El islam contra Europa, por Pierre Vial


Los “medios” y los políticos no imaginan el islam de otra forma que no sea bajo el ángulo de un conjunto de pueblos subdesarrollados presos en sus divisiones internas y en el inmovilismo.

Situado en la historia, el islam aparece, por el contrario, como un mundo en perpetuo conflicto con Europa. Desde su nacimiento, en el siglo VII, hasta el siglo XIX, desde los confines de Rusia hasta España, su oposición a nuestro continente, entrecortada por períodos de relativa calma, jamás ha cesado. Dotado de una prodigiosa capacidad para absorber a los pueblos vencidos, incluso a los vencedores, tales como los turcos selyúcidas, el islam conoce actualmente un nuevo despertar. En primer lugar, político, el cual se traduce por el llamamiento a los europeos. Hoy, se acompaña de un retorno a las fuentes religiosas y culturales, así como de una violenta toma de conciencia antieuropea.

Los jefes de los terroristas integristas declaran “la guerra santa a Europa”. Reivindican esta exaltación incluso ante los tribunales, rechazando la legitimidad de sus jueces: “Occidente reventará de la mano del islam. ¡Preparad vuestros ataúdes! ¡A muerte contra Occidente! Os traerá la muerte sobre un escenario de fuego”. ¿Extravío pasajero debido a un momento de enervación? No debe ser así cuando, audiencia tras audiencia, atentado tras atentado, anuncian sistemáticamente el Apocalipsis para aquellos que no acepten el dominio del islam: “Seréis sancionados, sin piedad, hasta el exterminio del último occidental sobre el planeta (…)”.

La lógica de la guerra santa

Contrariamente a lo que quieren hacernos creer los “medios”, esta posibilidad no tiene nada de aberrante en relación con la tradición islámica. Corresponde, en efecto, al deber de todo buen musulmán ganar para el islam, por todos los medios, a los infieles. El profeta Mahoma dio ejemplo haciendo saber a sus primeros discípulos en la Medina, que había recibido la misión de tomar la espada y conducir a los creyentes a la batalla para destruir a todos aquellos que rechazasen obedecer la ley del islam.

La guerra santa (yihad) tiene un objetivo externo ‒someter a los no-creyentes para extender el islam a todo el universo‒ y uno interno ‒unir y soldar a todos los musulmanes (es decir, a los fieles), cuya heterogeneidad va en aumento en razón de la diversidad de sus orígenes en la medida en que se extiende la conquista islámica. El peregrinaje a La Meca ha sido concebido en esta óptica de unificación, por la mezcla de etnias, llamadas todas ellas a afirmar su sumisión (este es el sentido del término “islam”) al dios mahometano. Pero, señala Jacques Heers, “esta comunión espiritual se afirma también durante los combates por la fe. Mahoma hablaba del deber de mostrarse con las armas en la mano y prometía la recompensa eterna, el paraíso de Alá, a los hombres que muriesen defendiendo el islam frente a los infieles”.

Se trata, además, de guerras esencialmente ofensivas, puesto que la lógica del monoteísmo musulmán quiere que la “única verdad” ‒la voluntad de Alá, transmitida por Mahoma‒ se imponga un día a toda la humanidad. La guerra santa, que Mahoma comienza atacando y saqueando las caravanas de comerciantes y peregrinos, culpables de no reconocer el valor de su revelación, continúa lógicamente en nuestros días y deberá continuar hasta la victoria final, total, del islam. Porque el Corán justifica la yihad mediante una visión típicamente dualista del universo y de las fuerzas que en su seno se enfrentan: “Aquellos que creen combatir en el sendero de dios y aquellos que combaten en el sendero del rebelde. Pues bien, ¡combatid a los amigos del diablo”.

La religión fundada por Mahoma aportó al expansionismo árabe una justificación: los nómadas semitas, fascinados durante mucho tiempo por su vecindad con las ricas y refinadas civilizaciones de los imperios persa y bizantino, abandonaron sus desiertos para ir a plantar el estandarte del profeta en las metrópolis de los sasánidas, mientras que los bizantinos perdían el Oriente Próximo, de Siria a Egipto, entre el 636 y el 642. Por contra, tardaron más de treinta años, a partir del 67, para someter valle por valle a los montañeses del Aurés, liderados por una legendaria heroína, la Kahina: los bereberes manifestaron, desde el principio y en cada ocasión ‒incluso en la actualidad‒ su voluntad de autonomía y de identidad cultural. Hacia el este, el imperio musulmán se extendió, bajo los califatos omeyas, hacia Afganistán, y después al Turkestán chino, al Penjab y la India.

En esa época, un duelo multisecular se entabla entre Europa y el islam: la conquista de España permite, en efecto, a los musulmanes poner pie en el continente europeo, por el oeste, mientras que en el este, los bizantinos, aun habiendo cedido en Asia numerosos territorios, defienden encarnizadamente la ciudad de Constantinopla: asediada del 674 al 680, y después en 716-717, la gran ciudad resiste victoriosamente. Esta resistencia permitirá al imperio bizantino mantener, durante un milenio, la preciosa herencia grecorromana (sabemos que el imperio romano acabó siendo dividido en dos partes, una occidental, otra oriental, siendo esta última la única en reivindicar la continuidad histórica de Roma tras la desaparición del imperio romano de Occidente en el 476 ‒incluso si Carlomagno, seguido por los emperadores germánicos, afirmará ser heredero espiritual de la romanidad).

La Reconquista

En el 711, la España visigoda se pierde por sus divisiones internas: siendo el poder codiciado tanto por el duque don Rodrigo como por el conde don Julián y los partidarios de Witiza, los cuales no dudaron en llamar a los musulmanes del Magreb para derribar a su rival, aun a riesgo de perder, ellos mismos, el trono: vieja historia del lobo en el corral de las ovejas. La mejor arma del islam ha sido siempre la desunión de los europeos.

En la locura de sus éxitos frente a los godos en España, los musulmanes invadieron el reino de los francos franqueando los Pirineos a partir del 714 y lanzando ataques devastadores tanto en el suroeste como en el sureste, aprovechándose de la complicidad de algunos jefes locales, como el duque de Provenza. Charles Martel, alcaide del palacio y, por este título, jefe efectivo de las fuerzas francas, arremetió contra los guerreros musulmanes en Poitiers (732): comprenderemos así por qué, con el paso de los tiempos, esta batalla ha alcanzado el valor de un símbolo. Ya un contemporáneo de este decisivo acontecimiento, el anglosajón Bede el Venerable, en la redacción de su Historia, añadía que “los sarracenos que habían devastado la Galia fueron castigados por su perfidia”. Algunos años más tarde, un cristiano anónimo que vivía en Córdoba, escribía un poema en el que, describiendo la batalla, mostraba, por un lado, a los sarracenos, y por el otro, a “las gentes de Europa”. Este cronista, señala Pierre Riché, “tenía plena conciencia de la oposición que existía entre los dos mundos y las dos civilizaciones, por un lado los árabes musulmanes, y por el otro los que él llama los francos, las gentes del norte, los austrasianos, representantes de los pueblos europeos”.

El enfrentamiento entre Europa y el islam ya no cesaría. En el siglo IX, los aghlabidas, que habían comenzado a partir del 827 la conquista de Sicilia, lanzan expediciones de pillaje sobre las costas de Provenza e Italia. Marsella es devastada en el 838 y 848 (numerosos habitantes son sometidos como esclavos). Arlés es saqueada en el 842, Tarento tomada en el 840, la Campania atacada en los años siguientes… Trágica letanía. Nada parece poder detener a los musulmanes: desembarcados en 846 en la desembocadura del Tíber, remontan el río y saquean San Pedro del Vaticano. El abad de Montecasino debe pagar un tributo para evitar la misma suerte. Haría falta que el emperador carolingio Luis II y el emperador bizantino Basilio I olvidaran sus rencillas para que, gracias a la coordinación del ejército franco y la flota bizantina, la base naval de Bari fuera recuperada a los musulmanes en el 871.

Pero todavía habrá que esperar mucho tiempo para poder deshacerse de los sarracenos. El Papa Juan VIII (872-882) se lamenta: “Los sarracenos se abaten sobre la tierra como una plaga de langostas y para narrar sus estragos haría falta todas las hojas de los árboles del país”. Porque en la Campania, repúblicas urbanas, gobernadores bizantinos y príncipes lombardos estaban más preocupados en oponerse entre ellos que de coaligarse contra los musulmanes. Habrá que esperar a la llegada de los normandos, en las venas de los cuales todavía bulle sangre vikinga, para que sea liberado el sur de Italia: después de treinta años de incesantes guerras (1061-1091), Roger Guiscard expulsa a los musulmanes de Sicilia. Su hijo, Roger II, coronado rey de Sicilia en 1130, crea un Estado poderoso que va a atacar a los musulmanes en sus bases del norte de África. Cambio decisivo en la situación: Europa ya no está a la defensiva, sino que actúa con vigorosos contraataques.

Esta reacción tomará una dimensión altamente simbólica con las Cruzadas. Durante dos siglos (XII y XIII), la flor y nata de la caballería europea dará lo mejor de sí misma en los campos de batalla de Palestina, Siria, Egipto y Asia menor. En la primera cruzada (1095-1099), normandos, loreneses, renanos, borgoñones, picardos, tolosanos, flamencos, se alinearán, codo con codo, para lanzarse a una exaltante aventura. Frente a un islam revitalizado por un movimiento de “despertar” ‒como se producen regularmente en el curso de la historia‒ animado por los turcos selyúcidas que se habían apoderado del califato abásida en el 1078: “estos nómadas, sunitas intransigentes, hacen la guerra santa con una fogosidad análoga a la de los primeros musulmanes”.

Un enfrentamiento multisecular

La unión sagrada fue, desgraciadamente, provisional: excepto en la tercera cruzada, que vio unirse al franco Felipe-Augusto, al anglosajón Ricardo Corazón de León y al germano Federico Barbarroja, jamás los europeos lograron agruparse en un combate común. De ahí, para salvar el “honor franco”, la constitución de esas instituciones tan originales que fueron las “órdenes militares”: templarios, hospitalarios, teutónicos, se propusieron defender hasta el final las posiciones tomadas en Tierra Santa ‒en un combate desesperado, teniendo en cuenta la aplastante superioridad numérica que jugaba a favor de los musulmanes.

Pero el combate más ejemplar se libró en España. Un combate de ochocientos años… En el momento de la invasión musulmana, miembros de la aristocracia visigoda se replegaron, en el norte, en las montañas de Asturias. A partir de este bastión de resistencia, Alfonso I (739-757) desgastará al enemigo mediante una incesante guerrilla y recuperará el control de Galicia, el norte de Portugal y una treintena de ciudades y villas (Oporto, Salamanca, Ávila, Segovia). Era el debut de la Reconquista, jalonada por la construcción de fuertes castillos (Castilla les debe su nombre) y el establecimiento, sobre las tierras reconquistadas, de colonos-soldados. El reino de León-Castilla ocupa Toledo en el 1085, mientras que el peregrinaje a Santiago de Compostela atrae a numerosos caballeros francos que ponen su espada al servicio de Navarra y Aragón. Para estos hombres, el paraíso está a la sombra de las espadas ‒según la bella fórmula de un caballero. Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, acuñará como consigna para sus hombres: “Hay que vivir de nuestras espadas y nuestras lanzas”.

Encontramos a numerosos francos en el ejército que, con la ayuda de las órdenes militares españolas (Santiago, Calatrava, Alcántara), reagrupará en el 1212 a Castilla, Aragón y Navarra, cuyos reyes tienen la sabiduría de olvidar sus rivalidades, frente a la amenaza de los almohades, fanáticos musulmanes procedentes del norte de África para relanzar la yihad en España. La gran victoria de las Navas de Tolosa marca una etapa decisiva en la Reconquista: los musulmanes están ahora encerrados en Andalucía, de la que serán expulsados finalmente en 1492 por Isabel y Fernando, los “reyes católicos”.

¿Hacia una nueva Reconquista?

El islam, a continuación, es dirigido por los turcos, enardecidos por la toma de Constantinopla (1453). En el Mediterráneo, los berberiscos constituirán un “poder maléfico a causa del cual ya no habrá, entonces, seguridad sobre los mares”. Contra ellos, los caballeros de Malta harán prodigios de heroísmo. Pero hará falta una coalición europea para alcanzar la gran victoria naval de Lepanto (1571) sobre los turcos, que habían ocupado Hungría en 1526 y amenazado Viena en 1529.

En el siglo XVII, nuevas alertas: un ejército otomano entra en Silesia en 1663 y asedia Viena en 1683. Entonces, los europeos se agrupan, incluyendo a los rusos, en una Santa Liga. Es el principio de una serie de tropiezos de los turcos: en el siglo XVIII, gracias a los golpes de mano de austríacos y rusos, Bucarest y Belgrado vuelven a ser europeas. El sable del islam está en declive.

¿Definitivamente? Esta palabra no tiene ningún sentido en historia. Sobre todo, cuando se trata de una fe que ha lanzado, en el curso de los siglos, a millones de hombres al asalto de Europa. Los militantes integristas lanzan, hoy, un desafío: “El ejército de Mahoma está de regreso, nosotros hemos vuelto”. La única cuestión que se plantea, aquí y ahora, a los europeos, es la siguiente: ¿el espíritu de reconquista está también de retorno? ■ Fuente: Terre et Peuple