En 2013, el joven profesor de historia de Roma en la Universidad Libre de Bruselas, David Engels, sorprendió con un libro en el que comparaba el devenir de Europa con el de la República romana agonizante. Emigrado desde entonces a Polonia, vuelve ahora con veintidós ideas para “superar la desesperación” en su libro ¿Qué hacer? Vivir con la decadencia de Europa [Ed. Eas, Diciembre 2019, Alicante]. Estas ideas se sitúan entre el trabajo de desarrollo personal (vuelta a la naturaleza, a la belleza, a la espiritualidad, al libro) y la desobediencia civil. Conservador, es cierto, pero inclasificable.
Su ensayo Le déclin (La decadencia) comparaba el estado de Europa con el de la República romana tardía, en el siglo I de nuestra era. Tuvo bastante éxito y suscitó numerosas polémicas. ¿En qué aspectos cambió su vida?
No salí indemne de ese libro. Como historiador, he vivido con mucha intensidad bajo la sensación de desmoronamiento de lo que constituía antes la civilización europea: la espiritualidad cristiana, la familia en el sentido tradicional del término, el amor por nuestro patrimonio cultural, etc. Esta pérdida de identidad cultural me impresiona y me he visto forzado a prolongar dicha reflexión en mi propia vida. Por un lado, me identifico plenamente con los valores históricos de nuestro continente pero, por otro, sufro mucho al constatar que Occidente va a la deriva: ¿qué hacer, en mi propia esfera de actividad, para poner mi vida personal de acuerdo con los valores que tanto aprecio? Al principio, este pequeño manual no estaba verdaderamente destinado a la publicación: es un libro muy íntimo que no fue escrito para convencer a nadie sino como un vademécum personal que sintetiza algunas pautas para seguir siendo fiel a la herencia occidental en la vida cotidiana. Finalmente, ha sido publicado en 2019 por la insistencia de mi editor neerlandés y porque, entretanto, salí de esa crisis emocional emigrando a Polonia con mi familia.
¿Qué le ha aportado su emigración a Polonia?
Ahora vivo en una pequeña casa de madera cerca de un bosque, a veinte minutos de Varsovia. Al contrario de las apariencias, el debate de ideas es mucho más libre en Polonia que en Bélgica, donde se es rápidamente marginado. Allí, hay más intercambio entre los intelectuales y mucha más diversidad en los puntos de vista. Así que me he marchado temporalmente de la Universidad Libre de Bruselas para trabajar como investigador en el Instituto Zachodni de Poznan sobre la historia intelectual de Occidente, la identidad europea y las relaciones germano-polacas. En mis conferencias y publicaciones, me esfuerzo también en hacer comprender la visión política de Europa occidental en Europa central y oriental, y al revés. Muchas de las fricciones actuales entre los europeos occidentales y el Grupo de Visegrado podrían evitarse si nos zambulléramos en un lugar y en otro en los libros de historia. Es una experiencia apasionante. He encontrado en ello una forma de alivio. El este europeo me parece, cada vez más, el lugar donde se conserva la cultura que ha moldeado nuestro continente. Los polacos son, es verdad, críticos respecto a la Unión Europea pero son, como yo mismo, defensores acérrimos de la unidad de Europa y de la protección de su herencia, mucho más que los belgas, los franceses o los alemanes, como lo muestran las encuestas.
El gobierno polaco actual intenta por todos los medios tomar el control de la Justicia, lo cual no es un estándar de nuestras democracias…
Es comparable al sistema que ya tienen en otros países. Así, el gobierno polaco desea simplemente dar más poder al Parlamento en los nombramientos en el seno de la Justicia como ya es el caso, por ejemplo, en Suiza o en Alemania, lo que no gusta a la oposición polaca actual, salida parcialmente de la élite de la época comunista, y cuya influencia en el seno del aparato judicial se ve reducida.
Conforme a su recomendación nº 9 (“Formar parte de la naturaleza”), ¿cultiva usted sus hortalizas para alimentar a su familia? (David Engels nos enseña su huerto en el teléfono móvil).
Sí, pero eso es solo el comienzo ya que estoy muy ocupado con la renovación de la casa y las conferencias.
El politólogo Mark Lilla acaba de publicar un ensayo, L´Esprit de réaction (Ed. Desclée de Brouwer), que subraya el aspecto revolucionario de una cierta forma de conservadurismo, aquella que no se contenta con intentar frenar el cambio sino que busca la ruptura. Usted mismo ha sido calificado como conservador, reaccionario e incluso de extrema derecha. ¿Cómo se sitúa usted en el damero político?
Conservador, puede ser; en cuanto al resto, evidentemente no. Los extremos forman parte del problema, no de la solución, y querer ignorar las tensiones del siglo XXI para intentar volver a los años 80, como lo proponen muchos de los supuestos conservadores, es una torpeza monumental. Por otra parte, los conceptos de izquierda y derecha se han vuelto tan vagos que es difícil posicionarse sobre esa base. En mi libro ¿Qué hacer? recomiendo no entrar en el juego de la distinción izquierda-derecha que tenía un sentido a finales del siglo XIX pero que ya no lo tiene hoy, en la medida en que remite ahora a dos grupos de individuos con convicciones más o menos similares, seguidores del multiculturalismo y del liberalismo, y muchas veces venidos del mismo ámbito social. La verdadera distinción política sería más bien entre universalismo y tradicionalismo. De todas formas, como historiador comparatista, no creo en una historia abierta y libre y estoy convencido de que, como lo he mostrado en Le déclin (La decadencia), la civilización occidental vivirá el mismo destino que la República romana tardía: una fase de desorden civil, después un régimen autoritario parecido al de Augusto, conjugando cierto conservadurismo cultural de derecha con una política social populista más bien de izquierdas. Está claro que esta perspectiva está lejos de agradarme, pero me parece ineludible; todo lo que podemos hacer es intentar hacer esta transición de la forma más humana posible. ¿Es eso ser conservador o, simplemente, pragmático? No lo sé. En todo caso, en el plano estrictamente personal, yo estoy profundamente orgulloso de mi herencia europea cultural y espiritual, y haré todo lo que pueda por transmitirla a mis hijos y a mis lectores. En ese sentido, sí, puede ser que sea conservador.
¿Qué proyecto europeo defiende usted a través de su nueva obra colectiva Renovatio Europae, en la que está acompañado por intelectuales de derecha alemanes, franceses (como Chantal Delsol), británicos, polacos, húngaros, belgas e italianos?
El repliegue sobre el Estado-nación que defienden muchos populistas no es un proyecto político constructivo en la peligrosa situación en la que nos encontramos, con el auge imparable de China, la explosión demográfica de África, las difíciles relaciones con Rusia y la radicalización en Oriente Medio. Pero la Unión Europea no unifica: el universalismo, que es su único eje de identificación, no llega a crear el necesario entusiasmo entre los europeos. En otros países, como en Japón o Corea del Sur, defienden los mismos valores sin ser europeos. Ahora, ¿cómo definir Europa y garantizar la solidaridad entre europeos? Hay que unirse, no en nombre de un universalismo multiculturalista quimérico, sino gracias a una actitud positiva en cuanto a nuestra herencia cultural occidental: un proyecto político que hemos llamado “hesperialismo”, de la palabra griega que recuerda a Occidente, que propone una vuelta política a las fuentes de las tradiciones europeas.
El reconocimiento de las raíces cristianas de Europa es un tema antiguo. Esta mención había sido eliminada del preámbulo de proyecto de la Constitución europea de 2004, bajo la influencia de Jacques Chirac y de Guy Verhofstadt. ¿Cómo define usted la identidad del viejo continente, a cuya protección ha dedicado una cartera la nueva presidenta de la Comisión, Úrsula von der Leyen?
Me temo que esa cartera europea se convertirá más bien en una agencia de protección de lo políticamente correcto, en lugar de proteger los verdaderos valores históricos del continente. Para mí, la identidad occidental está definida por la combinación entre tradición judeocristiana y herencia grecorromana. De hecho, incluso el rechazo al cristianismo se expresa según un esquema de inspiración cristiana: la masonería es un producto puramente cristiano. No se es ateo en Europa como se es en China o en India. El reconocimiento del valor positivo del cristianismo no significa obligar a todo el mundo a ir a la Iglesia sino reconocer el cristianismo y estimarlo de nuevo como la argamasa fundamental de nuestra civilización: hace falta que las generaciones futuras tengan de nuevo suficiente estima emocional por esta tradición para comprender lo que el pensamiento, las artes o las ciencias le deben. El hecho de hacer de ella un elemento periférico nos separa de nuestras raíces y, además, nos priva de un sustrato de solidaridad entre los ciudadanos. ■Fuente: Le Vif.