Si en algo
estamos de acuerdo los auténticos defensores de España, por muy sorprendente
que pueda parecer, con los izquierdistas, los separatistas y los terroristas ‒aunque,
evidentemente, con distintos objetivos‒, es en que, de una vez por todas, “hay
que acabar con el régimen del 78”. Una especie de “pacto de circunstancias” que
abrió la historia de España a su desvertebración y posterior desmembración,
mediante el juego de la alternancia de los dos partidos mayoritarios (uno,
presuntamente de derechas, el otro, sólo hipotéticamente de izquierdas) y la
complicidad interesada y manifiesta (cuando no el apoyo incondicional a cambio
de privilegios territoriales y financieros) de las oligarquías nacionalistas
vasca y catalana. La impunidad con la que han actuado estos cuatro actores
(versión política de los cuatro jinetes apocalípticos) nos ha conducido a
cuarenta años de tiranía, corrupción, chantaje y desespañolización, mientras
que la supuesta derecha se apuntaba a la moda de la “expertocracia” y la
“tecnocracia” en la gestión de los recursos, simple filial de la gobernanza
mundial neoliberal, y la hipotética izquierda se hacía con el control de todos
los resortes mediáticos, universitarios, educativos y artísticos, apostando por
la internacionalización de los conflictos y la protección de las “minorías”
(étnicas, sexuales, religiosas), a la vez que tejía una alianza contranatura
con los viejos nacionalistas.
La
Constitución del 78, a pesar del mito de su intangibilidad, no es intocable.
Nos han repetido hasta la saciedad que sólo admite pequeñas y puntuales
reformas o modificaciones. Pero lo que es necesario ya no es modificarla, sino
sustituirla. Si apostamos por “liquidar el régimen del 78” no es, precisamente,
como quieren los “traidores”, para profundizar en los demonios que su
aprobación desencadenó. Sino para volver atrás y comenzar de nuevo.
La
Constitución del 78 consagró un modelo electoral y territorial diabólico,
entonces concebido simplemente como una componenda para pacificar los
territorios supuestamente irredentos de una “nación cerrada en falso”. Abrió la
puerta a la existencia de “nacionalidades” (sic), concepto al que
inmediatamente se apuntaron los levantiscos para patentar sus “hechos
diferenciales” (otra vez sic), cuando la “nacionalidad” es un concepto exclusivamente
civil de carácter personal (la “nación” es España, la “nacionalidad” es la
española, y luego está la “vecindad” regional, civil o foral, que puede ser
catalana, valenciana o murciana), y no una delimitación territorial de carácter
histórico y político. Con la aceptación de este grave error
jurídico-institucional se propiciaba el tránsito de un dudoso “principio de las
nacionalidades” (ideado por el presidente norteamericano Wilson para la
reorganización etnonacional de Europa central tras la caída del imperio
austrohúngaro) a la reivindicación del “estatuto de nación” por parte de
ciertas minorías antiespañolas.
Quizás en
aquel fatídico momento del 78 hubiera sido más razonable manejar un “sistema
federal”, pero la “memoria histórica” obturaba las preclaras mentes de nuestros
(de nuevo sic) “padres de la Constitución”. Prefirieron crear un engendro
autonómico que a nadie dejaba satisfecho y que llevaba en su seno el germen de
la descomposición. Federar no implica necesariamente “pactar” una asociación
entre actores nacionales en condiciones de igualdad, lo que no era el caso,
sino que puede concebirse y utilizarse “a la carta”, es decir como un ejercicio
de distribución territorial, no del poder político, sino de la gestión
administrativa, esto es, como una “descentralización” bajo control. Federar no
supone automáticamente la concesión legislativa y ejecutiva de competencias
fiscales, educativas, sanitarias, etc., sino la delegación de la ejecución de
la legislación del Estado y de la gestión de los recursos financieros por él
puestos a disposición de un territorio, siempre bajo la superior dirección
política del Estado federal. En fin, federar, pese a la mala prensa que rodea a
este concepto, es un sistema flexible que puede adaptarse a diversas
circunstancias y contingencias, como lo demuestra la gran variedad de “estados
federados”, todos ellos distintos tanto en su formalización como en su
materialización. Federar pudiera haber sido la solución entonces, pero no
ahora. En aquel momento hubiera sido posible “federar” a dos entes
territoriales problemáticos (País Vasco y Cataluña), pero se optó por
“comunitarizar” a diecisiete, algunos de ellos auténticas aberraciones
históricas. Entonces hubiera sido posible, pero no ahora: ya no es posible
federar, sino (re)unir, (con)juntar. Una España rota, quebrada, fracturada, por
culpa de los herederos del “régimen del 78” y de los traidores que quieren
acabar con la soberanía y la unidad nacional, sólo para sustituirla por una
“confederación internacional de pueblos ibéricos” enfrentados y airados, donde
reine lo más crudo del leninismo, del trotskismo y del estalinismo. Ver cómo se
forja una alianza conspirativa entre nacionalistas (burguesía vasca y catalana,
celosa de sus prebendas) e internacionalistas (comunistas y terroristas), no
tiene precio. O quizás sí: el fin de España.
Algunos de los
partidos políticos de ámbito nacional-estatal, situados en la izquierda,
tienen, no obstante, la solución mágica: reconocimiento del estatuto de
“Nación” y/o de “Estado federado” a Cataluña y País Vasco ‒a los que,
seguramente, seguirían, Galicia, Navarra, Valencia, Islas Baleares y Andalucía‒,
concesión de una especie de concierto fiscal a Cataluña ‒los vascos ya lo
“explotan”‒ y constitución de una suerte de Estado federal con territorios de
primera, territorios de segunda y territorios en el limbo, y lo que es peor,
ciudadanos de primer nivel ‒los desleales‒ y ciudadanos sin nivel ‒los leales.
Se premia la traición, se penaliza la fidelidad. La fiesta separatista la
pagaremos entre todos, por supuesto, no sólo con los sentimientos y las
pasiones, sino con nuestros impuestos (los de los españoles, me refiero). De
esta forma, los políticos estatales podrán seguir corrompiéndose y vendiéndose
al mejor postor, los políticos nacionalistas podrán continuar esquilmando a sus
pobres pueblos irredentos y seguir chantajeando al resto de los españoles, y
los políticos izquierdistas podrán continuar conspirando para destruir España,
después Europa y mañana… el mundo.
Y todo esto
¿para qué? Pues para seguir por el mismo camino que se inició en el 78. Se
pacta una tregua-trampa y continuamos juntos unos cuantos años, hasta que el
dragón híbrido (separatista y comunista) vuelva a arrojar fuego y ya sea
demasiado tarde. Roma no pagaba traidores, nosotros los subvencionamos.
Acabemos de una vez por todas con el “régimen del 78” y sus lacayos. Acabemos también,
definitivamente, con todos los que quieren liquidar el “régimen del 78”,
objetivo tras el que ocultan su única y perversa intención: liquidar España.
Liquidémoslos, pues, a todos ellos (políticamente, se entiende) y volvamos a
“hacer España”. Vivimos un momento histórico. Volvamos a Covadonga, reiniciemos
la Reconquista. A ver si esta vez lo hacemos mejor.