En definitiva, la nueva técnica, llamada edición de genes, permite borrar, añadir o cambiar genes (de ahí, la expresión “tijeras genéticas” para modificar el genoma humano). Así, se pueden corregir graves enfermedades genéticas causadas por un único gen como la fibrosis quística, la distrofia muscular o algunos cánceres hereditarios antes de que el bebé nazca. Esto es posible modificando los genes de un embrión o del óvulo de la futura madre cuando se sabe que es portadora de determinada enfermedad. Para corregir el gen defectuoso se necesitaría someter a los futuros padres a un tratamiento de reproducción asistida, concebir los embriones y eliminar la mutación que provoca la enfermedad en el embrión antes de implantarlo. El proceso es relativamente sencillo y apto para cualquier clínica de reproducción asistida.
Además de curar graves enfermedades, la manipulación permitiría retocar genes con fines menos aparentemente menos loables para mejorar al futuro del niño. Si se conocen genes específicos relacionados con el color de ojos y cabellos, la estatura, la resistencia física o la inteligencia, se podrían hacer cambios para traer al mundo “niños casi perfectos” o “niños a la carta” (el criterio de la perfección es tremendamente subjetivo, y varía según las culturas, razas, religiones, etc.). Clínicas privadas de Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania o Japón ya “fabrican” bebés a la carta, aunque no de forma oficial: el precio más asequible está en torno a los 150.000 euros, pero si se busca algo “especial” el precio ronda el millón de euros.
Los avances científicos surgen de una necesidad y los bebés a la carta o los humanos de diseño no son la excepción. Sin embargo, ¿qué pasaría si se volviera algo tan cotidiano como comprar ropa on line o elegir la casa de sus sueños por internet? Esto es, que no solo se quisiera controlar o prevenir enfermedades, sino que se diseñara por completo el color de ojos, cabello, piel, altura y otras características en los bebés. Simplemente, buscar el hijo perfecto sin importar que se parezca o no a los progenitores, pero que tenga características que los padres hayan elegido de acuerdo a lo que ellos —o la sociedad en la que viven o el grupo étnico al que pertenecen— consideran “perfecto” o "deseable", o por el contrario, que se vuelva una tecnología tan privilegiada —en términos de poder adquisitivo— que solo unos pocos puedan tener acceso a ella; y de esta forma, la sociedad podría derivar en una “aristogenocracia”, en el que la gente con recursos formaría una élite sana y casi perfecta, y el resto, sin posibilidades, constituiría una plebe genéticamente desfavorecida, (excepto aquellos que tuvieran genes de gran valor para utilizarlos en diversas terapias génicas). Lo de siempre, solo que esta vez estaríamos ante una división entre ricos y pobres genéticos.
Estos escenarios distópicos transhumanistas y eugenésicos que buscan la perfección humana, nos hablan de un futuro incierto donde los límites de la mejora humana van más allá de un laboratorio y donde la desigualdad —presente, desde luego, desde la formación de las primeras comunidades humanas, y exacerbada con el imperio del dinero de la sociedad liberal-capitalista— llegaría a formar dos tipos completamente distintos de especies humanas: los humanos, con todas sus carencias y limitaciones, y los posthumanos, con todas sus posibilidades y privilegios.
Pero, en realidad, aparte del sentimiento humanista dirigido a la erradicación de enfermedades y taras, evitando así el sufrimiento humano, ¿qué motivo o norma podría impedir, en términos éticos, a unos padres buscar el mejoramiento, si no la perfección, de sus hijos, ya sea en función de sus criterios estéticos o según los cánones de belleza dominantes, seguramente condicionados por el presunto éxito del modelo occidental, que hacen del “patrón nórdico” un modelo a imitar?