Unión
europea se alineó con ella de forma incondicional. No contentos con pasar del
Mercado común a la globalización mercantil, los Estados europeos formalizaron
en el Consejo de Copenhague de 1993 dos criterios constitucionales que
liquidaban objetivamente cualquier forma de soberanía política: «Las sociedades
europeas fueron desde entonces rápidamente convertidas a los valores de la
modernidad: el pluralismo, la tolerancia, el nomadismo y la apertura. Se
traducen jurídicamente en los valores de los tratados y de las políticas
europeas a través de dos principios multiusos: la libre circulación y la no
discriminación». El ideal de un Estado democrático fundado sobre la soberanía
del pueblo fue así sustituido por el de una “sociedad civil” fundada sobre la
soberanía del individuo, detentador de múltiples derechos subjetivos. Olvidando
que no es la unión la que hace la fuerza, sino la fuerza la que hace la unión,
la Europa del tratado de Roma (1957) se veía entonces como una suma de fuerzas.
Tras los tratados de Maastricht, Ámsterdam y Lisboa, ya no era más que una suma
de debilidades. «Como si el proceso llamado “europeo”, señalaba Christian
Beaudouin, fuera pilotado por un pasajero clandestino intentando cualquier cosa
menos “hacer Europa”». En esta ocasión, hacer de Europa una de las piezas de la
mundialización ‒la organización regional europea de la “gobernanza mundial”,
prefiguración de lo que debe ser el mundo entero‒, al mismo tiempo que el
laboratorio experimental de una “democracia sin el pueblo”, también llamada
“postdemocracia”.
Una soberanía europea “inencontrable”
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En
una conferencia pronunciada en Ginebra en septiembre de 1946 ("El espíritu
europeo y el mundo de las máquinas”), Georges Bernanos observaba que «Europa se
encuentra menos estremecida por fuerzas antagonistas que aspirada por el
vacío». «La civilización europea, declaraba, se derrumba y nada puede
reemplazarla (…) Es cierto que el declive de Europa no data de ayer (…) Europa
declinó en el mismo momento en que empezó a dudar de sí misma, de su vocación y
de su derecho. No hay duda de que ese momento coincidió con el advenimiento del
capitalismo totalitario (…) El capitalismo y el totalitarismo no son más que
los dos aspectos de la primacía de lo económico (…) La gran desgracia por la
que la extrema miseria de esta sociedad nos anuncia que va a morir (…) no es
más que el dinero (…) el dinero gana poco a poco todo lo que va perdiendo el
honor en el mundo (…)». Palabras premonitorias.
La
soberanía europea es hoy "inencontrable", mientras que las soberanías nacionales
no son más que recuerdos. En otros términos, se deconstruyen las naciones sin
que se construya Europa. Una paradoja que se explica cuando comprendemos que la
Unión europea no sólo quiere sustituir a la Europa de las naciones, sino
también reemplazar la política por la economía, el gobierno de los hombres por
la administración de las cosas. La Unión europea ha hecho suyo un liberalismo
que se funda sobre el primado de la economía y la voluntad de abolir la
política “despolitizando” la gestión gubernamental, es decir, creando las
condiciones en las que todo recurso a una decisión propiamente política se
convierte en algo inoportuno, cuando no imposible. Massimo Cacciari señaló hace
tiempo que la despolitización se había convertido en el rasgo dominante de la
integración europea. «Los grandes teóricos de Europa soñaron con una unión
postpolítica, incluso postnacional, añade Hervé Juvin. Y todavía es peor,
porque el Estado de Derecho y los derechos humanos no son política». Y «como no
hay buena economía sin buena política, concluye Pierre Le Vigan, Europa se
hunde en todos los dominios».
La negación de sí misma como visión
del mundo
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A
esta orientación liberal se añade una crisis moral. Obsesionada con el
universalismo, del que ella ha sido durante mucho tiempo su vector, Europa ha
interiorizado un sentimiento de culpabilidad y de negación de sí misma que ha
terminado por conformar su visión del mundo. Se ha convertido así en el único
continente que se ve “abierto a la apertura”, sin consideración de lo que puede
aportar a los demás.
Únicos
en el mundo, los dirigentes europeos rechazan pensarse como garantes de una historia,
de una cultura, de un destino colectivo. Bajo su influencia, Europa no hace más
que repetir que su propio pasado no tiene nada que decir. Los billetes de euros
lo demuestran a la perfección: vemos estructuras vacías, arquitecturas
abstractas, jamás un paisaje, jamás un rostro. Europa quiere escapar de la
historia en general, y de la suya en particular. Se prohíbe afirmar lo que es,
no quiere plantear siquiera la cuestión de su identidad por miedo a
“discriminar” alguno de sus componentes. Cuando Europa proclama su adhesión a
los “valores” es para señalar, sobre todo, que esos valores (igualdad, derechos
humanos, Estado de derecho, etc.) no le pertenecen en propiedad, sino que son
“universales”, teniendo todos los pueblos el derecho y el deber a reclamarlos.
«En nombre de la comunicación se olvida la cultura, señala Jean Clair, en
nombre de los intercambios se olvidan las identidades». Este acento puesto
sobre los “valores” más que sobre los “intereses” o los objetivos, son
reveladores de una impotencia colectiva. ¿Debemos asombrarnos? Como dice Pierre
Manent, «cuando no se sabe lo que quiere hacerse es complicado llegar a alguna
parte». Europa ni siquiera se plantea la cuestión, porque entonces debería
reconocer que no quiere hacer nada. ¿Por qué? Porque no quiere saber lo que es
Europa.
Las
consecuencias son temibles. En el dominio de la inmigración, la Unión europea
se ha dotado de una política de armonización demasiado generosa para los
migrantes (especialmente por el reagrupamiento familiar), que ningún Estado
puede ahora modificar. En el dominio comercial e industrial es el rechazo mismo
de cualquier “santuarización” el que prevalece. La supresión de cualquier traba
al librecambio se ha traducido en la llegada masiva a Europa de bienes y
servicios fabricados a bajo precio en los países emergentes que practican el
dumping bajo todas sus formas (social, fiscal, medioambiental, etc.), mientras
que el sistema productivo europeo se deslocaliza cada vez más hacía países
situados fuera de Europa, agravando así su desindustrialización, el desempleo y
los déficits comerciales. Pregunta: «¿Cuál puede ser el interés en haber creado
un mercado integrado por 500 millones de consumidores si no puede permitirse
imponer a sus competidores las condiciones mínimas para acceder al mismo?»
La
política extranjera es el reverso de la soberanía nacional. La Unión europea,
no constituyendo un cuerpo político, no puede evidentemente tener una política
extranjera común, sino, todo lo más, un agregado coyuntural de diplomacias nacionales
combinado con una política “exterior” derivada de las competencias
“comunitarias”. No percibiéndose intereses comunes, los europeos no pueden
tener una voluntad o una estrategia comunes. Han olvidado, sobre todo, que la
historia es trágica y que reposa siempre sobre una relación de fuerzas. En
estas condiciones, no puede sorprender el actual «vacío de la reflexión
geopolítica y geoeconómica sobre el rol que debería jugar una potencia
europea».
Europa en “piloto automático”
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La
inexistencia de una política extranjera común impide a la Unión europea tener
su peso en el mundo, incluso tener su peso en su propio ámbito. Europa es
conducida con piloto automático… para no ir a ninguna parte. El tratado de
Lisboa, ciertamente, creó un cargo de alta representación de la UE para la
política extranjera, pero ¿de qué ha servido?, ¿quién conoce el nombre de su
titular actual? Ocupada por abrirse al resto del mundo, Europa nunca se
preocupa por el lugar que le corresponde en tanto que sujeto de las relaciones
internacionales, lo que le obliga siempre a posicionarse por relación a los
Estados Unidos. Europa no quiere ser una potencia, ni crear una potencia, ni
constituir un polo de potencia en el mundo.
En
el plano militar, la política de seguridad y de defensa común, creada por el
tratado de Maastricht, presenta tres rasgos fundamentales: su carácter
esencialmente civil, la subordinación a la OTAN y el rechazo a hacer la guerra.
«Llegado el caso, la asociación euroamericana, encarnada en la OTAN, sirve de
alivio a los europeos para huir de las responsabilidades estratégicas y delegar
en los Estados Unidos la gestión permanente de su seguridad regional». Sin
embargo, nunca ha existido una potencia económica que no haya sido también una
potencia militar. La UE, que no desea tener enemigos, se satisface de una
“acción exterior” que se limita frecuentemente a una simple política de
“vecindad”. Desde 2008, mientras que todas las grandes potencias del mundo se
rearman, China y Rusia a la cabeza, los europeos disminuyen al 10% del
presupuesto las partidas dedicadas a la defensa. En 2012, los gastos militares
de Asia superaron, por primera vez, a los de Europa. «De ahí esta dinámica tan
desconcertante: cuanto más pesa Bruselas en Europa, menos pesa Europa en el
mundo».
Se
ha repetido hasta la saciedad que, al menos, Europa ha mantenido, desde el
final de la Segunda guerra mundial, la paz entre los europeos. Es el argumento
favorito de los mismos que piensan que el gran mérito de la construcción
europea es el de «haber exorcizado las pulsiones nacionalistas juzgadas
incontrolables». Pero esto es un engaño. La construcción europea no ha sido la
causa de la paz, sino su consecuencia. Los europeos se aproximaron porque ya no
tenían deseos (ni, sin duda, los medios) para batirse entre ellos (lo que
aplaudimos, desde luego). Pero esta “paz europea” no impidió la guerra en la
ex-Yugoslavia, la fragmentación de los Balcanes (otra vez la “balcanización”) y
el bombardeo de una capital europea, Belgrado, por los aviones de la OTAN. Más
todavía, la Unión europea, lejos de unir a Europa, ha hecho nacer
fragmentaciones y divisiones nuevas. La crisis financiera ha erigido a “los
países del Club Med contra la Europa alemana” (dos expresiones estúpidas), al
Grupo de Visegrado contra la política migratoria, y la adopción de la moneda
única ha provocado, no la convergencia, sino una divergencia todavía más
acentuada de las economías del viejo continente. Hemos comprobado cómo la
mundialización, es decir, la integración cada vez mayor de todos los países del
planeta, no va necesariamente a la par con la pacificación de las relaciones
internacionales…
La deconstrucción de Europa
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Durante
mucho tiempo, se ha subrayado que la pérdida de soberanía con la que se han
conformado las naciones no ha sido compensada por un reforzamiento de la
soberanía europea. Esta ausencia de transferencia a un actor político europeo
soberano es particularmente preocupante. Entre las naciones y Europa, la
soberanía parece débil. A pesar de sus 500 millones de habitantes, Europa sigue
siendo una no-potencia, incapaz de definir de manera unitaria una política
exterior y de defensa adecuada a sus propios intereses. Asociando, según la
fórmula de Régis Debray, “una simple estructura económica y un desierto
simbólico”. El excanciller Hubert Vedrine dijo sin rodeos: “Europa no sabe
quién es ni lo que quiere”.
La
“deconstrucción” de Europa comenzó a principios de 1990, con los debates sobre
la ratificación del tratado de Maastricht. Es en ese momento que el futuro de
Europa se consideró muy problemático y muchos europeos convencidos comenzaron a
desencantarse. Cuando la globalización hizo surgir temores adicionales, la
gente comprobó que Europa no garantizaba un mejor poder adquisitivo, una mejor
regulación de los intercambios comerciales en el mundo, una disminución del
número de deslocalizaciones, una regresión de la delincuencia, una
estabilización de los mercados de trabajo y un control más eficaz de la
inmigración, sino más bien lo contrario. La construcción europea ha surgido, en
muchos aspectos, no como un remedio a la globalización, un bastión contra la
desregulación generalizada a escala planetaria, sino como una etapa de esa
misma globalización. Muchos la ven como “el vector de una nivelación de todos
los valores arraigados en nombre de un mundialismo sin memoria y sin rostro”
(Jean-Michel Vernochet). Las críticas de la derecha y de la izquierda, los
temores nacionales y las inquietudes sociales, se añaden a continuación, y el
desencantamiento comienza a ganar en los más variados ambientes.
Desde
el principio, la construcción de Europa, en realidad, se está haciendo en
contra del sentido común. Se cometieron cuatro errores esenciales: 1) Partir de
la economía y del comercio en lugar de la política y la cultura, en la creencia
de que, mediante un simple “clic”, la ciudadanía económica conduciría
automáticamente a la ciudadanía política. 2) Crear Europa desde arriba en lugar
de hacerlo desde la base. 3) Preferir una ampliación apresurada para los países
mal preparados para entrar en Europa, a una profundización en las estructuras
políticas existentes. 4) Evitar siempre una clara decisión sobre las fronteras
de Europa y sobre los objetivos de la construcción europea.
Este
sesgo en favor de la economía, obviamente, explica el déficit democrático,
señalado de forma relevante en repetidas ocasiones, de las instituciones
europeas: aún hoy, la Comisión europea escapa prácticamente a todo control; el
Consejo de Ministros, reproducción de los gobiernos europeos, no rinde cuentas
a nadie; la elección del Presidente del Banco central no tiene que ser
confirmada por el Parlamento; y el nombramiento de los miembros del Tribunal de
Justicia de la Unión es asunto exclusivo de los gobiernos. El Parlamento
Europeo, elegido por sufragio universal desde 1979, se ha convertido en un caos
tumultuoso.
Mientras
tanto, este economicismo ha procurado el nacimiento de una concepción de la
ciudadanía vaciada de su sustancia política. Descansando sobre la ideología
transnacional de los derechos humanos, independientemente de toda inscripción
territorial particular, esta ciudadanía ya no se define por la capacidad de
participación política, sino por el disfrute de derechos creados en el dominio
económico o social y por la constitución de un espacio jurídico unificado, y el
papel del Estado se reduce a su capacidad de gestión “providencial” y a la
redistribución de los bienes colectivos. Es evidente que, dentro de esta última
concepción de “ciudadanía”, la diferencia de tratamiento, en un país determinado,
entre nacionales y extranjeros en situación regular (o legal), deviene
prácticamente en imperceptible: cualquier proyecto político común ha sido
evacuado, la sola residencia a título de consumidor o usuario otorga el derecho
a la ciudadanía.
En
1992, con el Tratado de Maastricht, la Comunidad Europea pasa a ser la Unión europea. Este cambio semántico también es revelador: lo que une es más débil
que lo que es común. La transición de un término a otro, como ha señalado
Passet, “consagra la primacía de los imperativos de librecambio comercial sobre
la reconciliación y el acercamiento de los pueblos”. Subrayando que “en la
corta historia de las democracias, los pueblos democráticos, en su mayoría, han
luchado más por defender sus patrias que para defender los valores
democráticos”, Dominique Schnapper advirtió del “riesgo de que las sociedades
modernas se desintegren a causa del debilitamiento del civismo y de la
dimensión política de la vida cuando las sociedades se organizan en torno a la
producción de la riqueza y la búsqueda del bienestar de los individuos”,
añadiendo que la construcción europea, en la medida en que asocia la
despolitización con una mayor mercantilización de las relaciones sociales,
“incluye el riesgo de contribuir involuntariamente a despolitizar las
sociedades democráticas”, ya que “la política no consiste solamente en producir
y redistribuir la riqueza, sino que tiene implicaciones en los valores y la
voluntad”.
El
segundo error consiste en querer crear Europa “desde arriba”, desde la parte
superior, es decir, a partir de las instituciones de Bruselas. Como deseaban
los proponentes del “federalismo integral”, la lógica nos llevaría, al
contrario, a partir de la base: del distrito, del barrio y del vecindario
(lugar de aprendizaje básico de la ciudadanía) hacia la comuna o el municipio,
de la comuna o municipio, o de la aglomeración urbana, hacia la región, de la
región hacia la nación, de la nación hacia Europa. Esto es lo que habría
permitido notablemente una aplicación particularmente rigurosa del principio de
subsidiariedad. Este principio, desde el instante en que las instancias
europeas se aferraron al mismo, ha sido “transformado en un principio de
eficacia, es decir, en un principio jacobino, en consecuencia, se ha convertido
en su contrario”. La subsidiariedad exige que la autoridad superior intervenga
sólo en los casos en que la autoridad inferior es incapaz de hacerlo (principio
de competencia suficiente). En la Europa de Bruselas, donde una burocracia
centralizada tiende a regularlo todo por medio de sus directivas, la autoridad
superior interviene cada vez que se siente capaz de hacerlo, con el resultado
de que la Comisión decide sobre todo porque ella se juzga “omnicompetente”. En
estas circunstancias, la autoridad que conservan los niveles inferiores no es
más que una autoridad delegada
El
tercer error consiste en ampliar Europa, de forma inconsiderada, antes que
priorizar la profundización de las estructuras existentes, o al mismo tiempo,
de abrir un amplio debate político en toda Europa para tratar de establecer un
consenso sobre los objetivos. La ampliación progresiva de Europa se hizo por
razones fundamentalmente económicas, a las cuales podría añadirse el deseo de
algunos países (nórdicos especialmente) de salir de su marginalidad
geopolítica. Ninguna de estas nuevas adhesiones ha ido acompañada de una
reforma institucional, los liberales siempre han apoyado la ampliación en
contra de la profundización. Y aunque los riesgos eran considerables, ninguno
ha hecho suya la posibilidad de una consulta popular.
Cuarto
error: el debate sobre las fronteras (o los límites), es decir, la realidad
geográfica de Europa, constantemente escamoteada, tanto como el debate sobre la
identidad europea y los objetivos de sus instituciones, cuya indeterminación no
ha dejado de sobrecargar el proyecto europeo de una ambigüedad proclive a todos
los vaivenes y derivas. El temor de muchos eurócratas era, visiblemente,
bloquear el desarrollo de la Unión dentro de unas fronteras demasiado precisas.
Algunos de ellos, como Michel Rocard y Dominique Strauss-Kahn, que abogaban por
una Europa “desde el Ártico hasta el Sáhara”, no se esconden para concebir la
UE como un conjunto multicivilizacional vinculado, como el mercado, con una
extensión indefinida. La tarea de la Unión sería, de alguna manera, abolir la
diferencia entre Europa y la no-Europa, arruinando así el principio de lo que
iba a ser su razón de ser y cualquier oportunidad de convertirse en un actor
importante en la escena internacional.
Las
fronteras de Europa están dictadas tanto por la historia como por la geografía:
se detienen al oeste en las costas del Atlántico, al norte en las regiones
septentrionales circumpolares, al sur en el Bósforo, al este en las mismas
puertas de la esfera de influencia rusa. Este es el marco territorial al que
los europeos deben atenerse si quieren jugar su papel en un mundo multipolar
–que no excluye, por supuesto, la firma de acuerdos de asociación privilegiada
con sus vecinos más próximos. Pero la falta de debate sobre las fronteras está
a su vez vinculada a la ausencia de debate sobre los objetivos. Que Europa opte
por convertirse en una gran zona de librecambio mercantil o en una potencia
autónoma, implica de hecho, para ambos proyectos, la existencia de diferentes
fronteras.
Los soberanistas: buenas críticas,
malas propuestas
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La
globalización, al mismo tiempo que engendra un mundo sin exterior, donde el
espacio y el tiempo son virtualmente abolidos, consagra la creciente impotencia
de los Estados-nación. En la época de la modernidad tardía ‒o de la
posmodernidad naciente‒, el Estado-nación entra en crisis, deviene obsoleto,
mientras que el fenómeno transnacional no deja de crecer. No es que el Estado
haya perdido sus poderes, sino que no puede hacer frente a las empresas que se
despliegan a escala planetaria, comenzando por la del sistema financiero. Dicho
en otros términos, los Estados nacionales ya no son las entidades principales
que permiten resolver los problemas nacionales. Demasiado grandes para responder
a los problemas cotidianos de los ciudadanos y demasiado pequeños para hacer
frente a los desafíos planetarios. El momento histórico en que vivimos es el de
las acciones locales y los bloques continentales.
En
este contexto, los “soberanistas” aparecen como políticos que desarrollan
buenas críticas, pero que no aportan buenas soluciones. Cuando denuncian, no
sin razón, el carácter burocrático y tecnocrático del aparato de Bruselas,
resulta fácil responderles que las burocracias de los actuales Estados-nación
se orientan en el mismo sentido. Cuando critican el atlantismo de Bruselas, es
fácil contestar que los gobiernos nacionales van en la misma dirección.
Asistimos hoy a un vasto movimiento de homogeneización planetaria que afecta
tanto a la cultura como a la economía y a la vida social. La existencia de
Estados-nación no lo impide de ninguna forma. Los vectores de esta
homogeneización se juegan sobre las fronteras y sería un grave error creer que
estas fronteras constituyen un muro infranqueable.
Los
mismos que deploran la impotencia política de Europa rechazan la delegación del
poder necesario para instaurar un auténtico gobierno político europeo, el único
capaz de adoptar las decisiones que se imponen en materia de política
extranjera y migratoria, por ejemplo.
El
argumento de la “soberanía” de las naciones no sirve de gran cosa. Cuando se
dice que la UE implica el abandono de la soberanía nacional, se olvida que ya,
desde hace tiempo, los Estados-nación han perdido su capacidad de decisión
política en casi todos los dominios que le competen. En la hora de la
globalización, los Estados nacionales ya no son los detentadores más que de una
soberanía nominal. La impotencia de los gobiernos nacionales frente a los
movimientos del capital, al poder de los mercados financieros, a la movilidad
de bienes, servicios y personas sin precedentes, es hoy demasiado evidente. Es
necesario, pues, buscar los medios para instaurar una nueva soberanía a nivel
europeo.
Una
de las razones profundas de la crisis de la construcción europea es que nadie
es capaz de responder a la siguiente pregunta: ¿qué es Europa? Las respuestas
no faltan, pero la mayoría son convencionales y ninguna reúne la necesaria
unanimidad. Pero más importante es todavía esta pregunta: ¿qué quiere ser
Europa? Todo el mundo sabe que no hay ninguna medida entre una Europa que busca
erigirse en potencia política autónoma y soberana, con fronteras claramente
definidas e instituciones políticas comunes, y otra Europa que busca ser
solamente un vasto mercado, un espacio de librecambio abierto y destinado a
diluirse en el gran espacio planetario, sin límites, ampliamente despolitizado
y neutralizado, no funcionando sino con mecanismos de decisión tecnocráticos e
intergubernamentales. Y también sabe todo el mundo que ha triunfado el segundo
modelo, de inspiración angloamericana y atlantista. Elegir entre estos dos
modelos es elegir entre la política o la economía, el poder de la Tierra o el
poder del Mar. Desgraciadamente, los que se ocupan de la construcción europea
no tienen la menor idea sobre geopolítica: el antagonismo entre las lógicas
terrestre y marítima se les escapa completamente.
El
general De Gaulle definió perfectamente el problema en 1964: «Para nosotros,
los franceses, se trata de que Europa se haga para ser europea. Una Europa
europea significa que existe por sí misma y para sí misma, dicho de otra forma,
que, en medio del mundo, Europa haga su propia política. Pero, precisamente, esto
es lo que rechazan, consciente o inconscientemente, aquellos que pretenden
querer que Europa se realice. En el fondo, el hecho de que Europa, no siendo
política, siga siendo sumisa a todo lo que viene del otro lado del Atlántico
les parece, incluso hoy, normal y satisfactorio».
Hoy,
Europa está totalmente bloqueada. Dos actitudes son posibles. La primera:
desear el colapso y la disolución de la Unión europea, no para volver a los
Estados-nación, sino para refundar la construcción europea sobre otras bases, a
fin de permitir a Europa convertirse en un actor con peso propio en la escena
internacional, por ejemplo, a partir de un “núcleo duro” formado por un pequeño
grupo de países refundadores. La segunda: considerar que más vale una mala
Europa que nada de Europa, lo que implicaría intentar mejorar las cosas desde
dentro. Las dos actitudes son defendibles. ■
Fuente: Éléments pour la civilisation
européenne